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rastros

Benito González en edad de merecer

Manuel Stephens*
manuelstephens@hotmail.com

Tres personajes en el escenario desaforado se balancean, con las piernas abiertas, de un pie al otro. La mirada al público. El pulso del movimiento cambia constantemente; es individual pero en ocasiones se unifica. La música, una enigmática prolongación de sonidos, crea un efecto hipnótico. No hay expresión en el rostro de los personajes. Se trasladan brevemente hacia el proscenio. Se detienen. Desde la esquina, giran hacia la diagonal posterior más lejana del foro y comienza una lenta locomoción. Se detienen. Entra voz en off de María Félix: “¡Lo debían de fusilar dos veces, una por plagiario y otra por cantar tan feo!” Un estruendo y los personajes, embestidos, se desploman.
            Así es el comienzo de A prueba de balas, coreografía de Benito González. Tras una lenta incorporación de los personajes, la música reinicia la atmósfera de misterio y se suma otro personaje. Eligen un nuevo frente adonde dirigirse; viene el crescendo musical, el estruendo y el desplome. A esta única acción de trasladarse lentamente a diversos puntos y caer, que se repetirá hasta el final, se irán agregando exponencialmente personajes hasta llegar a sesenta y cinco. Al irse poblando cada vez más el foro, el desconcierto del público aumenta y ríe por la expectativa no cumplida de que se interrumpa la repetición y suceda otra cosa. Los personajes son identificables por el vestuario que, en algunos casos, son disfraces –aparecen en escena un pollo, un luchador, una bañista…–; esto acentúa la incertidumbre y la hilaridad. Finalmente, los personajes hacinados en el escenario se colocan de frente al público e inicia una serie de disparos de luz alternados con oscuros instantáneos. La música se intensifica. El público espera, ahora sí, una caída final. Se produce un black out, se extingue la música. No hay visibilidad, no hay sonido. Nada.

Bulletproof
A prueba de balas es una obra basada en una síntesis monumental. Benito González reduce al mínimo todos los elementos que la conforman. El movimiento recurre a la mera locomoción, al cambio de peso de una pierna a otra y al principio básico de las expresiones dancísticas occidentales del siglo veinte: caída y recuperación. La utilización del espacio está dada sólo por líneas rectas y por el recargamiento que acorta la distancia entre los intérpretes. El trabajo de creación de personaje se limita al vestuario individual y al abigarramiento de la compañía. La partitura musical –también de su autoría– evita la melodía, se centra en el ritmo, en el in crescendo que acaba por explotar y en los silencios. En todos estos rubros, González ha seleccionado y reunido dispositivos primordiales que se cargan de sentido mediante la repetición y el aumento de la intensidad.
            Los recursos utilizados por Benito González apelan a unidades mínimas e independientes de sentido; éstas se equiparan unas con otras por su carácter fundamental y se determinan entre ellas al ocurrir simultáneamente. De esta manera, el caminar de los personajes y su desplome, acompañados del sonido que únicamente alude a una agresión con arma de fuego –misma que ha sido anunciada al inicio de la obra con el texto de la Félix sobre el fusilamiento–, logran una acción coordinada que el espectador puede leer, en un primero momento, como un asesinato. Sin embargo, el que los personajes se reincorporen del suelo y repitan una misma acción con mayor cantidad de intérpretes, modifica el sentido de lo que acontece y la puesta es llevada al ámbito del absurdo.
La repetición desestabiliza en el espectador su necesidad de dar un significado a lo que sucede en el escenario, sin que ésta se elimine. En todas las ocasiones el espectador experimentará la disyuntiva, angustiante y lúdica, entre la confirmación o negación de las expectativas creadas, que se reducen a ¿caerán o no caerán? La ausencia de ratificación al final de la obra en cualquiera de los dos sentidos, contiene y aumenta la sensación de incertidumbre en el espectador, quien asume así el cierre final de la obra.
            A prueba de balas es una obra sin parangón en la danza mexicana. Difícilmente puede catalogarse positivamente como una coreografía en un sentido canónico. La puesta en escena podría describirse mejor como una “acción coreográfica”, lo cual no demerita de ninguna manera sus alcances en el ámbito dancístico. Hay que subrayar que todos los elementos implicados en la obra son ingredientes básicos de la composición coreográfica. El extremo nivel de síntesis que logra Benito González es el resultado de una larga carrera como bailarín y coreógrafo que, sin abandonar lineamientos dancísticos tradicionales, filtra su concepción y creación dancísticas a través de la influencia de diversas expresiones derivadas del arte pop como la plástica, el cine, la fotografía, el video, la moda y la música.

Sweet  fifteen
Originario de Hermosillo, Benito González se inicia en la danza como integrante de la agrupación sonorense Truzka (que dirige Beatriz Juvera) y, posteriormente, ya en la Ciudad de México, se integra a la Compañía Jorge Domínguez. Pero es en 1992, con la fundación de Quiatora Monorriel, compañía que co-dirige con Evoé Sotelo, cuando despega su carrera. En 2007, González celebra quince años de una labor ininterrumpida con Quiatora Monorriel.

             Oficialmente, la primera obra que presenta esta agrupación es La boa, del propio González, con música de Prince and the Revolution. Sin embargo, la presentación en sociedad del coreógrafo se da con Viva (1992). (1) En ésta podemos identificar ya algunas características que permanecerán en la producción de González: por una parte, la creación de frases de movimiento dinámicas en las cuales la innovación en el braceo juega un papel importante, que no recurren al despliegue de virtuosismo técnico en extensiones o giros, por ejemplo, pero con las que se intenta cubrir todas las áreas del espacio escénico; asimismo, en contraste con el gusto por disminuir el movimiento de las piernas, a las que deja casi plantadas en un solo sitio, para llevarlo a cadera, torso, brazos y manos, con un interés muy centrado en el trabajo gestual. Bajo este último principio, Viva termina desarrollando una imagen memorable en la que un tercer personaje ilumina, directamente con una lámpara, el rostro de una pareja de bailarines, quienes se acompasan por breves movimientos que surgen de su contacto.

El recurso de dejar “parados” a los bailarines tomará forma contundente en el solo Malpaso (1999). (2) Esta coreografía, dividida en cuatro escenas, presenta a un personaje con sombrero y pies descalzos, a corta distancia de un par de botas vaqueras desgastadas por el uso y el tiempo. El personaje desarrollará una frase base de movimiento en cada escena, con diferentes ritmos y dinámicas. Cada una representará una “edad” de su vida hasta llegar casi al momento de la muerte, abordándolas en orden cronológico. El conflicto dramático está dado por la variación en el final de las escenas, cuando el personaje experimenta la irrupción de una otredad en su estática estancia, y por la incapacidad de ir hacia las botas que funcionan como un símbolo de un desplazamiento-transformación que no se cumple. Malpaso está construida con base en la imagen de un sahuaro al que llega a posarse un ave. La obra, como toda la producción de González, concentra una profunda ironía y hace uso del humor negro.

            Una de las obras clave de González es la premiada Día de azulejos (1997). (3) El coreógrafo utiliza como motivo la sensación de alguien quien, un buen día al levantarse, sospecha que va a morir. Día de azulejos es un cuarteto rico en simbolismo. Los personajes vestidos con uniformes de escuela van evolucionando en la complejidad de las frases de movimiento, que inician con una sencilla traslación y con la percusión de sus muñecas (este es un leitmotiv a lo largo de la obra, y del que encontraremos variaciones en otras coreografías), hasta desarrollar espaciosos tríos, duetos y solos. El diseño de movimiento logra sutiles connotaciones sexuales que construyen una atmósfera de velada perversión, misma que se resuelve en un inesperado final con batas de laboratorio.

 

Happily Dark
En la obra coreográfica de Benito González podemos identificar impulsos siempre presentes. El uso del humor: éste se manifiesta en la franca burla y el pastiche, como en Dilo en las montañas (1995), (4) en la cual González, mediante un trío de duendes de Santa Claus, hace una feroz y divertidísima crítica a la tradición navideña y a la religiosidad del mall, utilizando villancicos interpretados por el Coro del Club Santo Domingo, y en la cual es peligrosamente irreverente con la iglesia. Otro ejemplo es Dorita, Lalito y Marta (1995), (5) en la que canta “Cómo te extraño, mi amor” de Leo Dan vestido de G.I. Joe. El humor de González suele tener una fuerte carga irónica que frecuentemente puede conducirlo a la risa nerviosa, amarga o contenida –o a las tres– como sucede en la mencionada A prueba de balas.


            Sin embargo, el uso del humor y la ironía no implican que González sea epidérmico. Si bien es fácil que el espectador se quede con la risa, ésta, freudianamente, esconde un fondo bastante oscuro. Pongamos por ejemplo Wasabi (TK Mix) (2005), (6) la cual se desarrolla como un divertimento coreográfico sobre cocineros de sushi y termina aludiendo al canibalismo.

Los temas de González van de lo puramente coreográfico, el diseño de movimiento y utilización del espacio –sobre todo en una primera etapa de su producción–; transitan por la creación de obras con una dramaturgia mínima con base en una cotidianeidad que se desdobla y produce la alienación de los personajes; y llegan hasta la representación de lo ominoso de la condición humana.
            Nico (2003) (7) es un homenaje coreográfico que Benito González hace a Christa Päffgen, cuyo seudónimo fue precisamente “Nico”: modelo, actriz, cantante y compositora quien formó parte de la Factory de Andy Warhol y participó en la primera grabación de los legendarios The Velvet Underground. Como solista en la música, Nico se inclina por la experimentación y se interna en territorios obscuros de la psique; quizá ella sea una de las primeras figuras que conducirán al movimiento dark de los años ochenta que tan caro es a Benito González. Nico, de una belleza insólita y tras una vida de drogas y excesos, muere en un accidente de bicicleta en Ibiza que le produjo un derrame cerebral. Lo bizarro de la biografía de esta mujer es que reúne una serie de elementos que la hacen un detonador propio para la obra de González y colocan a los personajes en Nico, quizá, como alteridades de él mismo.

Nico es un dueto de un oscuro lirismo que presenta a un ser escindido. El coreógrafo es crudo al presentar este retrato psicológico de su personaje, pero concluye con compasión hacia su criatura al dejarla(s) continuar caminando con su otredad. González diseña el movimiento partiendo de impulsos emocionales que detonan el gesto y entonces lo dispersa para que abarque todo el cuerpo. Están presentes, como hemos visto anteriormente, la locomoción en sus variantes como fuente de significados, la percusión de manos como motivo y la utilización de todo espacio escénico para su construcción simbólica, combinándose en una obra coreográfica de contundencia.

Togetherwecanmakealotofthings
Dueño de una trayectoria sólida y coherente con sus propios lineamientos estéticos, González cuenta con un repertorio de casi cincuenta obras. Su compromiso con la danza se separa y distingue de los mecanismos creativos y las posturas estéticas de los demás miembros de su generación –con excepción evidente a Evoé Sotelo con quien dirige Quiatora Monorriel. El término posmoderno ha sido tan manipulado por otros coreógrafos debido a intereses personales y –me atrevo a decir– a tintes de ignorancia, que creo que, para el medio dancístico mexicano, calificar de posmoderno a González sería riesgoso, aunque sí le correspondería un lugar dentro de una clasificación teórica seria. La obra de González, con quince años de creatividad a cuestas, ha alcanzado una consistencia que requiere de análisis e interpretación puntuales ya que, en esta época de individualidad, además de lo efímero de la danza, las aportaciones del coreógrafo terminan en su propia obra y es difícil que germinen en otro lugar.
            Benito González también ha incursionado en el video, la composición musical por computadora y en la fotografía. (8) Creador de danza, música e imágenes, González entra a la edad de merecer como un coreógrafo y bailarín (aspecto importante que no abordamos en esta ocasión, pero en el que descuella) con un lenguaje personal y auténtico, y como un representante indispensable de la danza mexicana de los años noventa y comienzo de milenio.

Inserción en Imágenes: 17.04.07.

 

 



   
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