Los sueños de Octavio y de Virgilio
Arnulfo Herrera*
arnulfoh@servidor.unam.mx
i es verdad que el poeta más celebrado de toda la
historia pidió que quemaran la imperfecta epopeya
que le ocupó los últimos once años de
su vida (del año 29 al 19 antes de nuestra era), también
es verdad que, aun cuando le faltó tiempo para pulir
su trabajo, dejó en la Eneida muestras palpables
de un enorme virtuosismo técnico y una pasmosa erudición
que han impactado favorablemente a los lectores de todas
las épocas. La fama, ese veloz monstruo alado devorador
de las honras que expone a los hombres a la fragilidad y
a la envidia, inició su exitosa carrera desde el momento
mismo en que el propio Virgilio presentó algunos fragmentos
en una lectura pública. No en balde Propercio aclamó el
poema y enfáticamente lo declaró superior a
la Ilíada (2, 34, 65 ss.). Octavio César
Augusto, quien al parecer nunca se resintió por los
dilatados aplausos que el pueblo de Roma le llegó a
tributar al poeta y que opacaron con mucho la presencia del
Emperador, ordenó a Vario, uno de los dos herederos
literarios del Mantuano, que editara el texto. Fue una labor
titánica por la gran cantidad de historias, versos
y estrofas incompletos que hubo necesidad de restañar
o cubrir.
En medio de la abrumadora fortuna crítica que los siglos
han consagrado a este monumento “aere perennius…”,
es posible contemplar aisladamente una riquísima tradición
literaria en torno a los diversos géneros de sueños
que se presentan en el poema, todo un katalhipnon. Porque
el enorme texto épico que le regaló Virgilio a su
patria está tejido en sus puntos neurálgicos con
la delicada materia que el dios Hipnos moldea en todas sus prendas.
Recordemos el sueño de la bellísima reina cartaginesa
Dido, a quien su propio esposo asesinado y todavía insepulto
le hizo saber desde su ignorado paradero la identidad del victimario,
le indicó las señas de un gran tesoro y la instó a
huir del peligro en que se encontraba viviendo su inconsolable
viudez junto al criminal:
Hasta que a Dido en sueño apareciendo
La imagen del marido aún no enterrado,
El rostro en fea amarillez trayendo,
Con visaje espantable demudado,
Del traspasado pecho el cuento horrendo
Ante el cruel altar el hierro dado,
Y aquella historia mísera y funesta
Le hizo de secreta manifiesta.
Tras esto en huida acelerada
Le amonestó que su ciudad dejase
Y la moneda, que él tenía enterrada
Ya mucho tiempo había, desenterrase
(una gran suma hasta allí ignorada
De plata y oro) con que se ayudase
En su camino. Dido, persuadida,
Apercibe criados y huida. |
También
es importante recordar el sueño distractor con que Venus sustrajo
del mundo concreto a su nieto Ascanio, para permitir que Cupido ocupara
el lugar del niño y encajara en Elisa los arpones fatídicos
que engendrarían en ella un irresistible sentimiento amoroso
hacia Eneas; en la traducción prosificada de Eugenio de Ochoa
y Francisco Montes de Oca, el poeta describió con estas palabras
el sueño:
Venus, por su parte, difunde
un apacible sopor en los miembros de Ascanio, y estrechándolo
contra su regazo, lo transporta hasta los frondosos bosques
de Idalia, donde la tierna mejorana le envuelve con sus
flores olorosas y su dulce sombra. |
Un
lugar especial tendrían los sueños proféticos,
sobre todo los que se refieren al brillante futuro del pueblo que habría
de fundar Eneas. En estos sueños, el héroe escucharía
los enunciados que marcaban el fin de sus penas y el glorioso destino
del pueblo que habría de fundar en las tierras italianas:
Era la noche, y el sueño embargaba
en la tierra a todas las criaturas, cuando se me aparecieron
en sueños, iluminadas por la clara luz de la luna
llena, que penetraba por mis ventanas, las sagradas efigies
de los dioses y los penates frigios que traje conmigo
de Troya… Entonces me pareció que me hablaban
así… “Lo que Apolo te diría
si fueses a Ortigia a consultarle te lo va a vaticinar
aquí y para eso nos envía a tus umbrales… Hay
una gran región —los griegos le dan por
nombre Hesperia—, tierra antigua, poderosa en armas
y rica en frutos, poblada en otro tiempo por los enotrios;
ahora es fama que sus descendientes la llaman Italia,
del nombre de su caudillo. Allí tenemos nuestras
moradas propias, de allí proceden Dárdano
y nuestro ascendiente Casio, de quien desciende el linaje
troyano. Levántate, pues, y ve jubiloso a contar
estas cosas certísimas a tu anciano padre…” |
Es
admirable en esta parte la conciencia que tenía Virgilio sobre
las aportaciones de Roma al mundo. El destacado lugar del pueblo latino
no estaba en las artes ni se había conseguido en…, su
misión divina era la de gobernar al mundo y darle leyes para
mantenerlo ordenado.
