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rastros


Fortificaciones españolas en las Antillas Mayores
y en el Golfo  de México


Carlos Flores Marini*
cf.marini@hotmail.com


La consolidación de los territorios conquistados en América y sus riquezas despertaron en los enemigos de España una acentuada codicia, misma que se acrecentó con las narraciones fantasiosas de los primeros peninsulares . Estos magnificaron sus hallazgos en expectante espera del deseado “Dorado”, idílico territorio cuyas riquezas dejarían satisfechos a los más exigentes conquistadores. Esta codicia se acrecentó aún más debido a las exóticas piezas que, llegadas del Nuevo Mundo, fueron exaltadas por artistas de la época tan conocidos como Alberto Durero.
           El oro empezó a fluir hacia España, y si bien el paraíso buscado nunca apareció, el sustancioso volumen de metales preciosos que las vetas de las minas americanas empezó a aportar, llevó a que esa codicia se tradujera en el vivo deseo de apoderarse de esos productivos veneros. Para la segunda mitad del siglo XVI el asalto a los barcos españoles, y después a las ciudades costeras, propició que la corona española implementara un programa continental de defensa que tenía como principal propósito impedir el robo, al mismo tiempo que otorgar seguridad a sus habitantes; el programa se concentró, en forma esencial, en aquellos puertos tocados por la flota española, tanto a su arribo como a su retorno.

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La enorme extensión de los dominios americanos facilitó el comercio continental y de cabotaje, así como la existencia de varios puertos estratégicos que mantenían contacto con las ciudades del interior del territorio donde se beneficiaba el metal antes de ser transformado en lingotes para su envío a España.
           Lo anterior propició que, inicialmente, la planeación de la defensa se concentrara en aquellos puertos que tocaba la flota española, misma que tenía como destino final Veracruz, con escala en La Habana; también se enfocó en la ruta que conducía a otros puertos como San Juan de Puerto Rico, Cartagena y Portobelo, en Panamá. Todos ellos se localizaban en un área que hoy conocemos como el Gran Caribe (en los documentos de la UNESCO se denomina Wider Caribe) y que comprende los territorios que limitan el Mar Caribe desde la Guayana hasta San Agustín, en Florida, incluido el Golfo de México y las ciudades costeras que bañan sus aguas.
           Para el siglo XVIII varios cientos de fortificaciones, baterías y pequeñas defensas se levantaban en las grandes Antillas y los territorios continentales; las más importantes ciudades se fortificaron: Santo Domingo, San Juan, La Habana, Veracruz, Cartagena y Campeche, aunque hoy sólo las dos últimas conservan gran parte de sus lienzos de muralla. Tanto en Cartagena como en Campeche el crecimiento propio de la ciudad provocó que se demolieran sectores hacia el lado de la tierra firme y hoy su amurallamiento hacia el mar ha perdido contacto con el litoral, al rellenarse el terreno para diferentes propósitos.
           Otros sitios como Santiago de Cuba y Portobelo en Panamá desarrollaron complejos sistemas defensivos al cabo de un siglo de trabajos, aunque ello no impidió que fueran saqueados por piratas y filibusteros. Fortalezas aisladas como San Marcos en Florida o San Fernando en Omoa, Honduras, completaban el collar defensivo del Caribe en el siglo XVIII, en una zona de asalto y batallas permanentes. Existen en el área fortificaciones que obedecieron a otras circunstancias tales como Concepción de la Vega en República Dominicana, La Citadelle en Haití o el fuerte de San Carlos en Perote, México, que también deben figurar en cualquier catálogo de fortificaciones caribeñas.

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           Este gran sistema, si bien poco efectivo en su momento, ha llegado a nuestros días como un ejemplo único de defensa en el mundo; sus restos visibles constituyen una lección en el arte de la construcción militar y de la evolución de ésta a través del tiempo. Ello nos hace herederos de un conjunto de bienes patrimoniales que hoy debemos conservar y restaurar. Ése es el gran reto al que nos enfrentamos actualmente. A semejanza de nuestras construcciones prehispánicas, las grandes fortificaciones del pasado carecen, casi en su totalidad, de un uso práctico; su valor patrimonial y cultural se inscribe en sus características constructivas y de diseño con particularidades de difícil adaptación al mundo contemporáneo. ¿Cómo debemos conservarlas? ¿Como mudos vigilantes de su pasado bélico o como activos interlocutores entre su presente y en dirección al futuro?
           Varias son las causas que nos llevan a buscar integrar nuestro pasado monumental al mundo contemporáneo. A nuestro juicio, entre las más importantes razones se encuentran, independientemente de criterios y tendencias, que para conservar los monumentos es necesario encontrarles un uso. Sin embargo, lo anterior no debe desorientarnos con respecto a lo que entendemos por uso, concepto que, en el campo de la conservación patrimonial adquiere características especiales. De la antigua definición de monumento vivo y monumento muerto, tajante división para señalar su circulación o no dentro del mundo contemporáneo, hemos llegado a entender que por el simple hecho de su presencia y de su permanencia, todo bien patrimonial permanece vivo. Con todo,  la diferencia se hará patente en el uso que hagamos de él.

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           Anteriormente se pensaba que un monumento muerto era aquel que, habiendo pertenecido a antiguas civilizaciones, no había mantenido una vigencia viva y evidente hasta el mundo actual. Los monumentos de las civilizaciones prehispánicas, por ejemplo, se ligaban con el presente en ámbitos propios de la cultura. En la actualidad no podemos tener el mismo criterio con respecto a los monumentos fortificados, expresiones de una civilización anterior. La vigencia de estas fortificaciones no es distinta a la de otros monumentos: han cambiado su significado y el simbolismo que guardan. La evolución de la cultura los ha dotado de otros valores distintos a los que les dieron vida; ahora son portadores de un mensaje por el cual hoy nos es dado entender con profundidad su origen y su razón de ser. Para ello contamos con una perspectiva histórica que nos permite estudiar tanto los usos y costumbres de la época como su evolución estilística. También nos permite definir la forma y el contenido de un probable nuevo uso, activo o pasivo.
           En el caso de las fortificaciones de los dominios hispánicos en el área del Gran Caribe, los historiadores y observadores actuales han conformado una clara visión de cada una de ellas, más completa y objetiva que la que ningún otro historiador u observador haya tenido en el siglo XVIII. Comunicaciones y adelantos tecnológicos nos permiten un conocimiento global de sus construcciones, y la investigación en archivos ahonda en la reconstrucción de sus procesos históricos. Los descubrimientos históricos reiteran que el conjunto de fortificaciones en el área del Caribe constituye un ejemplo único en el mundo, por lo que no se puede perder esa perspectiva para inscribir al fenómeno arquitectónico y social dentro de un claro itinerario cultural que alcanza hasta el siglo XXI. Resulta indispensable que, sin desconocer su valor dentro de la red de rutas náuticas que les dieron origen, se le asigne al conjunto un nuevo significado que simultáneamente señale y consigne los valores individuales, aislados.
           Es necesario estudiar las condiciones actuales de cada fortificación: localización, medio físico, geográfico, urbano, etcétera, y en razón de estos datos debemos pasar al análisis de su uso y sus actividades. Reconocidas en su valor simbólico, algunas fortificaciones han sido restauradas; otras, las más, son restos imperturbables que exhiben las huellas del tiempo. Además de sus antecedentes históricos y del análisis morfológico de los restos existentes, obtenemos una percepción completa del monumento: a estas visiones reconstructoras debemos añadir las condiciones actuales: el emplazamiento, el interés y el valor, los recursos tanto tangibles como intangibles de cada fortificación. El éxito de su futura vigencia depende de la seriedad y de la profundidad con las que investiguemos y analicemos las situaciones actuales.

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           La recuperación de las fortificaciones, su puesta en marcha o en vida, puede ir desde su re estructuración organizada como una representación de su antiguo esplendor con funciones didácticas, como es el caso del fuerte de San Marcos, en Florida, hasta erigir una ruina tangible como la fortaleza de Araya en Venezuela. En estas estructuras en ruinas se amalgaman sus valores intangibles de historia y de lucha, tanto por el control y explotación de las salinas, como por el antagonismo entre holandeses y españoles. Al rehusarse estos últimos a reconstruir la fortificación se nos ha permitido tener un conjunto impresionante de ruinas que no se asemejan a aquellas en las cuales el abandono y el olvido las ha venido desgranando, en una paulatina pero constante pérdida de sus elementos constitutivos. Se cae una apolillada puerta, se deteriora un viejo merlón, la viguería de madera se viene abajo, caen sus techos en un simbólico acto de abandono ante un pasado glorioso. Estas instalaciones hoy no pueden encontrar una eficaz defensa contra las termitas y otros elementos del Caribe tropical; los espacios se van inundado también por la maleza, signo inequívoco de abandono y de su falta de uso como instalación militar.
           Las fortificaciones de la antigua Habana continuaron su vida militar hasta finales del siglo XIX. Otras, como el Morro de Puerto Rico, fueron utilizadas en su amenazante aspecto para que sobre ellas, sus nuevos ocupantes (el National Park Service de Estados Unidos controla las fortificaciones del Viejo San Juan), plantaran agresivas pasas de concreto armado, macizos búnkeres artillados que durante la Segunda Guerra Mundial defendieron las islas del Caribe.

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           Ante un panorama diverso en cuanto a objetivos, estados de conservación y enfoques hacia el futuro, las fortificaciones del Caribe presentan un variado espectro de posibilidades, casi siempre con la conclusión de que la única y más apropiada forma de conservación es su recuperación para inco rporarlas al uso, a un ejercicio de nueva “habitabilidad” que bien puede ser simbólica mediante la instalación de museos.
           Con esta premisa y los antecedentes conocidos e historiados, los estudiosos y los reconstructores debemos cerrar filas no sólo ante la intemperancia de los conocedores de nuestra verdad material, sino ante los soñadores de un pasado-grandeza, hoy inexistente, que piensan en batallas no ganadas y títulos no adquiridos. La lacerante verdad de nuestras sociedades caribeñas debe reconocer en sus verdades materiales no sólo un patrimonio histórico sino también un recurso turístico.
           No nos arredremos ante el reto que el turismo representa y que hoy es el principal soporte de muchas de las economías caribeñas. El desafío consiste en hacer una adecuada canalización de este recurso para que sus beneficios se utilicen en conservar y restaurar adecuadamente el patrimonio monumental caribeño. Tenemos que cambiar la dicotomía turismo-destrucción por turismo-beneficio. En la medida en que nuestras políticas turístico-culturales respeten y se adecuen a una normatividad en cuanto a tipo de intervención y forma de reaprovechamiento, conseguiremos aunar beneficio y conservación.
           Aunque generalizar en el campo de la restauración siempre es riesgoso, los criterios actuales y las normas internacionales, como la Carta de Venecia y las Normas de Quito, señalan claramente parámetros a los cuales se debe adaptar el criterio aplicado y la re estructuración de ejercicios. Ello debe excluir, en forma definitiva, románticas reconstrucciones complementadas con aparatosos equipamientos, llevados a dar una visión, más que nostálgica, caricaturesca de un ideal estado que en la mayoría de los casos jamás existió.

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          Intervengamos los sistemas fortificados siempre conscientes de lograr una fácil y clara comprensión de su funcionamiento, sus elementos esenciales. Toda planificación y recuperación deben basarse en datos y actitudes contemporáneos. Este estado de comprensión no debe olvidar el uso actualizado y asimismo contemporáneo que el visitante hará del patrimonio. También debemos tomar en cuenta los componentes sociales y organizacionales existentes en cada sitio y el grado de participación que puede alcanzar el turismo: museo de sitio, instalación de dependencia administrativa, integración de nuevos recursos museográficos: desde maniquíes parlantes a realidades virtuales, instalaciones pictóricas y museísticas, visistas guiadas, etcétera. Tienen que ser calibrados con gran sensibilidad y siempre con discreción en apoyo al elemento fundamental: la fortificación o sistema fortificado.
           La situación concreta de cada fortificación conlleva una guía para la consideración reconstructiva de cada una. La actuación sobre un sistema fortificado integrado a un núcleo poblacional no puede ser igual a otro situado en un descampado. Su estado de conservación fija, igualmente, hasta dónde el restaurador puede llegar en sus cambios y reconstrucciones, incluso en casos de arquitectura militar, en que la masa de un edificio predomina sobre la elaborada decoración, si es que ésta existe. El hasta dónde llegar con la restauración tiene que observar, desde los valores puntuales de la estructura, hasta qué punto intervenir o cuál es el grado de complejidad de su mantenimiento. Me viene a la mente San Fernando de Omoa, en Honduras, en contrapunto a San Agustín, en Florida: dos fortificaciones que poseen elementos divergentes para su reconstrucción.
           Debe existir una amalgama indisociable entre la técnica y la sensibilidad. No debemos olvidar que, cuando trabajamos en una estructura del pasado, ésta muestra el paso del tiempo y éste se demuestra en secciones distintas: a partir de acciones destructivas de los seres humanos o del tiempo (Araya, por ejemplo), o bien en cambios en su morfología, como en San Juan de Ulúa, ligados siempre a su azarosa participación en la vida comercial de los siglos XVII y XVIII.

 

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           Este vasto panorama encontrará siempre excepciones, situaciones extraordinarias, únicas, las cuales tendrá que resolver el especialista, el reconstructor con juicio sereno y reposada sensibilidad, y valorar sus resultados ante una permanente premisa: en restauración las acciones adicionales pueden hacer perder partes insustituibles del patrimonio monumental caribeño. Apliquemos pues una doble consideración en las acciones reconstructoras:

1. La pérdida de una parte o sección afecta al todo (aun al sistema fortificado del Gran Caribe, en el collar de perlas diversas que representa).

2. Por tanto, ante la duda, la abstinencia y el estudio profundo de la situación.

La profunda reflexión, el estudio y la maduración de las intervenciones del reconstructor reducen drásticamente los márgenes de error.

Inserción en Imágenes: 29.07.10.

Foto de portal:
Jorge Rodríguez, Garita, San Felipe del Morro, San Juan de Puerto Rico, 2008, <www.flickr.com/photos/beruff/3621357936/>.

Fotos:
1. <http://commons.wikimedia.org/wiki/File:San_juan_ulua1.JPG>.
2. Libertydreams, <www.flickr.com/photos/libertydreams/
2727524334/
>.
3. Kiam-shim, <http://commons.wikimedia.org/wiki/File:
Batería_de_Santiago_en_Portobelo.jpg
>.
4. Javier Volcan, <www.flickr.com/photos/jdvolcan/2326646189/>.
5. Intergalacticz9, . <http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Ft_Matanzas_2008.JPG>.
6. <http://commons.wikimedia.org/wiki/File:CastilloSanJuan
deUlua.jpg
>.
7. Jorge Rodríguez, <www.flickr.com/photos/beruff/3603506474/>.
8. Jorge Rodríguez, <www.flickr.com/photos/beruff/2696048592/>.


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