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rastros

Alma mater: organismo vivo

Martha Teresa Carbajal Sobreyra*
msobreyra@prodigy.net.mx


I

La palabra jubilación viene de júbilo, me comentó Mina Ramírez cuando me jubilé; me contenté y reconforté. Y en verdad me puse jubilosa. Fueron un paso y una decisión difíciles: dejar de asistir todos los días a ésta que he considerado desde hace mucho tiempo mi casa. Yo diría, desde siempre.
           El trabajo, la práctica de lo aprendido, lo apliqué al principio, en el Departamento de Auditoría Interna del Patronato Universitario, en donde cubrí mi servicio social. Fue muy revelador percibir tras bastidores la maquinaria “no escolar”, detrás de las ventanillas y en las oficinas de la UNAM. Maravillada, observé el movimiento administrativo de las dependencias (escuelas, facultades e institutos) a las que iba a hacer auditoría. Me gustó mucho y por eso me quedé a trabajar en la UNAM, que como contadora, en cualquier otro lado me hubiera podido colocar.
            Anteriormente, el Departamento de Auditoría Interna se ubicaba en la Torre de Rectoría (hoy se encuentra en la Zona Cultural), desde luego en la Ciudad Universitaria, al sur de la Ciudad de México. Así que cuando no iba de manera directa a las dependencias, llegaba al Departamento de Auditoría. Muchísimas veces me encontré a don Luis Padilla (q.e.p.d.), el cajero general de la Universidad, que llegaba a trabajar al Departamento de Ingresos. Don Luis siempre decía: “Yo no me jubilo porque ya estoy inventariado.” Él, alto, fornido, con una sonrisa franca y bonachona, caminaba todos los días por la explanada, al igual que todos los trabajadores que iban a la Rectoría. Don Luis se detenía cada vez que encontraba a alguien conocido, le estrechaba la mano, y si era mujer, se la besaba. Cuando llegaba a la Caja General, saludaba en la misma forma a cada uno de sus colaboradores. Defendió con su vida la Caja, literalmente, ya que murió en un intento de robo a finales del año 1994. Al año siguiente, la Universidad instituyó el Reconocimiento al Mérito Administrativo Luis Padilla, como un homenaje póstumo.(1) La Universidad es un semillero, semillero de personas maravillosas, algunas de las cuales además he conocido.
            La Universidad me atrapó desde que pisé las losas de los pasillos de la Escuela Nacional Preparatoria, número uno, Gabino Barreda, que se ubicaba en lo que hoy es el Museo de San Ildefonso, en el centro de la Ciudad de México, y lo corroboré cuando recorrí los jardines de la Ciudad Universitaria. El primer día, ya como estudiante de la licenciatura, parecía que era la primera vez que veía el muro semicircular sobre la Avenida Universidad, a la entrada de Ciudad Universitaria: “Universidad Nacional Autónoma de México”. El corazón se me salía de tan fuerte que palpitaba. Sentí una emoción indescriptible. ¡Ya estaba en CU, en la Universidad!



            Llegaba todas las mañanas a las siete. Iba a clases a la Facultad de Contaduría y Administración en los terrenos del Circuito Escolar, en donde hoy se encuentra la Facultad de Economía. En los dos primeros años de la carrera de contador público, tomaba las clases por la mañana. A partir del tercer año, las clases eran por la tarde o en horario mixto, para poder trabajar y adquirir experiencia. Después de las clases caminaba por las facultades, por prácticamente todos sus rincones. No hubo laboratorio, aula o cafetería de alguna escuela o facultad de CU que yo no haya visitado. Me comía con los ojos todas las maravillas que ahí se encuentran, como los murales, y respiraba hondo y profundo, “aquí en CU lo que sobra es belleza y paz”.
            La cafetería central, ubicada en lo que es hoy la Dirección General de Orientación y Servicios Educativos, era una de las cafeterías universitarias más grandes. Allí, mientras tomaba un café, observaba en los jardines de las islas, un encuentro de futbol llanero, o simplemente “filosofaba”. La cafetería predilecta de los estudiantes y profesores de aquella época era la de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en donde Tacho, el mesero, servía un delicioso café capuchino o unas suculentas enchiladas.
            Aquí abro un paréntesis en cuanto al tiempo, para comentar que las cafeterías se cerraron unos años más tarde y algunas dependencias ampliaron ahí sus instalaciones. (Actualmente, existen cafeterías en algunas facultades, como las de Filosofía y Letras, Ingeniería y Arquitectura.) En el caso de la cafetería de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, el lugar fue ocupado por las oficinas del Departamento de Personal de la misma Facultad, área de la que fui años más tarde la titular. Regreso a las cafeterías, e insisto, la de Ciencias Políticas era la mejor. La peor era la de Medicina, ya que se encontraba precisamente encima del anfiteatro y olía a “muertito”, a formol, y los alimentos que ahí se servían no se nos antojaban.
            La Facultad de Medicina, con sus rampas, es imponente. A lo lejos, desde la explanada donde se ubicaba la Facultad de Ciencias, se puede observar el mural La vida, la muerte, el mestizaje y los cuatro elementos de Francisco Eppens Helguera. Es el sello monumental de la fachada de esa Facultad.(2) Regresaba a las clases, caminaba y continuaba con mi descubrimiento los siguientes días. La Facultad de Química parece, desde su lado norte, una embarcación con múltiples chimeneas. Hacia allá también me dirigía. Mis pasos me llevaban muy seguido a ese lugar. En mis años de secundaria había decidido estudiar química; tuve una excelente maestra que influyó en esta decisión. Pero después no estudiaría esa carrera, porque tuve que trabajar muy pronto y por eso me inscribí en la Facultad de Contaduría y Administración.


            Allí, en la Facultad de Química, los olores, los “aromas” de las sustancias que emanaban de los laboratorios, me provocaban éxtasis y una añoranza por lo que ya no sería. Después, regresaba, desandaba los pasos y volvía a mi Facultad, y lo digo con mucho orgullo. Durante algunos años me estuve peleando con la vocación, hasta que un día me convencí y me dije que “mi vocación sería hacer lo que tenía que hacer, lo mejor posible y con el mayor gusto”. Y desde entonces disfruté ser estudiante de la Facultad de Contaduría y Administración, y posteriormente desempeñar mis sucesivos trabajos. También, me daba unas escapadas al que fuera Museo Universitario de Ciencias y Artes, del cual recuerdo dos grandes y espléndidas exposiciones con los temas Los números y La muerte.
            Estarán pensando, mis queridos lectores: “Y esta estudiante, ¿estudiaba?” Sí, estudiaba, también iba a la biblioteca y nunca reprobé un examen y tuve buenas calificaciones, solamente que mi espíritu de exploradora me llevaba a querer descubrir y a disfrutar de todo lo maravilloso que tenía a mi alrededor. En mi caso, es muy cierto lo que dice Robert Louis Stevenson en su Apología del ocio: “No es este momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación —la calle— que fue la escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la Vida”.(3) Aprendí mucho de mis andanzas por toda CU. Paseaba por las islas, por los jardines siempre bien cuidados, iba a la alberca y me daba unos chapuzones, asistía al Centro de Lenguas Extranjeras (CELE), para aprender un idioma, al igual que al cine-club. En fin, Ciudad Universitaria era y es una gran ciudad dentro de la Ciudad de México, en donde hay todo tipo de actividades y en donde una se convierte de inmediato en “universitaria de tiempo completo”: estudiante, paseante, nadadora, turista, cinéfila y fan de la universidad.
            Y la Universidad se expandió. Entre 1968 y 1969 éramos 96 400 estudiantes; para 1979 se estimaba que había 266 500 alumnos. En 2009, la institución tenía 305 969 alumnos.(4) Estas cifras me llenan de orgullo; cien años atrás, el 22 de septiembre de 1910, como se señala en la crónica de su inauguración: “La Universidad Nacional de México quedó instalada con un personal docente de 380 individuos y con 1 959 alumnos.”(5) ¡Cuánto ha crecido en cien años!
            Y se hizo la reforma universitaria. Se crearon los Colegios de Ciencias y Humanidades en 1971. (6) Siguió la reforma administrativa: se actualizó la infraestructura de la Universidad, se crearon las unidades administrativas, se implantó el presupuesto por programas y mucho más. (7)


            Volvamos al trabajo en Auditoría Interna. La oficina se ubicaba en el segundo piso de la Torre de Rectoría. Mi escritorio estaba cerca de la ventana, del lado oriental, frente a las islas, desde donde observaba a grupos de turistas que continuamente llegan a CU para admirar su belleza: sus murales, su arquitectura, sus jardines. Las labores de auditoría me parecieron emocionantes e importantísimas. Consisten en revisiones a las unidades administrativas en todas sus áreas: personal, presupuesto, bienes y suministros y servicios generales. Estas unidades se encargan del buen funcionamiento administrativo de las diferentes dependencias. Algo sumamente importante es el control interno. El estudio del mismo por parte de los auditores determina el grado en que debe hacerse la revisión: a menor control interno, la revisión es más exhaustiva. Esto ocurre no porque se tenga como objetivo “descubrir desfalcos o malos manejos” (con un adecuado y estricto control interno, eso no debería suceder), sino para verificar que se cumplan las normas, procedimientos, políticas, lineamientos, etcétera, de la legislación y la normatividad universitarias: que los recursos se manejen con eficacia y transparencia. Unos años más tarde empecé a trabajar en distintas dependencias, en diferentes áreas, como la de personal y presupuesto, y después, ya me hice cargo de toda una oficina administrativa. Así que ya me encontraba del otro lado del escritorio. Me tocaba que el personal de Auditoría Interna revisara el trabajo que hacíamos. Para mí era muy importante cumplir con la normatividad, los procedimientos y las políticas administrativas; llevar de la manera más eficiente la administración, pero lo más importante era el servicio: cumplir mi trabajo con vocación de servicio, y transmitir esto y hacérselo sentir al personal de la Secretaría Administrativa.
          Las funciones sustantivas que cumple la Universidad son la docencia, la investigación y la difusión de la cultura. Éstas reciben el apoyo administrativo que en la actualidad tiene el nombre de “gestión institucional”. Así, mi trabajo consistía en coordinar y supervisar, entre otras actividades, las de mantener limpia toda la dependencia, conservada (pintada, barnizada, etcétera), realizar los trámites de manera expedita (boletos de avión, viáticos, gastos de trabajo de campo, etcétera), asesorar al personal académico para presentar los comprobantes de gastos con la debida oportunidad, y de este modo colaborar con un granito de arena a la consecución de los fines de la dependencia y no entorpecerlos.

II


Me tocó, al final de la licenciatura, vivir el movimiento estudiantil de 1968, mismo que marcó un hito en la vida y en la historia del país. Yo trabajaba en ese entonces en la Secretaría de Educación Pública. Ya en pleno movimiento estudiantil, me resistía a escuchar las demagogias con las que algunos movimientos sociales envuelven a los incautos. Cuando el ejército derribó con un bazucazo la puerta de mi preparatoria, la número uno, me dio mucho coraje, porque ésa era mi casa. Ese bazucazo me dio en el corazón y me jaló de lleno al movimiento. Marché junto con el rector, ingeniero Javier Barros Sierra, para defender la autonomía de la Universidad.
          Después de esa marcha, el movimiento estudiantil creció en tamaño e intensidad. Íbamos a los mítines, las asambleas y a todas las manifestaciones que iban in crescendo. Por eso el 2 de octubre hubo aquella represión. El gobierno frenó el descontento con la masacre en Tlatelolco, en la Plaza de las Tres Culturas, a la que asistí con mis amigos Pedro y René. Al escuchar los disparos, los tres corrimos. Algunos gritaban: “No corran, las balas son de salva.” Yo iba despavorida, con la espalda arqueada como para evadir las balas.
          Cuando llegamos a un costado del edificio Chihuahua, había ahí algunos estudiantes que estaban replegados, porque a dos metros de distancia se encontraban los soldados con una rodilla en el suelo y cortando cartucho. Todos nos quedamos ahí un tiempo que se me hizo eterno. Yo tenía mucha rabia y sentía impotencia. De repente los soldados se pusieron de pie, en posición de descanso, y tomaron su fusil con las dos manos. Había un hueco muy pequeño entre soldado y soldado. De pronto, se escuchó una voz: “Avancen despacio”, y empezamos a caminar.
          Pasé entre dos soldados deteniendo la respiración, y sintiendo que, en ese momento, los soldados iban a cerrar el hueco que había entre cada uno de ellos. No sé por qué sucedió así, pero el caso es que ¡nos dejaron pasar! Atravesé la valla, y después corrí con mis amigos Pedro y René. Aterrados, cruzamos la avenida Manuel González, hoy eje 2 Norte. En la primera esquina dimos vuelta a la derecha. Encontramos el portón abierto de una casa y entramos al patio sin tocar: necesitábamos escondernos. Adentro, una señora, que resultó ser la madre de un soldado, nos abrió la puerta de la sala. Nos comentó que había dejado la puerta de la entrada abierta porque a su hijo lo habían acuartelado tres días antes, y al escuchar la balacera supo que algo malo estaba sucediendo. Después de varias horas en las que ya no se escuchaban ráfagas de metralleta o disparos, un hermano de Pedro pasó a recogernos, y me llevaron a mi casa.
          Al día siguiente, cuando me desperté, pensé que había tenido una pesadilla. Desafortunadamente no era así. Desde ese día me hice una promesa: “No vuelvo a ser carne de cañón ni borrego de nadie.”
          ¿Por qué? ¿Era muy difícil dialogar? ¿No había otra solución? La juventud idealista es con frecuencia carne de cañón. Seguiré defendiendo a la Universidad desde la trinchera en donde me toque estar, porque la Universidad ha tenido muchos enemigos y de todas las crisis por las que ha pasado ha salido bien librada.


          En la Universidad se vale opinar; se vale disentir. El ingeniero Barros Sierra así lo dijo:
La Universidad debe ser sede de la inteligencia y de la razón […]. El problema estudiantil es síntoma de problemas sociales que nuestra nación no ha resuelto todavía. Contribuir a su examen y elucidación es uno de los más altos deberes de la Universidad, que no eludiremos.
          Cabe recordar que nuestra convivencia se basa en el respeto mutuo, y sobre todo, en el amor y respeto a la Universidad. Esto implica, que así como hemos condenado la violencia de afuera, debemos eliminarla de nuestra institución para que prevalezca entre nosotros un orden responsable sin mengua de la libertad. (8)


          También así lo dijo el doctor Justino Fernández en el discurso que pronunció al recibir la medalla al mérito universitario el 15 de mayo de 1971: “No obstante las diferencias ideológicas que existan —como tienen que existir—, lo único que puede mantener en pie y en su función propia a la Universidad, es la unión de todos los universitarios por medio del sentimiento, de la relación cordial, de la apreciación profunda de la belleza, de la vida, del arte, de todo lo que es noble y generoso. (9)
          Aquí deseo enfatizar que he sido muy afortunada. Afortunada por haber estudiado el bachillerato y la licenciatura en la UNAM. Tuve excelentes maestros. De igual modo, afortunada por haber trabajado en la Universidad y por haber sido distinguida con una alta responsabilidad y porque se me otorgó toda la confianza en los diferentes trabajos que desempeñé. Los recuerdos que tengo de mis compañeros de escuela, de mis profesores, de mis jefes y compañeros de trabajo son uno de los tesoros más preciados y entrañables que guardo en mi corazón. Muchos de ellos también me han enriquecido con su amistad. Por eso, además de celebrar con inmenso orgullo y alegría los cien años de la Universidad Nacional Autónoma de México, me embarga la tristeza al saber que millones de jóvenes que ni trabajan ni estudian carecen de esa oportunidad que yo tuve.
          La Universidad y mis padres me han dado todo: educación y cultura; y me han inculcado honradez, justicia, lealtad. Uniendo esfuerzos y uniendo ejemplos con toda la comunidad universitaria, y poniendo en alto nuestros más excelsos valores, entre todos podemos incidir en círculos concéntricos, cada vez más amplios, que vayan abarcando más y más a toda la sociedad, para que ésta sea cada vez más justa y equitativa. Me jubilé. No pude, como don Luis Padilla, decir que no me iba a jubilar porque ya estaba inventariada. Sin embargo, sí estoy inventariada, porque tengo, al igual que muchos, bien puesta la camiseta de la UNAM.



III


Ha pasado el tiempo, mucho tiempo: desde la preparatoria, la facultad, el trabajo y la jubilación. Crecí; maduré.
          La Universidad continúa más radiante, expandiéndose tanto en CU y el Distrito Federal como en la República mexicana y algunos lugares del extranjero. Siempre bien cuidada, bien conservada. La prueba está en que ha recibido un alto reconocimiento internacional: su campus central hoy es Patrimonio de la Humanidad.
          Las personas estamos de paso: “no hay que olvidarlo, los hombres somos transitorios y los valores institucionales están muy por encima de nosotros”, dijo en otra ocasión el ingeniero Barros Sierra.(10) Sin embargo, ahí están las obras que nos han legado: sus investigaciones, los libros, las publicaciones, el arte de los universitarios ilustres, de los eméritos, de todos los que trabajan en la Universidad haciendo historia, de los que han pasado y aún transitan y han dejado y están dejando huella. Ahí están sus obras para la posteridad. También está el ejemplo de los que se han sacrificado por la Universidad, los que tienen nombre y apellido y también los que están en el anonimato.
          Hoy, como todas las veces que vengo a la Universidad, me invade la misma emoción que tuve al ingresar al edificio de San Ildefonso y después a Ciudad Universitaria. Aún me emocioné más el 10 de abril pasado, en el que asistí al concierto de gala en la Sala Nezahualcóyotl, con el que abrió sus puertas después de cuatro meses de remodelación, reequipamiento y actualización tecnológica, butacas nuevas, piso nuevo. Todo como siempre, bien cuidado. Dieron las 20 horas.

          La orquesta, la Orquesta Filarmónica de la UNAM, comienza a tocar los primeros acordes del Intermezzo de Atzimba de Ricardo Castro, con la interpretación del tenor Ramón Vargas. Me inunda la emoción. Estoy en casa. Sí, estoy en casa.

*Contadora pública por la UNAM. De abril de 1990 a abril de 2003 fue secretaria administrativa del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

1.Gaceta UNAM, núm. 2894, 26 de enero de 1995, p. 12.
2.Texto de Emilio Coral sobre el mural La vida, la muerte, el mestizaje y los cuatro elementos, en Guía de murales de la Ciudad Universitaria, México, UNAM, 2004, p. 66.
3.Robert Louis Stevenson, “Apología del ocio” en Memoria para el olvido, México, FCE/Ediciones Siruela, 2008, p. 59.
4.Gaceta UNAM, Cuenta Anual 2009, p. 15.
5.La Universidad Nacional de 1910, México, UNAM, 1990, p. 168.
6.Gaceta UNAM, tercera época, vol. II, núm. 7, 1 de marzo de 1971, pp. 1-2.
7.Gaceta UNAM, nueva época, vol. XVIII, núm. 2, 1 de febrero de 1969, pp. 2-4.
8.Javier Barros Sierra, en Gaceta UNAM, nueva época, núm. 16, 15 de septiembre de 1968, p. 16.
9.Justino Fernández, en Gaceta UNAM, tercera época, Vol. II, No. 34, 31 de mayo de 1971, p. 3
10. Consuelo García Stahl, Síntesis histórica de la Universidad de México, México, UNAM, 1975, p. 216.


Inserción en Imágenes: 24.03.11
Foto de portal: La conquista de la energía (1952-1953) de José Chávez Morado, Auditorio Alfonso Caso, exterior del muro norte, Ciudad Universiaria. Foto: Vicente Guijosa, Archivo fotográfico IIE-UNAM.


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