O el sueño de advertencia desde el cual Mercurio le habló a
Eneas para prevenirlo de las fluctuaciones malignas que revolvía
el corazón de la despechada Elisa contra los teucros:
durmiendo estaba Eneas en su alta nave,
cuando vio la imagen del mismo numen que ya antes se
le había aparecido; imagen en un todo semejante
a Mercurio, por la voz, por el color, por su rubio cabello
y juvenil belleza, y de nuevo se le figuró que
le hablaba así: “¿Y puedes dormir
en este trance, hijo de una diosa? ¿No ves los
peligros que para lo futuro te rodean? Insensato, ¿no
oyes el soplo de los céfiros bonancibles? Resuelta
a morir, Dido revuelve en su mente engaños y maldades
terribles, y fluctúa en un mar de iras. ¿No
precipitas la fuga mientras puedes hacerlo? Pronto verás
la mar cubrirse de naves y brillar amenazadoras teas;
pronto verás hervir en llamas toda la ribera si
te coge la Aurora detenido en estas tierras. ¡Ea,
ve! ¡No más dilación! La mujer es
siempre voluble.” Dicho esto, se confundió con
las sombras de la noche. |
O el
falso sueño que, siguiendo el mandato de Juno, relató la
diosa Iris, hábil en ardides, transformada en Béroe, la
anciana esposa de Doriclo de Ísamo, para incitar a las mujeres
troyanas a que permanecieran en las hospitalarias tierras de Acestes y
quemando las naves evitaran los sufrimientos de una pesada errancia por
los mares infinitos:
Esta noche se me ha aparecido en sueños
la profetisa Casandra, dándome unas teas encendidas
y diciéndome: “Buscad aquí a Troya;
aquí está vuestra morada. Ea, no haya tardanza
después de tantos prodigios. Aquí tenemos
cuatro altares de Neptuno; el mismo Dios nos suministra
las antorchas y el aliento”. Esto diciendo, ase
con ímpetu la primera el enemigo fuego, lo blande
en la alzada diestra, haciéndole chispear en los
aires y lo arroja a las naves… ebrias de furor,
prorrumpen en unánimes clamores y arrebatan el
sagrado fuego destinado a los sacrificios. Algunas despojan
los altares y lanzan juntamente a la lumbre hojas, ramas
y teas. Cual desbocado corcel, hierve el incendio por
el centro de las naves y devora los bancos, los remos
y las pintadas popas de abeto. |
O el
invencible sueño que el mismísimo Hipnos, mentido en la
figura de Forbante, le indujo a quien sería por los siglos de los
siglos el paradigma de los pilotos y los conductores de vehículos,
Palinuro, sacudiéndole en las sienes un ramo empapado en las aguas
de Leteo, emanadas de la infernal laguna Estigia, que al instante le produjo
en los ojos un incontrastable sopor con la intención de obligarlo
a perder el rumbo favorable que llevaban los troyanos:
[Palinuro] álsaze con toda su
fuerza y no soltaba ni un momento el timón ni
apartaba los ojos de los astros, cuando he aquí que
el dios le sacude sobre una y otra sien un ramo empapado
en las aguas del Leteo y en el que había infundido
la laguna Estigia invencible sopor, con lo que, a pesar
de sus esfuerzos, le inunda de sueño los ojos. |
Hasta, claro,
el supremo recurso literario del ambiguo sueño en que retornarían
la Sibila y el héroe Eneas de aquel descenso a los infiernos que sólo
fue permitido a unos cuantos mortales: Sunt geminae Somni portae, quarum
altera fertur, (1)
etcétera, que en la traducción toledana
que hiciera Gregorio Hernández de Velasco en 1555 dice así:
Dos puertas tiene el Sueño,
de las cuales
Una diz que es de cuerno y por ésta
Vuelan ligeramente los fantasmas
Y ensueños verdaderos; la segunda
Es de blanco marfil que con perfecta
Y artificiosa fábrica reluce,
Por donde el hondo reino al mundo envía
Las apariencias y fantasmas falsos.
Después que así hubo Anquises razonado
Con la Sibila y con su caro hijo,
Envíalos juntos por la ebúrnea puerta.
Vase para sus naos derecho Eneas
Y torna a ver sus caros compañeros.
Parte de allí y navega costa a costa
Hasta arribar al puerto de Cayeta.
Echan las corvas áncoras a tierra
Y péganse las popas a la orilla. |
De
la misma forma como regresaría Odiseo a su anhelada Ítaca
en el barco de los feacios, narcotizado por el vino y el apacible
sueño que le infundiera Atenea, relajado por el cansancio
y, en manos de los expertos navegantes, ajeno a la responsabilidad
de todas las dificultades correlativas al retorno, así volvió Eneas “por
la puerta de marfil” desde la cual, dicen los versos, “tomó el
camino recto hacia su escuadra”, omitiendo las vicisitudes
que enfrentó en el viaje de ida, para encontrarse con
sus hombres que lo aguardaban deseosos de soltar las amarras
de sus bajeles para cumplimentar el destino que les reservaban
los dioses.
La ambigüedad de este pasaje que transporta al héroe en
un abreviado itinerario tiene implicaciones técnicas muy importantes
para la interpretación de la Eneida. Porque delinea
el pórtico de entrada hacia la segunda parte del poema, aquella
que tradicionalmente se equipara a la Ilíada homérica,
y sugiere que todos los acontecimientos de la historia de Roma en los
que se fundó su proyectada grandeza fueron producto del sueño.
Y más aún, producto de los sueños vanos, porque
de las dos puertas, Anquises portaque emittit eburna, es decir,
la puerta “de blanco y nítido marfil, primorosamente labrada,
pero por la cual envían los manes a la tierra las imágenes
falsas”, o, para mayor claridad: altera candenti perfecta
nitens elephanto, / sed falsa ad caelum mittunt insomnia Manes. ¿Qué misterio
se encuentra debajo de esta afirmación? ¿Acaso una ironía
de inmensa magnitud que no alcanzó a trabajar Virgilio y por
eso, seguramente entre otras cosas, pidió que quemaran su obra?
Si esto tuviese el más ligero viso de factibilidad, ya lo habrían
señalado los más de dos mil años de crítica
virgiliana, aunque sea para engrandecer la veneración de que
ha sido objeto el artista latino. Lo cierto es que el recurso de plantear
la realidad en una suerte de limbo incrustado entre el sueño
y la vigilia tuvo hondas repercusiones literarias. Alcanzó, para
mencionar un solo ejemplo, el modesto homenaje de Cervantes en el quijotesco
episodio de la cueva de Montesinos.
Después de cruzar el horror de las cavernas infernales para llegar
hasta la luminosa región de los Campos Elíseos, donde
moran las almas de los seres bienaventurados, Eneas y la anciana Sibila
de Cumas habían llegado hasta la residencia definitiva de Anquises.
Por consejo de Mercurio, el mensajero de Júpiter, el piadoso
Eneas había bajado hasta la morada de Plutón con el salvoconducto
de la rama dorada, regalo para Proserpina, y la consigna de averiguar
el futuro que los hados reservaban al perseguido contingente que logró escapar
de las llamas con que los aqueos borraron del orbe la amurallada ciudad
de Troya. Ahí, el otrora favorito de la diosa Venus, concedió a
su hijo la gracia de contemplar la futura grandeza del pueblo que, no
sin trabajos, fundaría en la tierra prometida de las Hespérides:
nada menos que el vastísimo imperio romano, dominador de pueblos
y civilizador del mundo.
Así van recorriendo sucesivamente
el espacio de los dilatados campos aéreos y examinándolo
todo. Luego que Anquises hubo conducido a su hijo por
todos aquellos sitios e inflamado su ánimo con
el deseo de su futura gloria, le cuenta las guerras que
está destinado a sustentar, le da a conocer los
pueblos de Laurento y la ciudad de Latino y de qué modo
podrá evitar y resistir los trabajos que le aguardan. |
Una vez revelado el brillante futuro, que sería el glorioso
presente de Virgilio y César Augusto, justificados ante
la justicia divina el mito y la historia, para no agregar más
episodios innecesarios a la trama, el poeta supuso que Anquises
habría preferido regresarlos por el camino corto que
el Sueño tenía previsto para abandonar los infernales
sótanos que constituyen los oscuros dominios de Plutón.
Todavía fue necesario conciliar la vieja leyenda de Rómulo
y Remo, los míticos fundadores de la Ciudad de las Siete Colinas,
alimentados por la leche materna de una loba, con el arribo de los troyanos
sobrevivientes que, entre sus blasones, portaban en sus venas la sangre
de la diosa Venus, quien por culpa de la resentida Discordia se volvió contraria
a Minerva y Juno, protectoras de las principales naciones griegas. La
unión de Eneas con Lavinia, la hija de Latino, la muerte de Turno,
el rival indígena del advenedizo líder troyano, son los
principales elementos con que se unieron las dos tradiciones míticas.
La estación que hiciera en Cartago el contingente teucro, luego
de la tormenta desatada por Eolo y apaciguada por Neptuno, justificaría
la antonomástica frase de Cicerón Delendam esse Carthaginem (Delenda
est Carthago) que estaba inserta en los temores colectivos de un
pueblo asustadizo hasta de las amenazas ratoniles. Como los estadounidenses
de nuestra época que sufren de pánico ante las resorteras
de los agraviados musulmanes y con actos irracionales matan las moscas
a cañonazos, así los romanos de aquel siglo áureo
decretaron la desaparición de una ciudad que prosperaba ante
su recelo y con ello dejaron suelto uno de los más notables remordimientos
históricos de que tengamos memoria.
Si bien toda esta formulación de la historia representa un prodigio
técnico que no soñó jamás otro poeta anterior
a Virgilio, ni otro gobernante en los mundos antiguo y moderno, lo encomiable
es la capacidad del Mantuano para sintetizar más de mil años
de literatura que lo precedieron. No en balde la leyenda de su fama
es tal que no tiene parangón en ninguna época y en ninguna
cultura. La veneración de toda la Edad Media y el Renacimiento
europeos es apenas el tributo obligado que los amantes de las artes
le debieron a su genio. En contraste, la reserva de nuestra época
no se debe a una mejor valoración de las virtudes virgilianas,
sino a los dos tipos de ignorancia que nos aquejan: la ignorancia de
las inmensas masas que están marginadas de la cultura clásica
y la ignorancia deliberada de quienes prefieren evitar el esplendor
de una prosapia literaria que pondría en vergüenza a los
efímeros ídolos modernos. Como dice nuestro refrán “el
que no conoce a Dios, dondequiera se anda hincando” y se aplica
muy bien a este caso: si el que leyó a Virgilio no ha visto todavía
a Dios, estemos seguros de que, por lo menos, sabrá identificar
los sitios donde hay que ponerse de rodillas.
Inserción en Imágenes: 07.09.07.
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