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rastros

Un maestro desterrado: Pedro Henríquez Ureña

Arnulfo Herrera*
arnulfoh@servidor.unam.mx

Alcione. Hija de Eolo. Fingen los poetas que en este medio tiempo que saca sus huevos [el alción] el dios Eolo hace esta gracia a su hija, teniendo encerrados todos los vientos porque no turben ni alteren el mar

Sebastián de Covarrubias Horozco, Tesoro de la lengua castellana o española,
Madrid, 1611.



n el “Segundo ciento” de las Burlas veras, fechado en abril de 1956, Alfonso Reyes hacía la remembranza de los personajes que habían actuado a lo largo de su vida como centinelas interiores, como resguardos de su conciencia ante las desviaciones que suele imponernos el mundo. En aquel entonces invocó la autoridad de todos ellos y, como habrían señalado los psicoanalistas entonces en boga, especificó el lugar que cada uno tenía en su estructura superyoica:

Cuando temo haberme documentado imperfectamente y con demasiada ligereza, se me aparece como un reproche la cara de don Ramón Menéndez Pidal, mi inolvidable maestro. Cuando no logro expresarme con diafanidad y precisión, creo ver el rostro de Pedro Henríquez Ureña, que me reconviene. Cuando me pongo algo pedante, se me aparece como en protesta ese gran maestro de sencillez que fue Enrique Díez-Canedo. Cuando deseo más sensibilidad y gracia ¿a quién invocar sino a “Azorín”? Cuando me pongo algo “cursi”, aparece Jorge Luis Borges y me lo reprocha en silencio. ¡Cuánto les debo a todos! (1)

           No es difícil creer que, introyectados en su personalidad, ellos fueran los supervisores de las cualidades que caracterizaron la obra de don Alfonso; lo realmente extraordinario es que a los sesenta y siete años de edad tuviera una conciencia tan clara de los “donadores” que marcaron su vida y que, en pleno ejercicio del reconocimiento que había ganado con su obra, Reyes mantuviera hacia ellos la constancia de su corazón agradecido.

Dos de los rasgos más elogiados en la pulcrísima escritura del regiomontano fueron precisamente la diafanidad y la precisión, algo que según esta remembranza le debía al dominicano Pedro Henríquez Ureña. Por la amplísima correspondencia que hubo entre ambos, hoy sabemos que esto es verídico y que sólo fue posible gracias a la alta estimación del uno hacia el otro y la certeza de que todo cuanto hicieran caía en un terreno fértil y con el tiempo adquiriría un valor trascendente. Otro punto admirable es que habiendo comenzado la relación de los dos escritores desde su juventud, ya desde entonces pudieran aquilatar el valor de sus personalidades. El tiempo no haría otra cosa que darles la razón.
           Tampoco fue una relación sencilla, como no lo es ninguna relación humana y menos ésta, habida cuenta de la personalidad del dominicano y de las circunstancias por las que debieron pasar los dos en las distintas épocas de su vida; especialmente Reyes luego del vuelco de fortuna que le produjo la caída del general Porfirio Díaz y de la trágica muerte de su padre en la “Decena trágica” de febrero de 1913.
           Desde la primera carta conocida, que data del 15 de septiembre de 1907, podemos sentir la fuerza de Henríquez Ureña para mantener en Reyes la tensión intelectual. El círculo reunido en torno de estos dos amigos fue verdaderamente extraordinario por sus intereses culturales. Antonio Caso, Jesús T. Acevedo, Ricardo Gómez Robelo, Rubén Valenti, Julio Torri; y luego, en otra órbita, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Alfonso Cravioto, Eduardo Colín, Carlos González Peña, Mariano Silva y Aceves; y de manera menos frecuente Roberto Argüelles Bringas, Luis Castillo Ledón, Isidro Fabela, Nemesio García Naranjo, Rafael López, Manuel de la Parra, Genaro Fernández MacGregor. Muchas veces, cuando se dice que el grupo de los “contemporáneos” fundó la cultura mexicana del siglo xx, se olvidan de mencionar que, al menos dos generaciones precedentes, son las verdaderas fundadoras del México pos-revolucionario. La generación de Alfonso Reyes pudo no haber tenido una revista como Contemporáneos o Ulises, pero inició sus actividades con la Sociedad de Conferencias y, con la reapertura de la Universidad Nacional encabezada por Justo Sierra, puso las bases de las instituciones que darían origen a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, principalmente la Escuela de Altos Estudios.


           El 11 de mayo de 1946 sucedió algo que parecía lógico y, sin embargo, no deja de ser injusto desde la perspectiva histórica: víctima de un ataque cardíaco, moría Pedro Henríquez Ureña en el tren que lo llevaba a La Plata. José Luis Martínez evoca una imagen muy triste de la difícil vida que llevaba este hombre a sus casi sesenta y dos años. Debido a una ley argentina que prohibía a los extranjeros la titularidad en las cátedras, Henríquez Ureña sólo pudo ser profesor suplente en la Universidad de La Plata. Desde que llegó a Sudamérica en 1924, impartió clases en secundaria y se vio obligado a conservarlas por el resto de su vida para completar la manutención de su familia. Pese a las numerosas asignaturas y a los penosos deberes que se desprenden de la actividad docente (revisión de tareas, controles de lectura, evaluaciones periódicas, preparación de temas…), mantuvo una febril actividad intelectual: investigaciones sobre los más variados temas de literatura, historia, filología, lingüística, folklore; brillantes ensayos, conferencias, periodismo, nutrida correspondencia, eventos sociales, su cuidadoso trabajo en la editorial Losada. Sumada a todo esto la terrible incomodidad de viajar obligadamente varias veces a la semana desde La Plata a Buenos Aires para cumplir con sus clases de secundaria, nos hacen comprensible su trágica muerte: “el trabajar cansa”, diríamos parodiando con humor negro el inevitable tópico de Cesare Pavesse. Pero lo que no podemos aceptar es que un hombre de esta enorme estatura intelectual, de esta gran calidad humana, haya muerto lejos, no ya de su país, en el que explicablemente no pudo permanecer entre 1931 y 1933 debido a la naciente dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, sino de México, cuya intelectualidad necesitaba tanto de su rigurosa guía: que siguiera siendo el Alción de este brillante grupo de estrellas que formaron las bases de nuestra cultura en el siglo XX. (2) ¿No es, por lo menos, deplorable que, habiendo sido un personaje tan importante, lo alcanzara la muerte cuando la vida aún no lo recompensaba, aunque sea ofreciéndole una forma más tranquila de obtener su elemental sustento de cada día? ¿A quién culpar de esta muerte apresurada por la injusticia? ¿A Argentina o a México? Ernesto Sábato dijo una frase epigramática que revela un remordimiento tan enorme que nos alcanza también a nosotros los mexicanos: “Maravilloso hombre que fue tratado tan mal en este país como si hubiera sido argentino”.

José Luis Martínez, quien recuerda las palabras de Sábato, sólo dice que, con motivo de diversos “conflictos en la Universidad Nacional”, debió salir de México luego de que perdiera sus puestos como director de la Escuela para Extranjeros y Jefe del Departamento de Intercambio Académico y trabajara una breve temporada como director de Educación en el estado de Puebla. Pero no agrega ningún otro dato que nos permita entender los motivos precisos que obligaron a Pedro Henríquez Ureña a dejar el país. En realidad no se necesita mucha imaginación para reconstruir los hechos de aquellos primeros y turbulentos años veintes. Aun cuando ya había transcurrido la etapa armada de la Revolución, faltaba recorrer una dilatada fase de asentamiento entre los diversos bloques de poder que se acomodaban en su sitio, o se afanaban por acomodarse en el que creían que era su sitio. Los codazos, empujones y patadas bajo la mesa –necesarios para conseguir el equilibrio– se concretaban en el crudo realismo de los pronunciamientos, las rebeliones que no prosperaban del todo, los bandazos más insólitos, las traiciones menos esperadas, los asesinatos siempre lamentables, las amenazas y, especialmente, el clima de angustia para los seres inermes a quienes la suerte había colocado inexorablemente en una facción, y cuya naturaleza les permitía sólo comprender las modestas parcelas de su trabajo pero no descifrar los altos designios que les deparaba la política.

