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¡Tercera llamada, tercera!

Gustavo Curiel*
curielm@servidor.unam.mx

 

Aurelio de los Reyes, ¡Tercera llamada, tercera! Programas de los espectáculos ilustrados por José Guadalupe Posada, México, Instituto Cultural de Aguascalientes, Seminario de la Cultura Mexicana, Conaculta, 2005, 213 pp., 89 ils.


¡Tercera llamada, tercera, comenzamos! No cabe la menor duda de que los libros de Aurelio de los Reyes -aparte de la pulcritud y la solidez con que realiza las investigaciones que los sustentan, la erudición y la corrección académica que los caracteriza- tienen mucho que ver con una hermosa palabra: “nostalgia”. Basta recordar algunos de los títulos y los subtítulos de la vasta producción bibliográfica de De los Reyes para darse cuenta de que en algún momento las sesudas investigaciones se ligan, o son producto, de recuerdos vividos y no vividos por él. En sus escritos se percibe siempre algo de autobiografía que tiene que ver con la nostalgia, con los sabores de antaño, con la provincia, con el barrio, con las estrellas del cine nacional, con el México de cuando él fue niño, o de cuando sus mayores fueron niños. Traigo a colación: Los caminos de la plata, Vivir de sueños, Y el cine llegó..., ¿No queda huella ni memoria? Y la cuenta sigue.

           ¡Tercera llamada, tercera! es a mi modo de ver un magistral acto de prestidigitación -“suntuoso” y “notable”- como aquellos que ejecutara el Profesor Peter en el Salón Azul de la calle de Ayuntamiento en la Ciudad de México a principios del siglo XX, frente a un nutrido público que quedaba absorto y maravillado con los notables trucos de magia a cargo del extranjero doctor y sus paleros. Por medio de la lectura de las páginas del libro, Aurelio de los Reyes transporta a los lectores al mismísimo interior de los teatros que funcionaban como salas cinematográficas o espacios para diversos espectáculos. Nos hace ocupar un sitio de honor en las plateas, en los palcos o en las harto populares y aguerridas galerías, para presenciar un buen número de representaciones nostálgicas de la más variada índole: cine, teatro, magia, circo, toros, música, peleas de gallos, coros, desfiles, bailes, zarzuelas, pastorelas, jotas aragonesas y tangos.
           Permítaseme una digresión...

A finales de los años cincuenta, una de las cíclicas tareas que mi madre y mi tía María (las dos cinéfilas a ultranza) realizaban los martes y viernes de cada semana -a manera de peregrinación-, después de recogerme en la puerta de la escuela, era enterarse de los últimos cambios de programación de los cines en las carteleras de la colonia donde vivíamos. Tarea, como veremos, bastante sencilla, puesto que no había que ir, cuadras más adelante, a los cines (los anuncios que aparecían en el periódico, según ellas, siempre contenían errores, por ello la fuente confiable para conocer la programación precisa eran las carteleras). Bastaba con acercarse a unos marcos de metal que resguardaban en su interior una delgada plancha de lámina galvanizada sobre la que se colocaban los carteles con la programación impresa.

     En ese entonces era muy común ver por las calles de las colonias de la clase media de la Ciudad de México a un hombre vestido con “overol” y sombrero de paja, que cargaba bajo el brazo rollos de papel de china de colores; entre sus instrumentos de trabajo se contaban una brocha gorda de gruesas cerdas blancas, un bote con engrudo, otro con agua, un cepillo y una filosa cuña, instrumento cuya función era la de borrar, para siempre, esa particular historia de la cinematografía local. Ese trabajador se daba a la tarea de pegar en las esquinas de las principales calles de la colonia (muchas cortadas en pancoupé) carteles donde los curiosos vecinos leían sobre los nuevos cambios de la programación de los cines. Junto a las carteleras era común ver un estanquillo, una casa para zurcir las “corridas” de las medias de nailon, una tlapalería o una mercería, esta última siempre atendida por dos solteronas muy mayores. En las construcciones de esquina, generalmente ocupadas por accesorias de renta, había carnicerías, panaderías, expendios de hielo, lecherías, recauderías, pollerías, carbonerías, expendios de petróleo y chapopote y papelerías. Estos negocios -diríamos ahora “giros comerciales”- defendían las paredes de sus espacios con pequeños y garigoleados rótulos de chillantes colores pintados al aceite que, amenazantes, rezaban: “Se prohíbe anunciar”. Con ello, los sitios donde se podía pegar la publicidad de los cines de las colonias quedaban perfectamente restringidos a los espacios determinados por los marcos de las carteleras. Los cines Lindavista, el Lido, el Tepeyac (estos tres obras del arquitecto norteamericano Charles Lee), el Majestic, el Roxi, el Cosmos, el Ópera, el Balmori, etcétera, tenían sus propias especialidades cinematográficas y, por consiguiente, su propio público (el cine de la Villa, desde la inaceptable perspectiva clasista -diríamos ahora políticamente incorrecta- de mi madre y mi tía, había sido catalogado por ellas como “de cine nacional para sirvientas”). Por supuesto, cuando uno llegaba a los cines, el mismo cartel-programa estaba dentro de sus marcos y había otros que anunciaban, desde el viernes, la ansiada programación de las matinés dominicales (a las que sólo asistían niños con alguno que otro chaperón). Desde mi butaca, no importaba el cine, vi todas las películas que llegaron a México del rumano Tarzán de Johnny Weismuller, una y otra vez, Las Minas del Rey Salomón (1950), Los Vikingos (1958), Ben Hur (1959), Sabú y la lámpara maravillosa, La tumba de la momia (1942), el horroroso y babeante Sabueso de los Basquerville (1939), la monstruosa trilogía de: Godzila (1954), King Kong (1933) y Motra (1961), las tramas detectivescas y de suspenso del cine norteamericano, Viaje al centro de la Tierra (1959) con Pat Boone, al igual que el ya clásico filme El Vampiro (1957) con las correrías del refinado conde Karol Lavud-Duval, encarnado por el genial actor español Germán Robles que se transformaba en un murciélago de cartón que colgaba de un hilo de ninguna manera oculto. Todo esto propiciaba un amplio y variado repertorio de vivencias que formaba parte de la cultura de los niños de las colonias. Una vez vistas las películas jugábamos en los parques a ser parte y protagonista de ellas.

El gozo aumentaba cuando llegaban a los cines los festivales de caricaturas norteamericanas (todos los de Walter Lanz, Hanna-Barbera y los Looney Tunes del momento). Del cine de Walt Disney, mi preferida era Pinocho (1940); en menos de dos años pedí que me llevaran catorce veces a verla, lo cual se me concedió. El cine mexicano para menores, aunque poco, también me maravillaba. Aún está vivo entre mis recuerdos de infancia el grotesco ogro de Pulgarcito (1957), protagonizado por José Elías Moreno; actor que para su caracterización echaba mano de una peluca pelirroja y un vestuario similar al del Teatro Fantástico de Cachirulo. Mediante los efectos, Moreno volaba con sus “botas mágicas de siete leguas” al ras del suelo por entre los pinos de lo que seguramente era Popo Park. Tampoco he podido olvidar a Esther Williams en Escuela de sirenas (1944), cuando nadaba entre saltarines chorros de agua y se lanzaba al vacío desde enormes trampolines de “hollywoodesco” oropel, en el más cursi ballet acuático que la mente humana haya concebido, lleno de luces y robustas nadadoras de cara de corazoncito, enfundadas todas en traje de baño completo; el galán era Red Skelton.

           Martes y viernes eran, puedo decirlo, unas borracheras de cine con cruda incluida. Entrábamos a las salas antes de las cuatro de la tarde, después de haber hecho la tarea corriendo, y sólo después de tres películas regresábamos a la casa. Cuando las cintas eran de horror sus recuerdos no me dejaban dormir y, cuando lo conseguía, tenía pesadillas. Otro de mis recuerdos de los cines de las colonias son los largos intermedios en los que el “cácaro” nos “recetaba” una docena de vistas fijas (debieron de tratarse de las primeras diapositivas) de anuncios comerciales muy locales, entre las que destacaban la remodelada tlapalería de don Rubén y su hijo, las mueblerías de españoles atestadas de camas y otros muebles de lámina con calcomanías pegadas, los baños de la colonia (turco, ruso y vapor) –también manejados por gallegos-, las casas que reparaban con rapidez y eficiencia las planchas (cambiando la famosa resistencia, el enchufe o el cordón), -éstos giros comerciales también sustituían los negros hules de las ollas exprés cuando ya no cerraban bien, y reparaban las licuadoras de las casas cuando el motor se quemaba (cosa que sucedía todo el tiempo). En las vistas fijas de los intermedios no faltaban los anuncios de la famosa Glostora y los peines Pirámide. Esta repetitiva dinámica de ir a los cines de las colonias sólo se interrumpía cuando había que ir al cine de manera más formal, es decir, a los estrenos; para ello se iba al centro en un “Postergado” con el objeto de acudir a las salas de lujo: al Variedades (casa construida por Silvio Contri); al Alameda (con sus repetitivas proyecciones de estrellas y nubes que recorrían el azulado techo de un pueblito mexicano, a manera de firmamento neovirreinal); al Palacio Chino (laberíntico y polvoriento lugar atascado de budas, alfombras orientales, vistas de complejas ceremonias de té, mandarines y su corte, fenghuangs y tibores de pacotilla); al Metropólitan (con su monumental escalera); al Real Cinema (con sus candiles de gotas checoslovacas); al Chapultepec; al Roble, etcétera. Los circos y las ferias que se montaban en los terrenos de Buenavista, y el de los hermanos Atayde, que año con año se presentaba en la Arena México (1956), anunciaban también en las colonias sus espectáculos; alguna vez observé un desfile de trapecistas y animales por las calles de Insurgentes Norte. Huelga decir que año con año había excursión de niños a Buenavista para ver a los animales que más tarde ocuparían los llamados espacios de tres pistas.

           Vuelvo al tema...
           Sólo después de leer ¡Tercera llamada, tercera!... comprendí la larga tradición de los programas de cine y teatro, de circo y toros, de peleas de gallos y otras atracciones que todavía estaban vivas en los años de mi niñez. Larga tradición de una mercadotecnia de imagen y tipografía que vi acabarse frente a mis ojos de la noche a la mañana.

En 1976 -cuenta Aurelio de los Reyes en el libro- un golpe de suerte le hizo dar con un invaluable material –a punto de ser triturado- que le permitió reconstruir ricos aspectos de la vida diaria citadina en lo tocante a la diversión en los barrios de la Ciudad de México a principios del siglo XX. Aurelio de los Reyes ha descubierto una interesantísima faceta del afamado grabador José Guadalupe Posada, la cual resulta fundamental para entender la cultura popular del siglo XX. Otros autores han hablado de Posada como grabador, del grabado popular y su inserción en la historia nacional y la historia del arte, del cine, etcétera. Yo prefiero centrarme en la rica y abundante información contenida en los programas de espectáculos, aquella que remite al jolgorio, a la diversión, a la magia de los teatros de los barrios. Más adelante tocaré, aunque sea a vuelapluma, puesto que soy estudioso del mundo virreinal, el tema de la supervivencia del barroco en la obra de Posada.

           Junto con las tandas de vistas, es decir, películas de muy corta duración (antecedentes inmediatos de las borracheras de cine a las que me referí líneas arriba), el Salón Azul ofrecía otras variedades para agasajar al público. Destacaron, el sábado 26 de enero de 1907, los “notables actos de prestidigitación” a cargo del famoso Profesor Peter. Junto a estos actos de magia, el empresario no dudó en meter un número de tango a cargo de la Romero. Por su parte, el Teatro Guillermo Prieto –con quien Posada tuvo una relación muy fuerte, anunciaba para el 1º de abril de 1906 un “selecto y costoso repertorio de hermosísimas vistas de larga duración y sorprendentes transformaciones”. El cartel anunciaba: “Esta empresa es la primera que pone verdaderamente animadas sus vistas, pues todos los personajes que en ellas figuran, hablan, gritan, cantan y el público por consiguiente, tiene ocasión de apreciar en toda su plenitud las escenas chuscas, los episodios dramáticos, en fin todo lo que le da vida y animación a tan espléndido espectáculo.” El mismo teatro, en las funciones del 16 de mayo de 1909, no escatimó en proyectar 16 vistas, incluida la “exhibición de la sensacional película de 900 metros de largo de la lucha entre Fitzimons y O’Brien”. Los musculosos pugilistas norteamericanos sostuvieron trece “formidables asaltos”. La película, de larga duración, transcurría en 30 minutos, lo que era una novedad para su momento. Posada, al hacer la ilustración que describe el combate cuerpo a cuerpo entre Fitzimons y O’Brien, debió -como dice De los Reyes- tener a mano una imagen que le sirvió para ejecutar la ilustración. Los tipos físicos de los boxeadores, creo, son los arquetipos de belleza y fortaleza norteamericanos de la época, rasgos muy saludables que pueden encontrarse en figuras de la publicidad de medicinas, jarabes y pastillas norteamericanas de la época. El cartel dice a la letra: “La vista es excepcionalmente clara y todas aquellas personas que no han asistido a estas famosas luchas pugilísticas que se verifican en los Estados Unidos, pueden darse perfecta cuenta de lo que es este espectáculo desconocido en esta Capital.” El vencedor fue el bigotón O’Brien, quien se adjudicó el título de campeón del mundo.

           Años más tarde, en 1909, el gran cinematógrafo Salón Nuevo, de la segunda calle del Salto del Agua, reseñaba en otro cartel lo que pasaba cuando las proyecciones de las vistas no eran de calidad. El público “se desahogó, arrojando a la plaza cuanto a la mano tenían, como naranjas, papas, etcétera, habiendo personas que en el colmo del disgusto se quitaron los zapatos, [y los] calcetines, [...] y [los] tiraron como protesta”. En cuanto a las vistas que se proyectaron ese día destacan, por sus títulos, Ocupaciones del hogar en Egipto, la vista de una Terrible ráfaga de viento, Ratero sentimental, Aprendiz de arquitecto, Las muñecas vivientes y, otra vista, titulada: el Contramaestre incendiario, esta última promocionada especialmente en el programa como una “sensacional vista”. Los precios eran, en primera clase, con derecho a una tanda: diez centavos; en igual categoría, todas las tandas por 25, y en segunda clase cinco centavos por una tanda. Al final del programa con tipografía muy menuda se advertía a la concurrencia: “no se responde por las intermitencias de luz”.

Las vistas eran -a decir de Aurelio de los Reyes- de todo tipo. Basta ver los programas para observar la gran variedad de los asuntos que tocaban. Junto a la proyección de la Historia de la hoja de té, estaban las vistas: Me están esperando a comer, Desgracias de una cocinera, La primera vez que monta a caballo, Cásate y verás, Las dos huérfanas (cinta que debió hacer llorar a moco tendido al respetable), La madre del anarquista o aquellas francamente moralistas como Ladrón y criminal. Recordemos que ideológicamente el cine y el teatro fueron en esta época “Escuelas de la Virtud” donde los estratos populares aprendían por primera vez ciertas formas de comportamiento social.

            Un programa del Circo Teatro Orrín anunciaba para el domingo 4 de marzo de 1906: “Desfilan los artistas más hábiles. “Éste retuerce su cuerpo cual si fuese de mimbre y toma formas extrañas; aquél ejecuta peligrosos equilibrios a gran altura; los que le siguen hacen del acrobatismo una especialidad sorprendente; viene el clown y estalla la risa; aparecen las fieras y se contrae el corazón por el temor; luego los grotescos saltimbanquis hacen cambiar la actitud del público y en este flujo y reflujo está la fuerza del espectáculo.”

            Para la programación del Circo Teatro Variedades, de Ferrocarril de Cintura y 6a. de Díaz León, en su función de recreo del 28 de marzo de 1909, Posada incluyó una representación del Gran Fonógrafo Edison que, como bien señala De los Reyes, tiene mucho en común con la forma de la composición de la famosa escena del baile de los 41, sólo que en esta imagen no hay “vestidas” ni hubo redada. Otras dos escenas complementan el programa, una vista del palo ensebado y otra de la barra trapecio. Ese día, el público -después de bailar de 3 a 6, al compás del sonido del gran fonógrafo Edison- se deleitó con un paseo de argollas, rompe cabezas, el sube y baja, la resbaladilla, un toro embolado, un rehilete, voladores, columpios y “demás aparatos de este género”.

            En cuanto a los programas de toros, que escasean con obra de Posada, el del 29 de octubre de 1905, para la Plaza de Toros México, anunciaba con bombo y platillos la “Presentación del valiente matador de toros Antonio Ortiz ‘Morito’.” En la función de El Toreo del 28 de marzo de 1909 se ofreció “no un espectáculo de toros sino una exhibición y concurso de charros, competencia de jinetes, concurso de caballos de tiro y jaripeo”. La locura debió recorrer el graderío cuando el 25 de marzo del mismo año, se presentó en la misma plaza la lucha entre el hermosísimo león africano Nero y un toro bravo llamado Puntal. El espectáculo se complementó con un jaripeo con novillos y yeguas brutas, en las que alternaba un equilibrista. Acto circense denominado “Paso del Niágara”, donde un reputado artista mexicano -dice el programa- “ejecutará el difícil acto de atravesar la plaza de lado a lado en su parte más alta, encima de un cable”. Cabe agregar que de la brutal lucha entre el león y el toro, quien resultara triunfador lucharía inmediatamente después contra un cocodrilo. Con letras más grandes el programa anunciaba “Verdadera y única lucha de un león, un toro y un cocodrilo.” Y agrega que el “León Nero y el toro Puntal [...] están a la vista en la Plaza de Toros”. Brutal circo romano trasladado muchos siglos después a un coso de la Ciudad de México.

            El Teatro Guillermo Prieto, ligado como se ha dicho a la obra del grabador Posada, también montó obras de teatro de corte religioso. El programa de San Felipe de Jesús correspondiente al aniversario de la canonización del santo mexicano del 5 de febrero de 1905 es una buena muestra de la carga barroca que traía a cuestas el notable grabador y que todavía estaba viva en la primera década del siglo XX. Se incluía como atracción especial un “Gran coro de religiosos”. Los retablos dorados, las pinturas virreinales de santos y la Virgen de Guadalupe están, como bien señala Aurelio de los Reyes, en el trasfondo de algunas de las composiciones de Posada, principalmente en las de corte religioso, que el historiador del cine denomina de “composición de retablo”. Los ángeles y otras figuras de Pedro Ramírez, Simón de Pereyns y José Juárez, llegaron a los grabados de Posada vía el buril y la zincografía. Esta misma solución formal, la de “programa retablo”, se repite en la historia de Chucho el Roto. La cual como recurso moderno incluye una fotografía del gran dolor de cabeza del jefe de la acaudalada familia Frisac de San Agustín de las Cuevas.

Las empresas teatrales recurrían a utilizar otros ganchos para atraer al público. Por ejemplo, el multicitado Teatro Guillermo Prieto hacía rifas de relojes despertadores entre el público, toda una novedad para los estratos sociales populares. Si la suerte le socorría, con el mismo boleto, aparte de ver todas las atracciones, un espectador podía ganarse un reloj despertador y llevar la modernidad a su casa.      

     En el cuidadoso análisis de las obras representadas en los teatros de barrio que hace Aurelio de los Reyes, se perciben, entre otras, las siguientes directrices: las de carácter histórico, las de acontecimientos del siglo XIX, las moralistas, las de religión y las de literatura. Los juegos de tramoya eran parte fundamental del lucimiento de los montajes. A mayor cantidad de trucos, transformaciones, escenas de mutación, etcétera, mayor era el éxito de las representaciones. En las pastorelas Bato se convierte en Garza y se le alargan las narices; Bras se transmuta en un burro “pues le crecen la cola y las orejas”. En la vida de San Juan de Dios, redentor de prostitutas, Margarita torna su delicada belleza en un efectista y horripilante esqueleto a la vista de todos; en la vida de San Felipe de Jesús, Puebla es Manila, y la higuera reverdece ante a la vista del público que acude a los teatros a recibir una lección, ya de moral, ya de historia, ya de religión, o de maneras de comportarse. Para el montaje de Don Juan Tenorio, el correspondiente programa del miércoles 1º de noviembre de 1905 anunciaba una “¡Hermosa decoración de panteón! ¡Estatuas corpóreas! Esqueletos, sombras! ¡Fantasmas! ¡Espectros! Vistosísima decoración de Gloria iluminada con multitud de focos de colores. ¡Ángeles, Querubines! ¡Lluvia de oro¡ Elevación de las almas de don Juan y doña Inés al cielo. Bonito cuerpo de baile dirigido por la primera bailarina, señora Jesús López. ¡Entusiasta jota aragonesa! ¡Bailes de espectros, de ninfas, etcétera! En otra obra, con cromotropos giratorios (tal vez caleidoscopios) se agregaron coros interiores, hubo lujosísimos trajes, hermosas melopeas [sic por melopeyas] [y] música rítmica.”

           El Gran Circo Fénix anunciaba en 1907 una “Archidespampanante función” que incluía la presentación del célebre atleta ruso Roustolff quien, a decir del programa, “después de Sansón no ha tenido quien le iguale”. En esta misma función se describe al Clown Toni como el “antídoto de la tristeza, la explosión de la alegría, el rey de la gracia, el sultán del chiste, el emperador de la risa, el emir del gusto...” El domingo 15 de octubre de 1905, junto a la seria y adusta representación histórica de Cristóbal Colón, se incluyó como final de fiesta una “Marcha de Amazonas”, a la que siguió un “Gran Coro de Maricones”.

Aurelio de los Reyes analiza los carteles-programa y programas de mano desde todas sus aristas posibles. Incluye un apartado de los programas de teatro, cine y otros espectáculos en Europa, donde destacan las letras futuristas de complicada “antitradición” tipográfica propias del lenguaje publicitario moderno. Aborda los programas, habla de los teatros y de las obras representadas. Incluye grabados de otros autores como los de los Manilla (atribuye y rechaza las autorías de las imágenes); da cuenta de las casas de tipografía y las imprentas de la época; analiza los marcos art nouveau y rococó, y los de fina línea; nos remite a las fuentes iconográficas de las imágenes; da cuenta pormenorizada de la descripción y la narración en el doble juego imagen-texto, para luego terminar con un apartado que recoge la polémica acerca de las técnicas que utilizó Posada y los juicios de la historiografía para la obra gráfica del notable grabador.

           Lo dicho aquí es apenas un atisbo a la riqueza del libro de Aurelio de los Reyes, que se mueve entre la historia de los programas de espectáculos, el grabado popular, la historia de los espectáculos, la historia de la tipografía, las técnicas de reproducción masiva, etcétera. Libro breve, lleno de sorpresas en cada comentario, en cada imagen.

            En la función de recreo que esta tarde nos ha preparado el empresario Aurelio de los Reyes en este “Gran Teatro Lerdo de Tejada”, de la calle de República del Salvador 49, antes Teatro Arbeu, aparecen como novedosas atracciones, en igualdad de circunstancias:  Fitzimons y O’Brien, el bellísimo león africano Nero; un cocodrilo; la Romero con sus tangos; la simpática actriz Señorita María Servín; La Llorona; una compañía acrobática de variedades, fieras y animales; el Cerro de las Campanas; el novio de doña Inés; San Juan de Dios; Ana Bolena; don Francisco de Quevedo; don Juan Manuel y el virrey marqués de Cadereyta; Bruna la Turronera; tapados y careados de cinco libras; el paso del Niágara; los Mártires de la Inquisición; Porfirio Díaz; la Virgen de Guadalupe; el Máscara Rojo; Los seis grados del crimen; Sara de Córdoba vestida de Caperucita Roja; Miguel y Luzbel; el Vesubio de Nápoles; Cristóbal Colón; la Cabaña del tío Tom; Juárez y Maximiliano; Julieta y Romeo; Los Mártires de Tacubaya; La Cenicienta; Isabel la Católica; un atleta Ruso, Toni el Clown; el grabador Posada, los Manilla y como final de fiesta un Gran Coro de Maricones. Esperamos que la función sea de su agrado. Nota: Se admite el retapo arreglado. La empresa se reserva el derecho de admisión. No de devuelven las entradas. Otra nota: Los pianos y órganos que se usan en este teatro son de la acreditada casa A. Wagner, sucursal Zuleta Nos. 12, 13 y 14. Muchas gracias.

Inserción en Imágenes: 01.06.06.

* Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.



   
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