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rastros


De maestros, alumnos y gratitudes*

 

Josefina Mac Gregor**
macgregor.dah@senado.gob.mx

Debe ser una sorpresa para muchos que el reconocimiento al maestro Jorge Alberto Manrique participemos profesores de la Faculta de Filosofía y Letras que nos dedicamos a otros quehaceres bastante lejanos a los de la historia del arte, así sean también de carácter histórico. No lo es para aquellos quienes conocen al maestro y lo han escuchado aseverar que primero se es historiador y luego historiador del arte -afirmación válida para ésta como para cualquier otra especialidad a las que somos tan proclives los historiadores. Así, pues, como historiador a secas, lo conocíamos muchos de quienes pretendíamos ser historiadores en los ya lejanos años setenta; si bien como historiador del arte también compartió con nosotros las peculiaridades del oficio que queríamos aprender. Por cierto, el homenaje al maestro Manrique, sin pretenderlo, concentra el reconocimiento público de una generación de quienes alguna vez fuimos jóvenes estudiantes (los doctores Gustavo Curiel, Martha Fernández, Miguel Soto y yo) de la carrera entre los años de 1971-1974.

       Me satisface que el maestro Manrique haya aceptado que nos reuniéramos en esta oportunidad. No es fácil sancionar con la presencia los elogios que, se sabe, han de verterse. Sin embargo, creo que es importante que nos permita darle las gracias por los beneficios recibidos en su espléndida cátedra, en el trato del ejercicio profesional y en el gozo de la amistad. Estoy convencida de que este tipo de actos para honrar a quienes han dedicado sus mejores esfuerzos a la vida universitaria deberían ser una constante en los medios académicos.

       Acaso la gratitud es un valor que se exalta con mayor facilidad con los años, y ya llegué a esa edad en la cual se le invoca para endulzar lo que nos queda de vida; sólo sé que mis mayores me inculcaron desde pequeña reconocer que se está en deuda con otro que le benefició -era un privilegio de gente bien nacida-, y que presencié el devoto respeto y reconocimiento de mis maestros hacia los suyos. Por ello, insisto, estoy persuadida de que es importante que se nos dé la oportunidad de expresarnos en ese sentido, no sólo de manera aislada, sino reunidos: dentro de nuestra comunidad, y no con el propósito de saldar la deuda, pues las de gratitud nunca se saldan; más bien, por un lado, en el aspecto personal, como un acto de humildad, de reconocimiento de lo que hemos recibido; y por otro lado, el institucional, para hacer evidente que éste es el modo en el que la vida universitaria fructifica, pues el trabajo docente tiene el enorme mérito de trascender las relaciones estrictamente personales para dar continuidad y sentido al ejercicio profesional. No imagino una Universidad sin profesores ni alumnos en la que, en un movimiento constante, los alumnos a su vez se convierten en profesores para recibir nuevos alumnos.

       Aunque me lo propuse, no me fue posible evitar la anécdota personal; intentaré, en compensación -ya que no voy a abordar la obra escrita del maestro-, referirme a las enseñanzas que me dejó como docente.

       Mientras que el maestro Eduardo Blanquel -un amigo muy querido del maestro Manrique- impartía Geografía Histórica, inolvidable clase de carácter obligatorio del primer semestre de la carrera, la cual nadie podía eludir, la situación con el maestro Manrique era diferente. Él impartía materias optativas, quizá poco atractivas para aquéllos que no teníamos una vocación definida hacia el arte o el periodo colonial, pero se sabía que era un profesor de gran valía. Por los pasillos de la Facultad -el mejor lugar para esparcir un comentario- José Luis García Valero aseguraba que Reforma y Contrarreforma era un curso extraordinario que no podíamos perdernos. Así que le hice caso y me inscribí. Al siguiente semestre asistí al de Arte Colonial, y ya en la maestría, acudí a los de esa especialidad, no obstante que ya era seguro que yo me instalaría -profesionalmente hablando, por supuesto- en los principios del siglo XX.

       ¿Qué tenían de peculiares sus cursos aparte de que eran impartidos por un historiador inteligente, comprometido y bien documentado, lo que ya era mucho en cualquier ambiente académico?

       Por un lado, siempre impartía cursos monográficos. De lleno nos planteaba su posición sobre lo que era y creo que sigue siendo un problema central en nuestro colegio: para formar historiadores había que enseñar historia haciéndola, y esto sólo se creía posible por medio de los cursos monográficos. De acuerdo con el maestro Blanquel -y en estos puntos las ideas de ambos se fundían- la riqueza de la Universidad radicaba en la libertad de cátedra y en la variedad de interpretaciones en las que se podía abrevar para que cada uno de nosotros eligiera el camino que más le satisficiera intelectualmente. Sólo a través del curso monográfico el alumno podía observar cómo trabajaba un profesor -con esto quiero decir cómo analizaba históricamente, no cómo repetía lo que otros decían-, es decir, su rigor metodológico, el manejo de las fuentes, la solidez de sus explicaciones.

       Optar por la monografía significaba hacer a un lado el curso general, hecho sumamente delicado si tenemos en cuenta que se llegaba del bachillerato con una pésima información. El maestro Manrique lo tenía todo resuelto con una claridad meridiana, y así nos lo hizo ver a sus alumnos. Nos convenció a tal punto que nunca entendí por qué era una cuestión polémica si había la posibilidad de resolverla, sólo era cuestión de trabajo.

       Así, en Reforma y Contrarreforma, lo que el maestro abordó fue el Manierismo, pero aclaró: "ustedes estudiarán lo que pasó en Europa en el siglo XVI, no perderemos el tiempo en repetir los datos que están en los manuales". Y para constatar que habíamos estudiado los manuales, estaba el examen de conocimientos, ese en el que preguntaba en qué año fue el Concilio de Trento, cuándo murió Enrique VIII, entre otros hechos relevantes del siglo XVI. En Arte Colonial, uno de los cursos que más recuerdo es el de las Catedrales de México. Para obtener la información y   responder al examen de preguntas sobre transparencias contábamos con los manuales de Manuel Toussaint, Pedro Rojas y Romero de Terreros, o las obras de Justino Fernández y Francisco de la Maza para los más conocedores. Con esta medida, pues, se eliminaba una de las prevenciones que había contra los cursos monográficos: la información general quedaba cubierta... ¿qué exigía?: sólo trabajo del profesor y trabajo de los alumnos. El convenio fundamental de la docencia.

       En el tema que desarrollaba el maestro podíamos apreciar cómo un investigador historicista elaboraba unas preguntas, generalmente muy críticas -ahora se le llama pomposamente problematizar la historia- sobre las cuales se documentaba y argumentaba hasta llegar al momento de la "revelación", como diría don Edmundo O'Gorman. Una consideración importante: este desarrollo iba de la mano de la investigación que el propio profesor estaba realizando o acababa de realizar. No se trataba de mostrar los resultados de otros sino los propios. Es decir, no era casual que el curso que tomamos en 1973, abordara ese tema específico del manierismo, pues él ya había publicado en 1971 un artículo titulado "Reflexión sobre el manierismo de México" (Anales, núm. 40), y publicaría otro después, en 1976, llamado "El manierismo en Nueva España: letras y artes" (Anales, núm. 45).

       Pero asimismo parte de nuestro trabajo en el curso era hacer reseñas de libros sobre el asunto que se desarrollaba en clase, pues Manrique no era lo que se conoce como "profesor barco". Al lado de la severidad del curso, que podría dar la imagen de excesiva rigidez, había otra muy importante: el impulso al ejercicio crítico en libertad. Me atrevo a decir, a reserva de que el propio maestro me corrija, que intentaba que perdiéramos el miedo a decir lo que pensábamos. Gracias a ello, me atreví -no sé qué barbaridades habré dicho- a elaborar un trabajo sobre el manierismo en la poesía novohispana del siglo XVI. Pero aquí lo importante no es lo que hice, sino lo que el maestro promovía. Además, no hay que olvidar en el otro examen, el interpretativo, nos permitía desarrollar, además de los temas que él solicitaba, uno elegido por nosotros en el cual podíamos decir lo que quisiéramos, eso sí, siempre que "fuera razonable".

       Traigo esto a colación para destacar no sólo la vocación, el compromiso docente y la preocupación por los alumnos del maestro Manrique -aun por aquéllos que él sabía, como en mi caso, que no estábamos llamados al estudio del arte-; sino también porque expresa la claridad con la que él ha percibido los problemas fundamentales de la formación del historiador. Estas cualidades han sido siempre tan contundentes que podríamos decir que ha sido un líder académico sin discusión, de allí que se le eligiera Consejero Técnico por los profesores del Colegio de Historia. En este órgano colegiado -fundamental para el buen funcionamiento de la Facultad cuando existe la representación adecuada-, como en su desempeño como delegado al Congreso Universitario, y en cualesquiera de las otras tribunas universitarias que ha ocupado, las opiniones del Maestro -aun cuando no se coincida plenamente con ellas- dan cuenta de su profundo conocimiento de la Universidad. Precisamente cuando el desconcierto, la incertidumbre o el desánimo nos inundaba en aquellos días del Congreso, un comentario de su parte era suficiente para encontrar el camino perdido, adquirir certezas o, cuando menos, para recuperar las fuerzas y continuar con la tarea que nos habíamos echado a cuestas y que por momentos resultaba excesiva.

       Quiero volver al tema de los cursos. Además de escucharlo discurrir de manera inteligente sobre un tema, pude apreciar lo que era el ejercicio crítico de la profesión, cómo reflexionaba y compartía sus reflexiones con sus alumnos, aunque algunos -entre los que yo me encontraba- fuéramos totalmente ignorantes. Esta actitud del maestro, me parece, da cuenta de su respeto por el estudiante y su confianza en que éste puede pensar y aprender. La respuesta en los más de los casos fue el compromiso con el maestro: si él nos hacía sentir bien al tratarnos como seres pensantes, no era posible fallarle: cuando menos se correspondía con trabajo. Las circunstancias que actualmente vivimos nos obligan a reflexionar sobre estos vínculos y experiencias para encontrar respuestas a los problemas que hoy enfrentamos.

       Ya antes mencioné el detalle de la ignorancia. Quiero insistir en él. Muchos de los que llegamos a la Universidad hemos carecido de los antecedentes sociales y culturales suficientes como para saber qué venimos a hacer a ella. Profesores como Jorge Alberto Manrique son los únicos que pueden ayuda a definir vocaciones y a impulsar la voluntad que remonte las deficiencias. El maestro Manrique hizo posible que un tema tan distante de mi vida cotidiana como el arte comenzara a tener sentido. Me enseñó a ver -aunque yo sólo aprendí un poco- y a apreciar fenómenos que enriquecieron no sólo mi ejercicio profesional sino también mi vida personal; a tal grado que, tratando de agregar algo nuevo a la biografía de Porfirio Díaz, en una conferencia incluí el análisis de las imágenes de este personaje para comprender cómo fue construyéndose paulatinamente, a lo largo de su gobierno, su poderosa imagen pública.

       Nuevamente, estas referencias anecdóticas vienen a cuento sólo porque permiten reflexionar sobre la importancia de la Universidad pública, tan maltratada en los últimos tiempos y tan necesaria en países como el nuestro, que deben cambiar sus pobres patrones culturales por otros más ambiciosos. Considero que sólo la Universidad puede ofrecer desinteresadamente la oportunidad de que jóvenes con voluntad y deseos de aprender puedan satisfacer sus deseos de conocimiento, acercándolos a profesores-investigadores como el maestro Manrique, para que los apoyen en esta tarea. La obligación de la Universidad pública, en todo caso, es cuidar que los niveles académicos no desciendan, vigilar que su planta docente sea valiosa; que no todos los que la integren pueden ser como nuestro homenajeado, pues resulta prácticamente imposible: no existen muchos como él. Pero la institución sí puede   -la solución está en manos de las autoridades y los funcionarios- y tiene que cerrar sus puertas a los improvisados, a los irresponsables y a los oportunistas.

       El doctor Edmundo O'Gorman, de quien el maestro Manrique fue discípulo distinguido -y de seguro lo sigue siendo pues, no obstante los cambios, siempre llevamos nuestra historia a cuestas-, recibió a lo largo de su vida numerosos premios y distinciones. Al aceptarlos, don Edmundo tuvo que tomar la palabra reiteradamente. Además de hablar de los "fantasmas de la historiografía", o del "amor del historiador a su patria", o bien de insistir en que de nada sirve regañar a los muertos, sino que más bien se les debe comprender, o repetir su certeza de que a través del conocimiento histórico es como se puede lograr una vida plena, el tema reiterado en los discursos de don Edmundo fue el de la gratitud. Hacia aquellos que le otorgaban la distinción, desde luego, pero también gratitud a sus maestros y a sus discípulos, y sobre todo a la Universidad, ésta, la Universidad Nacional Autónoma de México, la nuestra.

      En el discurso "Fantasmas en la narrativa historiográfica", pronunciado al recibir el doctorado Honoris causa en Humanidades de la Universidad Iberoamericana, el 4 de octubre de 1994, el doctor O'Gorman incluyó el siguiente epígrafe: "Más odiosa es la ingratitud que cualquiera otra mácula de los vicios que suelen enseñorearse de la fragilidad del alma."




   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO