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rastros

La figura del tlahtoani en los textos sahaguntinos*

José Rubén Romero Galván**
jgalvan@servidor.unam.mx
romed1124@yahoo.com.mx


Si tomamos en cuenta la definición más primaria de “Constitución”, que no es otra cosa que el conjunto de principios jurídicos que regulan la estructura de un Estado, podemos decir que toda organización política de este tipo posee una, esté escrita o no. Por ello no nos equivocamos si afirmamos que los mexicas tenochcas tuvieron la suya y que con base en ella dieron coherencia al Estado que de algún modo reconocieron los españoles y que tanta admiración les causó.
           Entre las cuestiones que toda constitución aborda, define y acota se encuentra, por fuerza, la figura de aquel en quien reside el poder, la figura del gobernante. Aunque no nos ha sido dado conocer la constitución del estado mexica, pues no hay en ningún sitio códice prehispánico alguno que la contenga, es posible establecer, a través del análisis cuidadoso de las fuentes primarias, tanto los elementos como la estructura del estado mexica expresados en principios jurídicos que habrían conformado la constitución rectora de ese Estado, tal como lo hizo ya hace algunos años Alfredo López Austin en La Constitución Real de México-Tenochtitlan. (1)
           Es en este panorama que centramos nuestra atención en una figura cuya importancia fue sin duda la mayor y de la que se da cuenta en prácticamente todas las fuentes de que disponemos para conocer la realidad mexica. Se trata del tlahtoani, persona en la que se depositaba el poder absoluto y cuya fuerte presencia en el Estado fue tan evidente para los conquistadores españoles, según lo atestiguan en sus crónicas.
           Nuestra intención aquí es abordar la figura del tlahtoani para definirla a través de los atributos que le son propios, siempre considerando que tal definición puede muy bien ser considerada como una de las partes integrantes de la constitución del Estado mexica.
           He decidido basar este ejercicio de exploración sólo en los textos de fray Bernardino de Sahagún que se encuentran incluidos en el libro sexto de la Historia general de las cosas de la Nueva España. (2) La principal razón para acotar mis búsquedas sólo al universo sahaguntino es el hecho de que en el libro mencionado hay textos que contienen elementos de una gran riqueza conceptual que se refieren de manera explícita a la figura del gobernante, sin hacer alusión precisa a alguno de los individuos que ocuparon tal cargo, con lo que nos enfrenta más a la idea que se tuvo del gobernante que a las especificidades de un individuo determinado.
           Quiero recordar que esta obra de Sahagún es la columna en español de un riquísimo documento escrito en dos columnas –náhuatl y español-, conocido como Códice florentino por encontrarse en la Biblioteca Laurentina de Florencia. Se trata del producto final de las pesquisas que el franciscano Bernardino de Sahagún inició hacia 1537, pocos años después de su llegada a la Nueva España. Con base en un cuestionario cuidadosamente elaborado, en el que se consignaban pertinentes preguntas relativas a los temas más importantes de la cultura indígena, fray Bernardino realizó sus investigaciones en distintos pueblos del altiplano. En 1575, los amanuenses concluyeron los trabajos de poner en limpio el códice producto de la vasta información recolectada por el padre Sahagún a lo largo de varios lustros.
           En el sexto de los doce libros que componen su obra, fray Bernardino ordenó una rica colección de piezas literarias, particularmente atractivas por su belleza, llamadas en lengua náhuatl huehuetlahtolli, antiguas palabras que recogió de boca de los ancianos indígenas. En muchos de estos discursos se encuentran elementos de importancia para acceder al conocimiento de relevantes preceptos morales que rigieron a aquella sociedad. Asimismo es posible encontrar en este libro sexto una serie de discursos que eran pronunciados en circunstancias tales como la muerte del gobernante, la elección de uno nuevo o la entronización del mismo, en los cuales se vertieron un sinnúmero de conceptos que permiten al lector construir la imagen del gobernante y conocer cómo su personalidad y atributos se articulaban con los demás elementos constitutivos del Estado mexica. Estos discursos constituirán el universo textual al cual recurriré para reconstruir la figura del tlahtoani que aquí presentaré.
           Se trata en suma de establecer el perfil que debía tener aquél que sería escogido para asumir el cargo de tlahtoani. Dicho de otra manera, se trata de encontrar los requisitos que debían satisfacer los aspirantes al cargo.

Se tenía especial cuenta, en primer lugar, el origen de aquel que podía ocupar la dignidad de tlahtoani. Es cierto que en las crónicas está consignado muy claramente el origen noble de los gobernantes, pues todos ellos pertenecieron al linaje noble por antonomasia. Ello también está consignado en los textos sahaguntinos. En efecto, en el capítulo IX del libro que hemos tomado como fuente, el tlahtoani recién electo se dirige a Tezcatlipoca para agradecerle el haber sido designado para tal cargo y para rogarle le conceda las virtudes necesarias para gobernar de acuerdo a sus designios. En esta oración el novel tlahtoani se muestra humilde y al preguntarle a la divinidad las razones que tuvo para concederle tan alta dignidad, le pregunta por qué lo colocó entre los que gobiernan, quienes han “nacido” y han sido “criados para dignidades y tronos reales… tomados de nobles y generosos padres y para esto criados y enseñados”. Detrás de estas frases, que denotan la humildad a que estaba obligado todo gobernante, bien se percibe que quienes gobernaban no eran de ninguna manera de otro grupo que no fuera el de la nobleza de la más pura estirpe, cuya educación correspondía a tan elevadas necesidades.
           Otro elemento, no menos importante que también se desprende del mismo discurso, es que el gobernante debía haber nacido bajo los signos calendáricos propicios para el gobierno. Es así que el tlahtoani recién electo dice que los que ocupan tales dignidades “fueron nacidos y bautizados en signos y constelaciones en que nacen los señores”. Ello significa que, desde su nacimiento, las fuerzas cósmicas, que son las deidades mismas que en su movimiento se vuelven tiempo, que actúan continuamente sobre los hombres de acuerdo con el tonalpohualli y el xiuhpohualli, los dos calendarios rectores de la vida del hombre prehispánico, habían depositado en él los atributos necesarios para el gobierno del tlahtocáyotl.
           En quien recaía la elección debía poseer las virtudes necesarias para el correcto desempeño de su cargo. Es así que en el capítulo sexto, donde se reproduce la oración que se elevaba a Tezcatlipoca para que hiciera morir al mal gobernante, al hablar de los vicios de los que adolecía aquél para quien se deseaba la muerte, bien podemos, por contraste, colegir aquello que era lo deseable en el buen gobernante. El gobernante debía ser piadoso, pues el discurso dice: “allende lo dicho, tiene otra cosa harto reprehensible y dañosa que no es devoto ni ora ante los dioses, ni llora delante de ellos, ni se entristece por sus pecados, ni suspira…”. La piedad debía estar acompañada y ser el origen de las virtudes que lo alejarían de vicios que acaso le impedirían el cumplimiento de sus obligaciones, lo que se desprende de estas palabras con las que continúa el que se dirige a la deidad: “esto le procede –la falta de piedad– de haberse desatinado en los vicios”. Entre estas virtudes se menciona de manera reiterada la humildad. “Que sea humilde devoto y penitente” pedían los nobles cuando rezaban a Tezcatlipoca para que les enviara un gobernante quien cumpliera cabalmente con su cometido.
          La madurez del individuo debió ser una condición importante, pues de ella se desprendería la conciencia de que ocupaba una dignidad “que debía ser muy honrada y reverenciada”, según queda dicho en el mismo capítulo VI. Esa misma madurez debía ser la base de un desempeño adecuado de la “justicia y rectitud de la judiciatura” que se tenía como “sustento y buen regimiento” del pueblo. Con estas frases queda claro que el tlahtoani debía contar entre sus virtudes la justicia, virtud cardinal en la ética europea, cuya práctica es necesaria en todo acto de gobierno.

El gobernante debía ser un guerrero valiente. Los mexicas tenían como elemento constitutivo de su ideología a la guerra. A través de ella habían realizado innumerables conquistas con las que lograron construir un sólido imperio cuyas fronteras se extendían hasta los confines de Mesoamérica y del que recibían en calidad de tributos una enorme cantidad de bienes que, acumulados, fueron parte importante de la riqueza de este señorío. Estas circunstancias obligaban a quien ocupaba el más alto cargo del Estado a ser un guerrero diestro en las batallas y distinguido por su valentía. Este atributo le permitía ser quien, llegado el momento, llamara a guerra y quien dirigiera los ejércitos. Así, cuando moría el tlahtoani, los nobles imploraban al dios Tezcatlipoca les enviara otro que se hiciera cargo del reino, y en su oración, que Sahagún reproduce en el capítulo V, a manera de preguntas que se hacían al dios, es fácil percibir la preocupación porque el nuevo gobernante fuera hombre de probada valentía. “¿Quién mandará tocar el atambor y pífano para juntar gente para la guerra? ¿Y quién juntará y acaudillará a los soldados viejos y hombres diestros en la guerra? Convocar a la guerra y acaudillar a los soldados en ella eran acciones sólo realizables por quien tenía experiencia en esos menesteres. Otro tanto se nos muestra en un discurso en el que un noble muestra su alegría ante el tlahtoani recién electo sin dejar de manifestarle los temores de que, por designio de los dioses, su reinado resulte breve:

... o por ventura yendo a la guerra y peleando en el campo donde suelen morir los valientes y esforzados, convidaréis con vuestra sangre y con vuestro cuerpo a los dioses del cielo y os iréis para vuestro padre y para vuestra madre el sol y el dios de la tierra, y os iréis adonde están los hombres valientes y esforzados como águilas y tigres, los cuales regocijan y festejan al sol… no sabemos lo que dios tiene determinado; esperemos su sentencia.

           Otro atributo que debía tener el gobernante, no menos importante que los demás, era la prudencia. En varios discursos del libro sexto, se hace referencia indirecta a esta virtud y a la necesidad de que el tlahtoani en turno la posea como atributo necesario para gobernar. En el texto esta virtud se percibe sobre todo por los efectos que produce, que no son otros que el buen gobierno:

En vuestras espaldas y en vuestro regazo y en vuestros brazos pone nuestro señor Dios este oficio y dignidad de regir y gobernar a la gente popular, que son muy antojadizos y muy enojadizos. Vos, señor, por algunos años, los habéis de sustentar y regalar, como a niños que están en la cuna. Vos habéis de poner en vuestro regazo y en vuestros brazos a la gente popular. Vos los habéis de halagar y hacerles el son para que duerman el tiempo que vivieres en este mundo. (Cap. X)

           La prudencia permitiría al gobernante cumplir cabalmente con el gobierno de “la gente popular, que son muy antojadizos y muy enojadizos”, pues sólo esta virtud le podía permitir hacer frente a las veleidades de sus gobernados sin caer en la opresión, pues como a un padre se le decía: “Vos habéis de poner en vuestro regazo y en vuestros brazos a la gente popular. Vos los habéis de halagar y hacerles el son para que duerman”, y ello sin dejar de ejercer la autoridad y el poder que en él estaba depositado.
           La fortaleza era tan necesaria en el gobierno como la prudencia. También a esta virtud se le puede apreciar por sus efectos, que se traducían en atributos necesarios para el gobierno del tlahtocáyotl. Después de la elección del nuevo tlahtoani, uno de los nobles que se dirigían a él lo hacía en estos términos:

¡Oh, señor! Entre vuestro pueblo y vuestra gente debaxo de vuestra sombra, porque sois un árbol que se llama púchotl o ahuehuetl, que tiene gran sombra y gran rueda, donde muchos están puestos a su sombra y a su amparo, que para eso os ha puesto en este cargo. Plega a Dios de os hacer tan próspero en vuestro regimiento que todos vuestros súbditos y vasallos sean ricos y bienaventurados. (Cap. XI)

La alusión al púchutl, la Ceiba, y al ahuehuetl, el ahuehuete, resulta en verdad muy elocuente. Se trata de los dos árboles más grandes y frondosos de cuantos se conocían en Mesoamérica. Sus dimensiones y sobre todo la sensación de fortaleza que producen en quien se acoge a su sombra son más que elocuentes. Es por ello que se vuelven una metáfora para describir a aquél que gobierna: “porque sois un árbol que se llama púchotl o ahuehuetl, que tiene gran sombra y gran rueda, donde muchos están puestos a su sombra y a su amparo”.





           La fortaleza se evidencia también cuando se alude a la pesada carga que el gobernante debe llevar sobre sus espaldas. Por ello en la oración que los sacerdotes elevaban a Tezcatlipoca cuando moría un tlahtoani, decían:

Estos dichos [antiguos] ya dejaron la carga intolerable del regimiento que trajeron sobre sus hombros, y lo dejaron a su sucesor, el cual algunos pocos días tuvo en pie su señorío y reino, y ahora ya se ha ido en pos de ellos al otro mundo, porque vos le llamasteis. Y por haberle descargado de tan gran carga, y haberle quitado tan gran trabajo y haberle puesto en paz y en reposo, está muy obligado haceros gracias. (Cap. V)

           La carga de la que habla el pasaje que acabo de citar parecería ser que se multiplicaba por las dificultades y peligros que de suyo presentaba el ejercicio del poder. De esta suerte, la fortaleza necesaria para llevar sobre las espaldas tan pesado fardo era tal que el reinado de un tlahtoani se comparaba con un camino sinuoso por el que debía transitar sin dejar de lado su carga. Por ello se le decía:

Considerad que vais de camino, y que hay lugares fragosos y peligrosos en el camino por donde vais, y que habéis de ir muy con tiento, porque las dignidades y señoríos tienen muchos barrancos y muchos resbaladeros y deslizaderos, donde los lazos están muy espesos y unos sobre otros, que no hay camino libre ni seguro entre los lazos y pozos disimulados, cerrada la boca con hierba, y en el profundo tienen estacas muy agudas, plantadas para los que cayeren se claven en ellas. Por lo cual conviene que sin cesar gimáis y llaméis a Dios y suspiréis. (Cap. X)

           Las características y virtudes que el tlahtoani debía reunir, si bien hacemos el recuento, son: haber nacido de noble estirpe y haber venido a este mundo bajo los auspicios de los signos del calendario que regían a los señores, a lo que debía sumarse el ser piadoso y, producto de ello, vivir alegado de los vicios, además de poseer un espíritu caracterizado por la madurez, la valentía, la prudencia y la fortaleza. Sobre este conjunto de atributos, que hacían del gobernante un hombre excepcional, se fincaba el carácter sagrado de la función que desempeñaba. En efecto, según los textos, a partir de la entronización el hombre noble que hasta entonces había sido se trocaba en un individuo dotado de un carácter sacralizado. Ya los ritos que señalaban este momento liminar dan cuenta de la dicha transformación que le permitía asumir plenamente las funciones del mando. La naturaleza de las mismas era en verdad divina pues a partir de ese momento, según se desprende de una rogativa elevada por el tlahtoani recién electo:

Con gran deseo espero y demando con grande instancia vuestra palabra y vuestra inspiración, con las cuales inspirasteis y insuflasteis a vuestros antiguos amigos y conocidos que rigieron con diligencia y con rectitud vuestro reino, que es la silla de vuestra majestad, y honra donde a un lado y a otro se sientan vuestros senadores y principales, que son vuestra imagen y como vuestra persona propia, los cuales sentencian y hablan en las cosas de la república en vuestro nombre, y usáis de ellos como de vuestras flautas, hablando dentro de ellos y poniéndoos en sus caras y en sus oídos, y abriendo sus bocas para bien hablar. (Cap. IX)

           El tlahtoani al ocupar la estera y la silla, “in petlatl in icpalli”, ser entronizado, devenía en la figura de la divinidad, se convertía entonces el rostro, los oídos y la boca de la deidad. En otras palabras, los hombres, a partir de ese momento, debían ver en rostro del tlahtoani la cara del dios y estar seguros de que las palabras pronunciadas por él eran las palabras de la misma divinidad las que se escuchaban y que a través de los oídos del gobernante el dios escuchaba a los hombres.
           Sin duda este carácter sagrado era la justificación fundamental del ejercicio del poder que se concentraba en el tlahtoani; sin embargo, este carácter carecería de sustento y sentido si el individuo que ocupaba “la estera y la silla” no poseía los atributos y virtudes que aquí se han expuesto y que debían constituir las características obligadas de todo gobernante.

 

Inserción en Imágenes: 04.12.07.
Foto de portal: Códice Florentino.



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO