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rastros

Memoria y elogio de la cátedra de
 Jorge Alberto Manrique en la Facultad de Filosofía y Letras


Gustavo Curiel*
curielm@servidor.unam.mx

 

Con el cariño de siempre para
Jorge Alberto Manrique en su
merecido homenaje.


Conocí al maestro Jorge Alberto Manrique en los inicios de la década de los años setenta, cuando tomaba fuerza el grupo de destacados historicistas que formara don Edmundo O'Gorman, a saber: Eduardo Blanquel, Roberto Moreno de los Arcos y el propio Jorge Alberto Manrique. Él era, entonces, maestro mío en la materia de Arte Colonial Mexicano en la Facultad de Filosofía y Letras, así como director del Instituto de Investigaciones Estéticas de esta Universidad. En esa época, como ahora, su inconfundible y fuerte personalidad infundía respeto; en cuanto Manrique expresaba sus ideas -ya fuera en el papel impreso o desde la cátedra-, tal respeto caminaba al parejo de una profunda admiración por la brillantez de su mente. Su enérgica presencia se hacía notar de manera inmediata entre los alumnos, no sólo por la diferencia de edades y la erudición, sino por algo muy difícil de descubrir: una intrincada e impredecible personalidad llena de aristas (nunca se sabía con qué iba a salir ni cómo iba a reaccionar ante tal o cual pregunta, o comentario aleatorio).

           Recuerdo verlo entrar por los pasillos de la Facultad, las más de las veces vociferando porque no había llegado a tiempo -desde el inicio de su clase- el ahora arcaico, obsoleto y descontinuado proyector de diapositivas; a la vez que preguntaba a diestra y siniestra -sin importar quién estuviera presente, si había o no un interlocutor- si es que acaso había solicitado no un proyector de imágenes sino la puntual presencia en el aula de la mismísima salamandra dorada, mítica bestia de inalcanzable consecución. Debo señalar que desde mi perspectiva de estudiante había una parte de su persona que me llamaba mucho la atención y atraía sobremanera, esto es, el notable manejo de un vasto, erudito y magnífico lenguaje, plagado de un sinnúmero de elegantes sabidurías cortesanas y no pocas sabrosas expresiones populares, producto estas últimas de un México que ya se fue, que ya pasó, que ya es Memoria.

           En esa época era muy placentero dejarse subyugar por las palabras. Manrique no tenía prisa por terminar la clase; era como si el tiempo no existiera. En ocasiones el discurso finalizaba con fragmentos de los escritos de don Carlos de Sigüenza y Góngora o de Sor Juana Inés de la Cruz. De igual forma podían entrar en escena increíbles narraciones -mejor dicho, crónicas urbanas de la Ciudad de México- como aquélla en la que refería que los maestros de obra de la ciudad compraban en la Librería Porrúa del Centro Histórico el famoso Tratado de los cinco órdenes de arquitectura del italiano Jacobo Barozio da Vignola, volumen del Renacimiento que, manchado de mezcla y polvo de las obras, cargaban los trabajadores bajo el sobaco, junto con la escuadra y el cincel (instrumentos todos que les permitían hacer cortes estereotómicos en las piedras). Esto lo pude comprobar cuando en cierta ocasión inspeccioné en las vitrinas del Monte de Piedad y pude ver que estaban empeñados cajones de herramientas y los mencionados libros. Fue en ese entonces cuando comprendí la verdadera dimensión de la enciclopédica sabiduría que Manrique volcaba frente a sus alumnos, ya en la cátedra, ya en los coloquios del Instituto de Investigaciones Estéticas (Manrique promovió la existencia del primero y ya suma el número veintinueve), ya en los fabulosos viajes que hicimos a conventos del siglo XVI, ya en las amenas entrevistas en el sexto piso de la Torre de Humanidades, o en las charlas que de manera espontánea se daban después de clase en el "aeropuerto" de la Facultad. Manrique me descubrió no sólo la historia del arte mexicano sino también el complejo lenguaje formal de la arquitectura (toros, escocias, botareles, mechinales, bancos, sotabancos, capialzados y tajamares), los altos pensamientos de Justino Fernández, el ácido y recalcitrante humor de Francisco de la Maza (fue en esa época cuando leí "Las turgencias [ sic ] de Sor Juana"), así como las profundidades filosóficas de don Edmundo O'Gorman. Pero por lo que le estoy eternamente agradecido es por ciertos detalles menores, que se podrían bautizar como de enseñanzas de vida. Aún recuerdo la vez que fui regañado por no conocer el nombre de una planta que aparecía pintada en el ángulo inferior de un cuadro virreinal, representación a la que rápidamente etiqueté, para que no quedara en evidencia mi ignorancia, como una yerba ni siquiera como hierba. Toda planta -me corrigió Manrique- tiene un nombre o, mejor dicho, merece tener un nombre que la describa para que la planta sea y tome forma en el intelecto (argumento muy historicista, por cierto); pueden haber dos o más, el que atañe a la biología es el científico -añadió mi maestro-, pero también hay descripción y aprehensión en aquellos nombres que la sabiduría popular otorga a las plantas; a veces resulta que es más sabia y precisa la segunda descripción, pues opaca y se lleva de calle a la primera -concluyó mi maestro-. Aparte de enseñarme cómo eran la pilastra estípite y la columna salomónica, y si hubo o no un arte churrigueresco en la Nueva España, cómo eran las particulares formas del barroco anástilo y del neóstilo, y en qué consistía el arte tequitqui -modalidad artística tan de moda en esos momentos-, Manrique me enseñó a reconocer a la yerbabuena, al tomillo, a diferenciar el cilantro del perejil (ambos me parecían iguales), a identificar a la yerba del pollo, a la cuasia y a la pasionaria; sólo entonces comprendí que la damajuana no era una planta sino un recipiente para contener alcoholes y que la achicoria y la chaya se comían, tal era mi ignorancia. Una soleada tarde Manrique me descubrió en el jardín de una casa el azul intenso de la flor del romero, color que aparecía mencionado en documentos virreinales y que fuera utilizado para denominar a ciertas telas de seda china de ese inconfundible y profundo azul que tira al morado. Por lo que toca a las hierbas comestibles, Manrique me abrió de repente los sentidos al hacer que las tocara, las oliera y las viera, así pude entrar en el laberinto de sus nombres y audaces formas, a la vez que pude saborear sus increíbles y particulares sabores. Lo mismo sucedió con las piedras: chilucas, canteras, tenayucas, villerías, tezontles, granitos, mármoles y jaspes. En ese entonces no había piedra que no manoseara para tratar de identificar y recordar sus cualidades.

           Otras de las muchas enseñanzas de Manrique tienen que ver con la idiosincracia del mexicano. Nunca olvidaré aquella visita que hicimos -rasaba ya el mes de diciembre- a la fonda El Morral del centro de Coyoacán, singular comedero familiar manejado -según palabras de Manrique- por una caterva de gordos michoacanos. No habíamos terminado de entrar al restaurante cuando el maestro se precipitó sin ambages: "fíjese, Gustavo, aquí todos son gordos: la mamá, el papá, los hijos, las nueras, hasta el perro de la dueña está sobrado de peso, lo que hace suponer que aquí se come bien". Acto seguido vimos a uno de los gordos de tarasco linaje encaramado en una escalera; su rolliza humanidad estaba sumamente atareada, pues colgaba de donde podía vistosas decoraciones navideñas. Manrique, que de cualquier cosa saca un sesudo discurso por su particular visión crítica de la realidad circundante, trajo a colación que en México solamente disponemos de dos decoraciones en el año, las del mes patrio y las de la navidad, ambas -añadió- usan los mismos colores: verde, blanco y rojo. "Fíjese, Gustavo, lo que está haciendo el gordo: quita las horrendas figuras del Padre de la Patria (que parece un viejito) y la apoplética Corregidora (de chongo muy estirado) para intercambiarlas por poinsetias de lustroso papel colorado." Y prosiguió: "las libérrimas campanas sirven para los dos fines decorativos (note usted que pueden ser recicladas), y los trineos y los santacloses que ahora aparecen en escena van a durar pegados a las paredes de esta fonda hasta el Grito del próximo año". En efecto, cada vez que me fijo en la vigencia de las dos decoraciones del pueblo mexicano, muchos renos, pinos y nochebuenas duran de diciembre a septiembre, en tanto que los torpes y acartonados perfiles de los héroes que nos dieron patria transitan de septiembre a diciembre. Solamente el certero ojo de Manrique pudo detectar los ciclos de las no tan efímeras decoraciones.

           Si algo exaspera a Manrique y lo saca de quicio es la ignorancia. Considero que esta actitud es una de las facetas más representativas de su personalidad. No les cuento cómo terminó una alumna del curso de Arte Colonial Mexicano, quien después de haber ido ampliamente motivada por lo que el maestro le transmitía en sus clases a recorrer varias ciudades de España, regresó eufórica a decirle que, allende los mares, en la Península, sí había "mucho arte colonial".

           Manrique, todos lo sabemos, no sólo domina el lenguaje de las Artes, sino también el que concierne a la jurisprudencia, el de la tauromaquia, y muchas otras terminologías especializadas; pero a mi juicio, uno de los lenguajes más valiosos que maneja -y en el que se mueve como pez en el agua-, es el de la sabiduría popular, aquel que ha sido transmitido de generación en generación (él mismo es un valioso eslabón en la cadena). Por ejemplo, en cuanto se aproxima a su casa montado en un taxi, indica al conductor que lo baje justo donde está el ancón de la calle. No sé si a Manrique lo dejan donde él quiere, o cuando ya se pasó de largo hasta la carnicería de la esquina de San Francisco Figuraco: "La Antigua Vencedora", ni si el taxista conoce o no lo que es un ancón. De lo que sí estoy seguro es que él está decidido a seguir usando ese rico y sabroso lenguaje, aquél que le transmitieron sus mayores, el que de niño escuchó en Azcapotzalco.

Dentro de este perfil de hombre del Renacimiento, de hombre que lo tiene que saber todo, recuerdo una entrevista que sostuve con él para que revisara un capítulo de mi tesis de licenciatura en la recién ocupada casa de la calle Alberto Zamora, en Coyoacán; era un sábado por la mañana y la familia se encontraba en plena mudanza. Subimos a la biblioteca, que era un verdadero campo de batalla; todo mundo acomodaba -o, mejor dicho, trataba de acomodar- cajas, libros, papeles, los más desemejantes objetos, multitud de cuadros de pintores contemporáneos, esculturas, artesanías y ropa. Creo que Ícaro y los gatos también andaban por allí. Manrique no percibía el caos que había a su derredor; desde muy temprano estaba literalmente pegado a los periódicos del día, a sus cigarros negros Del Prado y a su fuerte y sápido café sin leche, mientras analizaba minuciosamente, paso por paso, un terrible crimen sucedido días atrás, acto en que habían sido acuchillados un matrimonio de acaudalados ancianos. Pasó largo tiempo desmenuzando la información, leía y releía los escritos, volvía a analizar las declaraciones de los familiares y sirvientes, mascullaba algo, para luego quedarse callado, hasta que por fin me dijo: el asesino es el nieto. Cosa que con el transcurrir de los días resultó ser cierta. Al maestro Manrique nunca le reproché su faceta de eficaz y preciso detective ni el voraz interés por los detalles de la nota roja, pero el capítulo del retablo mayor de Tlalmanalco con sus estofadas esculturas barrocas tuvo que esperar para otro día en que las noticias de la prensa no me ganaran su atención.

A Manrique le interesa todo: el arte y la historia (que son sus principales pasiones), la Universidad Nacional Autónoma de México, la política, la Geografía, los mapas y los toros (fue apasionado martinista quien presenció los portentos de aquel apoteótico natural del Día de Reyes de 1976, cuando -según él- Manolo Martínez empezó de lejos, acercó al toro hasta lo increíble y lo despidió pegado al muslo). A nuestro maestro le interesan sobremanera las plumas fuente, los finos papeles de importación y los lápices para dibujar, todas las vanguardias y las minorías, la música, la ciencia y el graffitti , en suma, todo el saber universal. El maestro también se ocupa de la cocina, otra de sus grandes pasiones -es un experimentado cocinero y un delicado y propio comensal que gusta de usar con señorial propiedad cubertería de plata fina-. Ir con Manrique a un mercado es un acto lujurioso; hace muchos años estuvimos juntos en los tianguis de Amecameca y en el de San Martín Texmelucan; con cierta frecuencia nos encontramos en el Superama de cerca de nuestras casas en Coyoacán. Cual si se tratara de un sacrosanto ritual, Manrique pasea con gran parsimonia y no poca elegancia entre los puestos, analiza con mente de historiador la multitud de productos que allí se expenden, comenta sobre las yerbas, los aliños, los frutos secos, las semillas, los chiles -de éstos se sabe todos los nombres y sus procedencias-, las carnes, las aves y los mariscos, a la vez que comparte con sus interlocutores historias privadas y andanzas de académicos que gustan de la alta gastronomía. Su caldo de habas, las alcachofas a la romana, los pescados en múltiples formas y los callos de hacha a la mostaza de Dijón que prepara son verdaderas delicias, "obras de arte" para paladares muy refinados. Cierto día, en una calle del sur de la ciudad, le vendieron un descomunal pescado que -me dijo- compró por el solo hecho de ser un bicho bello, enorme y muy gordo (argumentos, según él, válidos para justificar la compra); cuenta que ya en su casa no había manera alguna de que el pescado entrara en una cazuela, ni en aquellas inmensas en las que se preparan los moles de fiesta. Cuando lo he ido a saludar, cerca de la Navidad, se le encuentra en la cocina desalando y limpiando el bacalao de la cena familiar; es allí, en ese cálido y humeante sitio de la casa del Cuadrante de San Francisco, donde recibe a los amigos que lo visitan para darle el abrazo de fin de año.

           Otra faceta del homenajeado digna de destacar es la que concierne a la defensa del patrimonio artístico y cultural de México. Al igual que el batallador Francisco de la Maza, Manrique ha librado no pocos encontronazos para tratar de detener el certero y terrible efecto de las piquetas. Allá por el año setenta y siete me tocó acompañarlo, primero a Los Pinos y luego al noticiero de Jacobo Zabludobzky -en una época en la cual la defensa del patrimonio artístico aún no era noticia importante-, para tratar de salvar de la destrucción total a la elegante Plaza del Baratillo de Guanajuato. En dicha batalla perdimos, para siempre, la magnífica casona dieciochesca que albergaba a la singular cantina decorada con murales de charros cantores; me refiero a El Incendio, piquera de gran tradición que fue sustituida por un insulso y estúpido pasaje neocolonial de "arquitos invertidos", cuya ínfima vocación fue, y sigue siendo, la de vender artesanía chatarra.

           Muy pocos saben que Manrique hizo un viaje de muchísimas horas desde el cono sur a México, replegado en un incomodísimo asiento de clase turista, mientras cargaba entre sus manos una rara y valiosa sacra de arte plumario del siglo XVI que, por gestiones de él y de Nelly Sigaut, por fin había comprado el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes a un coleccionista particular. Manrique sabía de antemano que no había otra forma de sacar a esa obra de arte del austral país en que se encontraba para traerla a su lugar de origen. Gracias maestro, por su audacia, por no dejarse vencer por el miedo que pasó en las aduanas correspondientes. México puede sentirse satisfecho de poseer de nueva cuenta tan afamada obra de arte; ahora puede ser estudiada y admirada en nuestro país.

           El maestro Manrique no puede dejar que las cosas bellas terminen en el camión de la basura. En cierta ocasión llegó a su casa cargando un sillón Thonet de austriacas y retorcidas formas que alguien había dejado a la mitad de la calle. Con un cincho de metal, que sirvió para reforzar al mueble, el asiento de tres plazas quedó como nuevo y se ha vuelto a usar en la sala de su casa.

           En la temprana década de los años setenta, Manrique me enseñó a viajar cómodamente en ciertos aviones. Siempre que viene al caso, menciona la enorme felicidad que le producían los amplísimos asientos de los desaparecidos turbohélices de Ecuatoriana de Aviación, singulares y toscos armatostes que de nuevos -de eso no me cabe la menor duda- participaron en la Segunda Guerra Mundial. Por recomendaciones de Manrique viajé en esa línea aérea -de una sola sentada- de la Ciudad de México a Acapulco (el avión bajó al puerto para tomar combustible, pues por alguna razón que ignoro era más barato), más tarde remontamos hacia Panamá, y luego hasta Guayaquil y Quito, pues mi destino final era la grísea Lima con su garúa. El eterno viaje, costeando siempre a lo largo del Océano Pacífico, valió la pena, pues logré conocer a detalle numerosos ejemplos del barroco sudamericano. Con lo que había aprendido en las clases de Arte Colonial Mexicano pude disfrutar aun más de la recia Merced del Cuzco, del púlpito de San Blas (imponente tribuna con el más intrincado horror vacui que he conocido), de la pintada y coqueta Andahuaylillas (en las frías alturas andinas), de las estupendas balconerías del palacio Torre Tagle en Lima, y otros muchos monumentos. Gracias a las recomendaciones de Manrique el viaje fue bastante más placentero, pues debo decir que aparte de la comodidad de los asientos, el "lechero" avión de Ecuatoriana aterrizó en Lima, después de veintitantas horas, casi vacío. Fue tal la cordialidad de la tripulación por llevar pasaje, que a varios de los compañeros del Centro Mexicano de Estudios Históricos A.C. los dejaron entrar en pleno vuelo a la cabina del avión. En la tercera época de esa asociación de estudiantes, Manrique colaboró al participar en varias visitas guiadas. Con él fuimos a Actopan e Izmiquilpan, a Chalco, Tlalmanalco, Amecameca, Ozumba y Nepantla en agotadotes viajes llenos de colosales experiencias y muchas aventuras. Aparte de las soberbias iglesias, capillas abiertas y retablos dorados de esos sitios, recuerdo que en Amecameca Marco Díaz Ruiz (q.e.p.d.) y Manrique me hicieron probar un curado de pitaya que me pareció asqueroso.

            Otra de las deudas que tenemos con nuestro querido maestro fue la valiosa enseñanza de libertad de expresión que nos legara en la necia polémica que desató la terrorífica asociación denominada Provida, cuando Manrique era director del Museo de Arte Moderno, y que le costara nada menos que el cargo. Al enfrentarse al tú por tú con un literalmente menos tú -me refiero al nefasto Jorge Serrano Limón-, en la Universidad Iberoamericana, Manrique libró una dura y ejemplar batalla contra las fuerzas más retrógradas del país, que implacables, feroces y vociferantes, se retorcían por dizque haberse profanado un símbolo religioso intocable: la Virgen de Guadalupe. Unos días después que Manrique dejara la dirección del museo varios de sus alumnos nos reunimos con él para festejar -ya que dentro de todo lo que había pasado había mucho que festejar- (algunos sectores del pueblo de México reaccionaron favorablemente y abrieron los ojos ante un cobarde acto de censura que ejercieron oscuras autoridades con y sin sotanas). Reunidos, al filo de las dos de la tarde, en la afamada y tradicional cantina La Guadalupana de la calle de la Higuera, establecimiento que abrió sus puertas en 1932, se brindó con tequila por la libertad de expresión; todo ello, nos quedaba claro, bajo el manto protector de la morenita del Tepeyac. Como apostilla hay que señalar que en esa época ninguno de nosotros sabía que el escuálido Jorge Serrano Limón gustaba de lucir diminutas tangas en sus interiores.

            De la multitud de textos que ha escrito Jorge Alberto Manrique hay uno por el que siento especial devoción. Me refiero al profundo ensayo de carácter filosófico titulado: "Toreo: tránsito y permanencia", aunque debo aclarar, para descargo de mi conciencia, que en las corridas de toros "le voy" al toro, y soy ferviente admirador de Superanimal. El mencionado ensayo es un inteligente escrito que apareció publicado en el libro Arte efímero en el mundo hispánico, con motivo del V Coloquio Internacional de Historia del Arte del Instituto de Investigaciones Estéticas, celebrado en la ciudad de Morelia. Considero que para los alumnos de arte virreinal de la licenciatura ese texto es fundamental -aunque no se hable allí de retablos, baldaquinos, portadas o esculturas- para comprender los complejos derroteros por los que transitan tanto el proceso creativo como la obra artística. Dice Manrique en ese escrito:

El toreo es, esencialmente movimiento. Todo lo bueno y lo malo que en el toreo puede hacerse se desarrolla en el tiempo: y el tiempo es no sólo el ámbito de su discurso, sino muy precisamente su cualidad. [...] Tiempo, siempre tiempo [...] Tiempo, pero también espacio. Porque el sitio del toreo, el paso de la bestia y el desahogo necesario se dan en el espacio. Ambos coincidentes para que el buen toreo exista. [...] En la condición temporal (y espacial) del arte de torear se plantea su condición de arte efímero [...] Y esa presencia de forma, tiempo y espacio es absolutamente única e irrepetible. [Un lance] muere en el momento en que concluye. [...] De un gran pase, de una gran faena, no queda sino el recuerdo, tan reinventado como todo recuerdo, tan subjetivo como todo recuerdo (aunque con alguna forma de intersubjetividad: las grandes faenas, aún en el recuerdo inventado, son precisamente las mismas). [...] En el ámbito del toreo -escuela de vida en tantas cosas- que es eminentemente historia, el pasado es hecho no repetible, pero absolutamente real y actuante en cada uno de los que lo recuerdan, o recuerdan el recuerdo de quienes lo recordaron.

           Concluye Manrique en ese magistral escrito: "la permanencia del toreo se da en el indispensable apego a una tradición y en la peculiar permanencia que es la historia".

           Ahora bien, si la historia es permanencia en el tiempo -agrego yo-, los atropellados recuerdos aquí narrados, o mejor dicho mal toreados por mí, son ya parte indisoluble de mi Memoria; al hacerlos extensivos en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, esos recuerdos son ya parte de nuestra Memoria colectiva. Gracias maestro Manrique por ser el pivote en el que giran estos recuerdos, gracias por torear magistralmente al tiempo en los espacios de esta Universidad. Con su brillante inteligencia usted nos ha brindado colosales faenas. En sus escritos nos ha regalado inolvidables fiestas de arena y sol que perdurarán en el tiempo. Aún nos faltan muchas tardes de toros, aún nos falta conocer muchos de los nombres de los colores de las flores, aún quedan por nacer futuros recuerdos y ricas enseñanzas de vida.

* Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.



   
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