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Carlos Fuentes: la dimensión de nuestra pérdida

Arnulfo Herrera*
arnulfoh@unam.mx

La muerte de Carlos Fuentes es otro golpe seco para la sociedad mexicana. Entre los decesos causados por la fallida guerra del Estado contra las bandas del crimen organizado, en medio de las revueltas aguas de la política que se agitan en los más ominosos tiempos electorales que se puedan recordar y mientras sobresale entre los grupos de poder la ola causada por uno de los mayores sindicatos de América Latina, el del magisterio estatal –justo en el día del maestro–, cuando el país se desenvolvía en sus afanes diarios, en el momento que menos lo esperábamos, alrededor del medio día, en un abrir y cerrar de ojos perdimos instantáneamente a nuestro escritor más importante. Fue un evento muy extraño, confuso, estúpido porque tal vez pudo evitarse y porque así es el matiz absurdo con que se tiñen los accidentes.
       Bien mirado, perdimos mucho más que a un escritor. Perdimos una conciencia que nos alertaba contra los peligros de las malas decisiones políticas, un vigía de nuestro derrotero histórico, un vocero que atenuaba con su carisma y su enorme cultura la menospreciada existencia de México en los foros internacionales. Claro está que ésas son las labores obligadas de los buenos escritores en cualquier parte del mundo, pero Carlos Fuentes lo hacía como ningún mexicano lo ha hecho hasta hoy, con una profundidad y una resonancia que se escuchaban nítidamente en las esferas anglosajonas y en el cerrado y arrogante mundo de la francofonía. Paradójicamente, su importancia en los ámbitos hispánicos, franceses e ingleses, hacía que los mexicanos se vieran obligados a escuchar su voz en el retorno, amplificada por el prestigio de haber sonado con gran fuerza en Madrid, París o Nueva York.
       Desde finales de los años sesentas, Fuentes había ganado una gran autoridad que se fundaba en la solidez de su formación cultural, en la calidad de su trabajo, en su nacionalismo a toda prueba, en su solidaridad con las causas justas y en su honestidad personal. Otra vez, parece que estos rasgos forman parte obligada de los atributos que son deseables en quienes profesan una carrera humanista (especialmente en aquella década que tanto ponderó el "estar comprometido" con el mundo). Y otra vez, Carlos Fuentes cumplía de manera sobresaliente con todas las exigencias de aquellos años y más: simpatizaba con la revolución cubana, pero se arriesgaba a que lo tildaran de reaccionario, revisionista o pequeño burgués: advertía de los peligros que entrañaban las dictaduras y las burocracias entronizadas de los países socialistas; señaló algo que hoy parece obvio, pero que no lo era cuando todos creíamos en Fidel Castro y en la Unidad Popular chilena: "las revoluciones las hacen los hombres de carne y hueso y no los santos y todas acaban por crear una nueva casta privilegiada".


       No hay que dar más vueltas para valorar la dimensión de nuestra pérdida, Carlos Fuentes tenía cualidades que no tuvo nadie y que difícilmente se van a volver a conjuntar en un solo individuo: además del consumado oficio de escritor, poseía una amplia perspectiva externa del país, gracias a que nació fuera de México y creció en diversos lugares del extranjero; por esta formación, el día de la expropiación petrolera descubrió que México no era una invención de su padre y desde entonces empezó a adquirir un enorme conocimiento de la historia. Como en uno de sus libros más gustados, siguió la máxima de educarse para la profesión más importante de todas, una profesión que:
     encierra en sí todas o las más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito, y saber las leyes de la justicia distributiva y conmutativa, para dar a cada uno que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas; que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche, y qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener necesidad de ellas; y dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales, descendiendo a otras menudencias, digo que ha de saber nadar como dicen que nadaba el peje Nicolás, o Nicolao; ha de saber herrar un caballo y aderezar la silla y el freno; y volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone un buen caballero andante (Quijote, II-18).

        Carlos Fuentes tenía más cualidades: poseyó gusto y capacidad para la discusión, interés por los temas trascendentes y aun por los menudos, tenía facilidad para hacer amigos y le daba gran importancia a la amistad, cultivó el gusto por la buena mesa y la buena ropa, era simpático y atractivo, era lleno de gracia como lo fue en su día el príncipe de los poetas castellanos, Garcilaso.

        Decir ahora que Fuentes se comportó siempre como un ciudadano independiente, lúcido y polémico que ejercía intensa y apasionadamente su labor crítica con esa enorme capacidad de trabajo que lo caracterizó, o decir que era un mexicano universal, o que era un escritor prolífico, sirve sólo para la nota necrológica de los periódicos, o para disfrazar las carencias literarias de quienes tienen que hacer declaraciones desde su sitial burocrático. Sus amigos lamentarán la muerte de Fuentes por la oquedad y el dolor que provoca la ausencia definitiva de un ser querido, pero la inmensa mayoría de los que sólo gozamos de él como lectores extrañaremos a ese autor que nos dio muchos años de felicidad con su literatura. Las horas que pasamos imaginando a las Mercedes Zamacona, a las Pimpinelas de Ovando, a las Normas Larragoiti, a las Elenas, los miedos que provocaron las Consuelos Llorente y sus sobrinas las Auras, la lujuria por los personajes como Mary y Sara, aquellas judías calientes de La cabeza de la Hidra, la compasión por Gladis, la putita que, caminando por la avenida Juárez, se encoge ante los jóvenes altos y rubios como dioses olímpicos que salen del Hotel del Prado, el pavor que nos provocan los provincianos gordos con ojos de canica que vacían sus pistolas a quien les sostenga la mirada, las inolvidables crónicas de la batalla de Celaya o de las ruinosas operaciones de bolsa, el recorrido por la historia reciente de México que a la manera de Octavio César en la Eneida o de Virgilio en la novela de Herman Broch hace Artemio Cruz en su dilatada agonía, el tremendo desconcierto de Félix Maldonado ante su cara transformada por una cirugía plástica que no previó. Después de la lectura de Fuentes, nuestros sentimientos por la historia patria cambiaron, los palacios y las casonas antiguas del Centro Histórico, la colonia Roma, la Guerrero y la San Rafael se transformaron, y hasta las ruinas prehispánicas, especialmente la efigie del Chac Mool, nos infunden ahora un respeto que desconocíamos. Todo esto y cientos de personajes y situaciones más, muchas historias de amor y desamor, diálogos ingeniosos en fiestas y reuniones de restaurantes, paisajes vívidos, es lo que quedó de Fuentes y que nos duele porque sabemos que no proliferarán ya.
        Si un día, a la manera de Balzac, se propuso competir en el censo de sus personajes con el Registro Civil, no es que haya sido un escritor prolífico como dicen los reporteros de los medios masivos, lo que pasa es que vivió en la época de los grandes escritores latinoamericanos y él mismo fue un grande. Hoy miramos sus ambiciones artísticas como veían los héroes homéricos a los héroes anteriores a ellos, los del ciclo tebano, donde personajes como Teseo y Pirotoo eran capaces de descender al Hades para robarle su esposa al mismísimo dios de los infiernos. Por eso, en la década de los sesentas, la literatura latinoamericana se tradujo a todos los idiomas, se plagó de best-sellers y se convirtió en un hito de nuestra cultura. A ese propósito histórico corresponden la disciplina, la capacidad de trabajo y la calidad de las obras que escribió Carlos Fuentes. Puede que, en el camino, haya mudado sus objetivos y que haya moderado sus ambiciones, pero ya estaba embarcado en un viaje que no lo haría disminuir la intensidad de su trabajo, por eso solía decir: "al principio se escribe para vivir, inevitablemente se termina escribiendo para no morir".
   

   No se refería a la dudosa vida post mórtem, a la modesta trascendencia de los héroes, a la Fama del mundo medieval, a la "inmortalidad" de los románticos. No es difícil entender que en los últimos años Fuentes escribía para evitar la muerte inmediata, aquella que llega desde antes que ocurra la muerte física, cuando nuestra agenda está vacía, cuando ya perdimos a muchos de nuestros amigos, cuando nadie nos hace caso, cuando ya no entendemos nada del mundo ni conocemos a los personajes que ocupan las carteleras de la popularidad, cuando estamos llenos de achaques y nos duelen hasta los pocos cabellos que aún conservamos y se nos dificulta cumplir con nuestras necesidades más humildes, cuando ya no nos importa el arreglo personal, cuando causamos impaciencia y molestia a quienes nos rodean, cuando, rodeados de tanta calamidad, terminamos por rendirnos. Fuentes no escribía para mantenerse vigente, ni por inercia, sino porque su programa vital generaba todavía las energías necesarias para continuar concretando proyectos de libros, para seguir imaginando personajes y situaciones, para observar meticulosamente la realidad y criticar a los políticos, para seguir gozando del cine y los espectáculos escénicos. Estaba vivo. Entendía que, cuando dejara de escribir, la muerte sobrevendría inevitablemente.
       Pero la Muerte llegó por sorpresa y cortó el hilo antes del final. El escritor alcanzó a ver algo de lo que había pronosticado para el año 2025, como la entrada del PAN a Los Pinos, el reconocimiento unánime para José Emilio Pacheco, la eternidad de Fidel Castro, la mediocridad de los candidatos a la Presidencia, la fragmentación partidista y la formación de bloques políticos que, al margen de las ideologías, negocian dinero, sexo y posiciones tras las cortinas. Sin embargo, es triste que son más numerosas las cosas que no alcanzó a ver. Y más triste para nuestro México que hayamos perdido, así, de golpe, a ese guardián que mantenía su mirada en el país como el personaje Ixca Cienfuegos en La región más transparente; ya no tendremos al centinela que infundía temor y respeto en los políticos malosos, ni tendremos con quien consultar los rumbos de la vida social. Hemos perdido a Carlos Fuentes y estamos más pobres de lo que estábamos hace unos días.



*Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

Inserción en Imágenes: 06.06.12
Imágen del portal: Carlos Fuentes en París, marzo de 2009.
Foto: A. Bouirabdane.

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