           Henríquez Ureña, en su calidad de extranjero y de hombre poco malicioso para prever que en el terreno político la apatía puede ser tan peligrosa como el radicalismo de facción, no se percató de que los acontecimientos lo llevarían muy pronto hasta el bando de los enemigos. No cometió ningún error, simplemente decidió, a los treinta y nueve años de edad, contraer matrimonio con Isabel, la hermana de Vicente Lombardo Toledano. Este político, reconocido y cuestionado intelectual de izquierda, primero secuaz de Morones y luego dirigente de la central obrera durante el régimen de Cárdenas, se habría de enfrentar al ministro de Educación, José Vasconcelos, el mismo que había traído de regreso a México a Henríquez Ureña, apenas dos años antes. En aquel momento, ni Morones ni Lombardo estaban a la altura de Vasconcelos, pero eran piezas claves del callismo y actuaban a la sombra del presidente Obregón. El propio Vasconcelos, en El Desastre, con esa enorme capacidad literaria que tuvo para rehacer la historia de los acontecimientos en favor de su imagen, nos da una versión de los hechos que conviene recordar aquí. Como sabemos, cuando se hubo aprobado el proyecto de formar un ministerio de Educación que estaría a cargo de Vasconcelos, la rectoría de la Universidad quedó en manos de Antonio Caso quien

ni daba órdenes ni nunca las había dado, y eso era lo grave. Su posición de rector la servía muy decorosamente; más aún: ceremoniosamente. Nadie como él para decir un discurso académico y para presidir un cónclave literario; pero sus capacidades administrativas eran nulas y no se dejaba ayudar. Rodeado de pequeños aduladores que le incitaban a los celos conmigo, lentamente nuestras relaciones amistosas se fueron agriando. Para no romper con él me había retirado de la Dirección de la Preparatoria, y de común acuerdo habíamos designado director a un favorecido de Caso: el señor Lombardo Toledano. Tiene Caso la debilidad de los parientes. A Lombardo lo recomendó porque un hermano de Caso había contraído matrimonio con una de las hermanas de Lombardo. Otra hermana de Lombardo estaba para casarse con Pedro Henríquez Ureña, que tenía también influencia en el Ministerio. Creí, pues, que el ingreso de Lombardo a la Dirección de la Preparatoria conciliaría intereses, me uniría de nuevo con mis colaboradores de primera categoría: Caso y Henríquez Ureña.


           Es necesario explicar varios sucesos que nos permitan admitir con cautela la versión de Vasconcelos. El ministro de Educación era, como sabemos, un hombre arbitrario. Y lo prueba el hecho de que estando vacante la dirección de la Preparatoria, él mismo se haya propuesto dirigirla sin tomar en cuenta la opinión del rector Antonio Caso y aprovechando su autoridad como ministro de Educación. Era éste un momento en el que, como dice Vasconcelos, “la farsa callista de la autonomía universitaria” no se había concretado y era el secretario de Educación quien nombraba al rector y a los funcionarios más importantes. También es verdad, pues lo dice el propio Vasconcelos, que todas esas decisiones que debían pasar por los consejos, las asambleas y demás mecanismos de la democracia académica le aburrían sobremanera. Él terminaba haciendo lo que tenía pensado y acudía a estos organismos de vez en cuando para llenar las formas.
           Así, podemos comprender que Caso se incomodara. Uno de sus directores era nada menos que el ministro de Educación a quien él no podía dar órdenes. “Deme sus órdenes –le decía Vasconcelos con el riguroso tratamiento de ‘usted’ que nunca dejaron–, que yo las obedeceré como director, no como ministro”. Era absurda la postura del Ministro. Lejos de resolver algo, la medida de Vasconcelos al hacerse director de la Preparatoria descompuso más la maltrecha armonía de las partes que conformaban el sector educativo en el régimen obregonista. Por fin, se acordó nombrar a Lombardo. Éste tuvo que renunciar a un pequeño puesto en el gobierno del Distrito Federal. Para “compensarlo” –narra otra vez Vasconcelos– “lo autorizamos para que habitara con su familia un departamento interior del edificio de la Preparatoria”.

Lo primero que hizo Lombardo fue resucitar unas circulares giradas en la época de mi gestión como rector, en las que se recomendaba a los estudiantes el acercamiento a los obreros, la unión de estudiantes y obreros un poco a la rusa. De las cosas buenas del sovietismo fui el primer imitador mexicano. Pero Lombardo no recogió el antecedente de su propio jefe; se presentó como iniciador de la acción universitaria entre los obreros. Y empezaron en la Preparatoria las juntas políticas y los discursos radicaloides. Lombardo procedía de un seminario poblano; su educación había sido católica y había sido, además, un buen auxiliar de la administración de Victoriano Huerta cuando la militarización de la Preparatoria. Su nuevo celo lo atribuíamos al deseo de borrar su pasado. Pero la Preparatoria comenzó a convertirse en centro de agitaciones, dirigida desde la crom, en donde Lombardo hacía méritos.

El resultado en poco tiempo, como era de esperarse, fue atroz. En uno de los paros estudiantiles, varios jóvenes descontentos con la intervención directa de Vasconcelos en la Preparatoria, estuvieron a punto de lincharlo. Su rotunda negativa a la discusión topó con la muralla de aquellos estudiantes alborotados que, sin saberlo, eran parte de la lucha por el poder entre Calles y De la Huerta. Pero también eran parte de una pugna por democratizar las estructuras universitarias –y esto no lo entendía Vasconcelos porque estaban de por medio las propuestas de un socialismo sarampionoso que al cabo redirigiría magistralmente Cárdenas para alejar la sombra de Calles. Lo importante para nosotros es que, en esta tormenta política, quedaron en medio Henríquez Ureña y los hermanos Caso. El cese de Lombardo como director y de Alfonso Caso como profesor, conllevó la renuncia de Antonio Caso como rector de la Universidad. Sin embargo, no es ésta la cara de la moneda que nos interesa sino la decisión familiar que obligaba a Henríquez Ureña a seguirlo; ¿podríamos entender entonces la incómoda postura del intelectual dominicano?
           Permaneció en sus puestos aunque sería por muy poco tiempo. Vasconcelos narra con una evidente inclinación hacia su propia causa los hechos que vinieron después.

Pues mis relaciones con Henríquez Ureña también se habían enturbiado. Por deseos suyos lo llevé a la excursión diplomática de la América del Sur. Este viaje le sirvió para entablar relaciones con las universidades argentinas. Proyectaba desde entonces establecerse en Sudamérica, porque los periódicos de la capital de México lo molestaban bajamente; le criticaban su nacionalidad dominicana, su tipo amulatado, su carácter atrabiliario, nervioso. Aunque su capacidad nunca se la pudieron negar.

           Y varias veces le había dicho:

          –No hagas caso de lo que diga esa gentuza de los diarios; todos ellos fueron huertistas; después, carrancistas; están siempre con todo lo más puerco, si se trata de gobiernos de fuerza; necesitan del látigo. En cambio, atacaron a Madero y nos atacan a nosotros porque no nos ocupamos de ellos.
           –Pero en el ánimo de Pedro había algo más que susceptibilidad por los ataques de prensa. Me lo descubrió él mismo; le molestaban mis éxitos. Acababa de salir una edición madrileña de un viejo libro mío que no me importaba: los Estudios indostánicos; por su parte, Blanco Fombona, también de Madrid, me había pedido autorización para una edición española del Prometeo vencedor y otros ensayos. Comentando estas ediciones, Pedro me dijo:
           –¿Y tú crees que te publican todo eso porque eres escritor...? Te lo publican porque eres ministro.

           Respondí:

            –Quizás tengas razón, Pedro; no me interesa ser o no escritor; en resumen en lo mundano, lo único que me interesa es ganar el pan de mis hijos, y eso puedo hacerlo porque sé trabajar.
           –Bueno, bueno; pero no te creas que eres escritor; no sabes escribir; son muy malos tus libros...

           Y al rato:

            –También esto del Ministerio, no creas que lo estás haciendo bien; eres muy arbitrario...
           –Yo comprendo que quizás les resulte a ustedes, a Caso, a ti, un poco molesto. ¡Un compañero que de pronto les resulta jefe, y lo que es peor, jefe de la intelectualidad del país! Pero ¿qué quieres?, alguno había de ser; y ¿acaso no es mejor que el puesto directivo lo tenga un amigo de ustedes, y no un enemigo? En el caso particular tuyo, debo reconocer que tengo sobre ti una ventaja en este medio; la ventaja es que soy del país. ¿Por qué no te haces tú mexicano? Y si no quieres hacerte mexicano porque tu país es pequeño y no te resuelves a dejarlo, entonces renuncia a toda ambición política; dedícate a la literatura. Si tienes ambición política, vete a tu país y allí serás en seguida ministro, lo mismo que yo.

           Sabemos que esa acusación de aprovechar la gira para contactarse con las universidades argentinas es absurda, pero acabó por descomponer la maltrecha amistad que había entre Vasconcelos y Henríquez Ureña. Otra arbitrariedad vasconceliana, un incidente sin importancia (Vasconcelos mandó encerrar en el barco de la delegación mexicana a un deportista que pretendía exhibir el típico traje de charro en un desfile protocolario que se celebraría en Río de Janeiro) provocó una airada protesta del dominicano. Sigamos la narración de Vasconcelos:

            –Arréstelo –le dije– esta noche, cuando se presente a dormir, y téngalo preso los días de las ceremonias con desfiles.
              Así se hizo, con gran enojo de Pedro, que llegó a las dos de la mañana a mi hotel, se metió adonde dormía yo, forzando antes el sueño de Julio Torri, que ocupaba la habitación contigua. Y paseándose por el cuarto, me amenazó, me vilependió...
           ...Lo dejé desahogarse sin decir palabra; luego, así que hizo una pausa, rogué:
            –Mira, Pedro: tú mañana te puedes levantar a cualquier hora; pero yo tengo que estar ya de frac y desayunado, a las diez; así es que te suplico que me dejes dormir.
            Y dando media vuelta en la cama, volví la almohada. Julio Torri, que había presenciado toda la escena, sacó a Pedro de la alcoba; luego regresó y me dijo:
            –Admiro tu paciencia, Pepe. (3)



           Nosotros sabemos que Vasconcelos ha deformado la escena aprovechando la incapacidad de que hizo gala unas páginas antes para la vida social. Se dormía temprano y también se levantaba muy temprano. Pero no le era imposible desvelarse como él presume. Sabemos, por sus propias notas, del amor platónico con una actriz y de las dilatadísimas charlas cortadas por el amanecer. Muchos años después, de manera indirecta, al hacer una evocación de la generosidad con que Henríquez Ureña corregía los textos de quienes buscaban su consejo, Julio Torri desmintió el relato vasconceliano que lo implicaba como testigo:

Era de una bondad inagotable. Éste me parece uno de sus rasgos característicos. A menudo ocurrían sus amigos a leerle manuscritos y a consultarle aun en horas que todos dedicamos al sueño. Medio dormido, vencido por el cansancio, pero siempre benévolo y cordial, aprobaba o hacía objeciones, entre ronquidos. Si el desconsiderado amenazaba con irse y volver al siguiente día, Pedro aclaraba, siempre con los párpados cerrados y entre dos sueños: –Sigue leyendo, no estoy dormido. (4)

           Había intereses aún más mezquinos que urgían a Pedro Henríquez Ureña para salir de México. Una pugna entre el grupo de Torres Bodet y el que comandaba el poeta nicaragüense Salomón de la Selva a quien apoyaba el dominicano. La hostilidad del joven secretario de Vasconcelos no era un elemento despreciable y debió contribuir también para que, a mediados de 1924, con una hija mexicana recién nacida, Henríquez Ureña dejara México para siempre.
           Terminado el periodo de Lázaro Cárdenas, su cuñado Vicente Lombardo Toledano sería enfriado lentamente. En la central obrera lo relevarían Fernando Amilpa y Fidel Velázquez. Su partido político, al igual que su reputación personal, sufrirían descalabro tras descalabro en el régimen de Ávila Camacho. De nada le valieron los patéticos intentos de reconciliación que intentó desde la época de Miguel Alemán. Su estrella permaneció encendida débilmente hasta los tiempos de Díaz Ordaz. Al parecer, nunca pudo hacer nada por Henríquez Ureña, ni siquiera desagraviarlo de las maledicencias de Vasconcelos.



* Arnulfo Herrera es investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autor del libro Tiempo y muerte en la poesía de Luis de Sandoval Zapata. (La tradición literaria española).
1. Alfonso Reyes. “158. Rostros aleccionadores” (abril de 1956). Las burlas veras (Segundo ciento). México, Tezontle, 1959. Pág. 120.

2. “Días Alcioneos”. Así le llamó la crítica al primer período de Henríquez Ureña en México, situado entre los años 1906 y 1914, y que cubre la correspondencia con Alfonso Reyes, editada por José Luis Martínez en el Fondo de Cultura Económica.
3. Todas las citas provienen de “El Desastre”. Memorias, vol. ii. México, FCE, 1984. Págs. 142-146.
4. Julio Torri. “Recuerdos de Pedro Henríquez Ureña”, Tres libros. México, FCE, 1964. P. 170.


Inserción en Imágenes: 10.06.09
Foto de portal: Pedro Henríquez Urena y José Vasconcelos.
 



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO