EL Arte Maestra y la ilustración novohispana*
Martha Fernández**
marfer@servidor.unam.mx
Myrna Soto, El
Arte Maestra. Un tratado de pintura novohispano ,
prólogo de Guillermo Tovar de Teresa, México,
Universidad Nacional Autónoma de México,
Seminario de Cultura Literaria Novohispana, Instituto
de Investigaciones Bibliográficas, Consejo
Nacional de Ciencia y Tecnología, 2005
(Serie: Estudios de Cultura Literaria Novohispana:
23).
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El Arte Maestra. Discurso sobre la pintura , documento
resguardado en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional
de México, es un hallazgo de capital importancia para
el estudio de la historia del arte en la Nueva España.
Como bien afirma su descubridora, la maestra Myrna Soto, "contribuirá a
ampliar de manera significativa los estudios del arte novohispano,
debido a que se trata de un testimonio directo que refleja
la mentalidad de un artista probablemente activo durante
la primera mitad del siglo XVIII, y que se impuso la tarea
de escribir un tratado sobre la teoría y la práctica
del arte con fines claramente pedagógicos". (1)
El
profundo y erudito trabajo de investigación y
análisis de este manuscrito se halla dividido en tres
partes: 1) el estudio introductorio en el que Myrna Soto
contextualiza el tratado; 2) el manuscrito propiamente dicho
que presenta, primero, en versión facsimilar y después
en versión paleográfica y anotada y 3) el desarrollo
de las notas con las cuales acompaña al tratado, para
su cabal comprensión.
Es
tan rico este libro, tanto en los temas que aborda el manuscrito,
como en los problemas que analiza la autora, así como en los caminos que abre para nuevas indagaciones,
que sería imposible analizarlo todo en esta reseña,
por lo que me tomé la libertad de seleccionar sólo
algunos de los aspectos más interesantes de la investigación.
Una
de las principales hipótesis que plantea Soto en el
estudio introductorio se desenvuelve en torno a la posible
autoría del manuscrito, el cual carece de firma y de
año de realización. De acuerdo con la autora,
el documento pudo ser escrito por el pintor José de
Ibarra, quien nació en la ciudad de Guadalajara en 1685.
Fue hijo de Ignacio Ibarra, "morisco" (o sea, hijo de mulato
y española), de oficio barbero; y de María de
Cárdenas, mulata. A los 16 años se avecindó en
la Ciudad de México y fue discípulo de Juan Correa,
primero, y de los hermanos Rodríguez Juárez,
después. (2)
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Para sustentar su hipótesis, la investigadora acude
a elementos de incuestionable validez como el hecho de que
Ibarra fue un artista erudito y letrado, quien no sólo
formó parte de la Academia de Pintura fundada por
los hermanos Rodríguez Juárez, (3) sino
que él mismo encabezó la fundación de
otra Academia el año de 1754,(4) cuyo
propósito, dice la autora, “era el de establecer
un sistema de enseñanza teórico-práctica
que satisficiese los reclamos intelectuales y de orden pragmático,
de un grupo de destacados pintores criollos encabezados por
el mismo Ibarra”.(5) Lo
anterior redundaría en el interés por realizar
un texto de pintura con fines didácticos, ya que la
Academia tendría como función principal la de “salvaguardar
la ‘dignidad’ del arte pictórico”,
así como el “decorum” en “la
representación de las imágenes sagradas, ambos
supuestamente en peligro por la cada vez más creciente
actividad de los pintores imagineros no examinados y sus tratantes.
Por tanto, bajo la tutela de dicha institución –que
pretendía ser amparada por el mecenazgo real– debía
quedar la enseñanza de la pintura y la tarea de seleccionar
a quienes serían merecedores de recibirla”. (6)
El
problema de los artistas no examinados también era compartido
por los maestros arquitectos y, seguramente, por el resto de
los artistas agrupados en gremios. Entre los arquitectos, se
presentaron varios problemas en ese sentido, algunas veces
favorecidos por las propias Ordenanzas. Por ejemplo,
las primeras disposiciones emitidas en la Ciudad de México
el año de 1599, y que estuvieron vigentes a lo largo
de la época virreinal (pese a dos intentos reformistas),
aceptaban que “las personas que en esta ciudad hubieren
usado el dicho oficio de doce años a esta parte, se
entienda que deban gozar y gocen de todo lo que gozan los que
son examinados…”(7) De
esta medida, obviamente transitoria, siempre se aprovecharon
los arquitectos y algunos de ellos nunca presentaron examen.
En 1639, el maestro mayor de la Catedral y Real Palacio, Juan
Gómez de Trasmonte, se quejó ante el virrey marqués
de Cadereita de que “las obras públicas y particulares
de arquitectura (…) padecen mucha falta y defectos por
causa de que los mismos dueños de dichas obras, con
falta de conocimiento y menos cuidado de su permanencia y buena
disposición, las fabrican con asistencia y traza de
hombres que no sólo no son maestros, pero ni aun han
sido oficiales…”(8) Curiosamente,
el arquitecto Gómez de Trasmonte, a quien debemos el
rediseño de la Catedral Metropolitana de México,
jamás fue examinado como maestro.(9) No
obstante, su alegato fue convertido en Ordenanza por
el virrey, pero nunca tuvo efectos reales en la práctica
arquitectónica, de manera que en las reformas a las Ordenanzas que
propusieron los propios arquitectos en 1746, se volvió a
insistir en esa condición.(10)
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El otro problema que enfrentaron los arquitectos fue que
en las Ordenanzas del siglo XVI se aceptaban exámenes
parciales a los aspirantes, es decir, “de sólo
aquello de que le hallaren suficiente”.(11) Por
lo tanto, en 1746 los alarifes se quejaban de que, “como
las personas o dueños de las obras no saben si están
examinado sólo para una cosa (…), le encomiendan
toda la obra, y en esto puede haber perjuicio…”,
por lo que propusieron en las reformas que el examen fuese
general y obligatorio.(12) En
fin, lo que me interesa destacar es la necesidad que tuvieron
los artistas, durante la primera mitad del siglo XVIII, de
poner orden en ese sentido. Tal vez la idea de las Academias
de Pintura haya sido mucho mejor propuesta que la sola reforma
a las Ordenanzas ya obsoletas.
Otro
tema que aborda Myrna Soto en su estudio, igualmente vinculado
con las Ordenanzas de Pintores, se refiere a las muy
estrictas medidas para impedir que quienes no fueran “españoles” y
de “buenas costumbres” pudieran ejercer el arte
de la pintura. Lo interesante de esas medidas radica en el
hecho de que pintores como Juan Correa(13) y
el mismo José Ibarra las contradecían, dada la
condición de mulatos que ambos poseían. Como
se observa, entre la teoría y la práctica siempre
existió cierta distancia en más de un sentido.
Respecto
de los indios, en diversos testimonios se manifestaba el
interés por impedirles el ejercicio de ese oficio,
a menos que vivieran en lugares apartados de los centros
de producción. De entre ellos rescato uno del año
1722, en el cual se exceptúa de esa medida a los “caciques
principales”.(14) Esa
era, sin duda, una inquietud importante para los gremios. En
las reformas que los arquitectos propusieron a sus Ordenanzas en
el año 1746, solicitaban exactamente lo mismo;(15) en
este caso la respuesta de las autoridades virreinales fue todavía
más interesante, pues afirmaron que “es razón
excluir a los de color quebrado, pero no la hay para los indios,
aunque no sean caciques, pues del mismo modo que siendo uno
español no necesita nobleza, no la ha menester el indio
ni hay motivo para privarle lo que no se limita al español,
cuando según las leyes corren con igualdad y deben ser
favorecidos en todo”.(16)
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Por otra parte, aunque los pintores trataban de
impedir que los indios ejercieran ese oficio, no dejaban
de reconocer el valor de algunas de sus obras. Por ejemplo,
el autor del tratado que analizó la investigadora
destaca la “Pintura de Plumas en Nuestras Indias”,(17) técnica
que se practicó en México desde la época
prehispánica y de la que hacen mención, siempre
con elogios, muchos cronistas de la época virreinal.
Lo más importante en este caso es que, como afirma
Myrna Soto, el autor del tratado concede a esta técnica “la
misma jerarquía de las otras técnicas tradicionales”.(18)
Una
de las principales preocupaciones de los pintores, al menos
durante la primera mitad del siglo XVIII, fue la de que su
quehacer fuera considerado como un arte liberal, tema al
que la investigadora también dedica un buen número
de páginas en su estudio. El mismo título del
manuscrito que analiza, El Arte Maestra, dice la
autora, “nos revela una de las claves semánticas
del texto, puesto que desde el encabezamiento el autor pareciera
afirmar la primacía de la pintura sobre el resto de
las artes. Se entiende, así, como una implícita
defensa al derecho de la pintura por ser reconocida como
arte liberal…”(19) Tal
preocupación dio origen a las Academias ya mencionadas,
y posiblemente al tratado que hoy nos ocupa.
Una
inquietud semejante tuvieron los arquitectos. Las Ordenanzas que
los rigieron en el siglo XVI llevaban por título Ordenanzas
de Albañilería, por lo que las reformas
presentadas en el siglo XVIII propusieron que “siendo
Arte de Arquitectura, deberá intitularse así,
y tildarse Albañilería”. (20)
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Además, en la reforma número 18, los
arquitectos determinaron cobrar un salario fijo y justo
por las tasaciones de casas y solares que llevaban a cabo
en la Ciudad de México, “por deberse atender
como honorarios al trabajo teórico y práctico
que tenemos…” (21) Es
decir, pretendían cobrar por sus conocimientos y
no sólo por un trabajo mecánico; después
de todo, desde la Edad Media y gracias a la difusión
de la figura de Dios-Arquitecto, representado con el compás
en el acto de la creación del mundo, la arquitectura
fue considerada como Arte Liberal, vinculada a la Geometría
la cual, junto con la Aritmética, la Astronomía
y la
Música, formaban el Cuadrivium.(22) Los
pintores, por su parte, vinculaban su quehacer con la poesía
y la música, lo que colocaría a la pintura
dentro de las Siete Artes Liberales.(23)
Pero
el centro de la investigación de Myrna Soto es El
Arte Maestra. Discurso sobre la pintura, un tratado
novohispano de pintura, cuya sola existencia nos informa
acerca de los análisis y reflexiones que llevaban
a cabo los artistas de este lado del Atlántico. Por
supuesto, como la autora reconoce, El Arte Maestra no
es ser el único tratado que aborda el tema de
la pintura; deben existir otros todavía por descubrir.
Sin embargo, como ella misma recuerda en su trabajo, en la
Nueva España se produjeron otros tratados como el
de fray Andrés de San Miguel que aborda, entre otros
temas, el de la carpintería de lo blanco, ya estudiado
por el maestro Eduardo Báez Macías,(24) así como
un tratado de arquitectura del siglo XVIII titulado Architectura
mechánica conforme a la práctica de esta ciudad
de México, anónimo de mediados del siglo
XVIII, también resguardado en el Fondo Reservado de
la Biblioteca Nacional.
Asimismo,
tenemos noticias de que el arquitecto José Eduardo
de Herrera dejó “un cuaderno de a folio y dos
a cuarto, manuscriptos, de este arte…”,(25) posiblemente
escritos por él. Esos documentos indican que los artistas
novohispanos nunca se conformaron con sólo aplicar
mecánicamente lo que proponían los modelos europeos,
sino que pretendieron en todos los casos realizar obras convenientes
para la Nueva España, siempre dentro de parámetros
adecuados para su propia cultura. La comparación que
he establecido entre las preocupaciones que tuvieron pintores
y arquitectos, da cuenta de ello. Los artistas novohispanos
también tuvieron inquietudes e iniciativas teóricas
acerca de su quehacer y de la función del artista dentro
de su propia sociedad.
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Así, mientras el autor de El Arte Maestra reflexionaba
acerca de las proporciones de las figuras, el autor de la Architectura
mechánica se preocupaba por las proporciones
de una portada. Aquí conviene puntualizar que de
acuerdo con este último autor, “la planta de
una portada, bien la puede hacer cualquier pintor, siendo
diestro, pero éste ha de ser bajo aquel repartimiento
que le diere el maestro, verbi gracia, los tamaños
que corresponden al primero, segundo cuerpo, etcétera”.
Y agregaba: “Mejor se juzgue que dicha planta o, como
otros dicen, el alzado, lo haya de sacar un maestro ensamblador”,
porque desde su punto de vista las portadas que se realizaban
en su tiempo “verdaderamente no vienen a ser otra
cosa que unos colaterales en la calle”.(26) Esto
manifiesta los procesos creativos que tuvieron que desarrollar
los diferentes artistas novohispanos para llegar a las obras
que conocemos. En este sentido, no es de extrañar que
Miguel Cabrera haya contratado el retablo mayor de la iglesia
del colegio jesuita de San Francisco Javier de Tepotzotlán,
en el actual Estado de México, tal como lo dio a conocer
Guillermo Tovar de Teresa.(27)
Uno
de los temas más interesantes en estos tratados
es el que se refiere a los modelos a los cuales acudían
los artistas. Todos abrevaban en diversas fuentes tanto
europeas como novohispanas, recomendándolas e intentando
superarlas. Myrna Soto hace un análisis de las fuentes
que utilizó el autor del manuscrito, entre ellos
Leon Battista Alberti, Marco Lucio Vitruvio, Juan Bautista
Villalpando, el propio Aristóteles, Pierre Le Brun
y Vicente Carducho. Del mismo modo, el anónimo autor
de la Architectura mechánica recomendaba,
entre otros, el Arte y uso de architectura de fray
Lorenzo de San Nicolás y el Compendio matemático de
fray Tomás Vicente Tosca; además de obras
novohispanas como “el mapa de aguas que anda impreso
y escrito por don Carlos de Sigüenza”; el mapa
de “todo este reino con lugares, villas y ciudades,
escripto por Villaseñor, que anda impreso; trae hasta
lo descubierto de California y aunque está hecho
muy a bulto, pero da mucha luz para la inteligencia del
Reino”; el “mapa de la ciudad de México”,
del cual dice: “sólo sirve de curiosidad, pero
adorna el gabinete”, sobre el cual había de
colocar “la Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe,
con las Armas de México”.(28)
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El arte barroco finalmente asumió, como una de sus principales
cualidades, favorecer lo que se ha denominado “regionalismos”,
que no es otra cosa sino el desarrollo de las diferentes manifestaciones
artísticas dentro de contextos culturales y temporales muy precisos.
De ahí que, aunque podamos reconocer la influencia de, por ejemplo,
Guarino Guarini en la obra de Miguel Custodio Durán, sus portadas
se diferencian claramente de las que propone el italiano en
su tratado. Del mismo modo, aunque aceptemos la influencia
de la escuela de Bartolomé Esteban
Murillo en la obra de José de Ibarra, como lo plantea Myrna Soto,
también son claras las diferencias entre ambos pintores. Después
de todo, el autor de El Arte Maestra afirma que “más
bella será la pintura que se tomare del natural; pero es de menor
estimación que la Ideal, y aquélla es más fácil;
cuánto va de hacer una copia a hacer un original: pues no es otra
cosa tomar del natural, que copiar”; por lo que afirma categórico: “dije
que debíamos tomar del natural las partes del diseño: no
el diseño todo; por dos principales razones; la primera es porque
así huimos, [de] aquel desprecio, que como dije [se](29) suele
dar a pinturas sacadas enteramente del natural, por ser
cosa muy facil”.(30) En sus
eruditas notas, la investigadora aclara con justa razón que “el
desprecio hacia los llamados ‘copiadores del natural’ o ‘simples
imitadores’ provenía de su supuesta incapacidad para seleccionar
las formas de la naturaleza, ya que ésta debía ser corregida
para poder ser superada y trascendida”.(31) Si
esto era así con los modelos creados por Dios, qué podríamos
decir de los realizados por otros artistas.
En concreto,
resulta verdaderamente trascendente del manuscrito descubierto por Myrna
Soto que nos muestre, una vez más,
la capacidad teórica, analítica, reflexiva, re-creativa
y, sobre todo, creativa de los artistas novohispanos.
Para
terminar, expongo un asunto fundamental en relación
con El Arte Maestra. Si reunimos el trabajo desarrollado
por los artistas de la primera mitad del siglo XVIII descubrimos
un compendio de revisiones, reformas, Academias, tratados,
etcétera, que nos muestran la influencia, no ya
de una corriente artística europea, sino del pensamiento
Ilustrado de la época que evidentemente penetró en
la cultura novohispana de aquel tiempo. En otro trabajo
me ocupé de lo que considero y denomino “Ilustración
Novohispana”.(32) Por ahora
baste recordar que en el siglo XVIII hallamos por primera
ocasión una actitud crítica
frente a la realidad americana, apartada ya de la famosa “grandeza
mexicana” que caracterizó a los siglos XVI
y XVII. Esa actitud crítica se manifestó de
dos maneras: por un lado, la toma de conciencia, no ya
de las virtudes sino de los defectos y problemas que debían
erradicarse de la vida de la Nueva España; ese
fue, sin duda, el sentido de todo el trabajo –digamos “revisionista”– de
los artistas frente a su propio quehacer y dentro de su
sociedad. Por otro lado, surgió un interés
especial en llevar a cabo “inventarios o recuentos” de
sus riquezas materiales y espirituales, con el objetivo
de impugnar las teorías antiamericanistas “por
amor a la patria”, como afirmó don Luis González,
pero utilizando como instrumentos “el racionalismo
moderno y el humanismo de los colegios jesuíticos
de México”.(33) Entre esos “inventarios o recuentos” se
encuentran las famosas “pinturas de castas” y
las numerosas “vistas de la Ciudad de México”;
pero también los tratados, los cuales pretendían
recapitular y sistematizar el conocimiento, no de las
prácticas artísticas en general sino de
las que se desarrollaban precisamente en la Nueva España;
entre ellos, desde luego, se ubica El Arte Maestra que
reseñamos.
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En conclusión, como la investigadora
Soto nos lo anticipó, su importante publicación
nos ayuda a comprender mejor a los artistas de
la primera mitad del siglo XVIII, su mentalidad
y el contexto histórico, cultural y filosófico
en el cual desarrollaron sus quehaceres. Es de
agradecer que Myrna Soto haya dado a conocer este
manuscrito, y la felicito por el erudito y muy
completo trabajo de investigación que llevó a
cabo en torno a él.
Inserción en Imágenes: 21.06.06.
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