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rastros

Un paraje para acercarse y mirar a Beatriz de la Fuente*

Sergio Raúl Arroyo  

Sobre la órbita del ojo de una cabeza colosal proveniente del mundo olmeca, el trazo de una sombra diluye en una oscuridad total el haz de luz que define el párpado y la mirada hierática de un personaje sumergido en el tiempo. Esa imagen de Javier Hinojosa atraviesa no sólo el texto homenaje a Beatriz de la Fuente, sino el espíritu de quienes, a lo largo de los años, han sido capaces de descubrir signos, detalles y divisas de nacimiento y destino que cifran el entramado de la historia antigua de México. Los comentarios que forman este texto pretenden ser un testimonio austero, avivado por la lectura de una recopilación de ensayos que giran en torno a tópicos que han sido el eje del trabajo de una notable investigadora.

De algunos de esos ensayos he buscado hacer una breve referencia, para describir lo que, me parece, podrían ser algunos de sus alcances en ámbitos centrales del arte arqueológico mexicano. Desde luego, en esta antología está presente el sol que ilumina los caminos de la gratitud. Se trata de un ejercicio esencialmente historiográfico, suma heterogénea en la que aparecen tanto rasgos biográficos, descripciones puntuales de lo pasado, como preceptos inherentes al respeto por las reglas metodológicas, por la disciplina que materializa el trabajo en el taller del historiador y permite desdoblar el conocimiento especializado en relato que explica y convence. Aquí, los protagonistas de ese paisaje historiográfico son el arte prehispánico como acontecimiento, la tenacidad, recurso indispensable para llevar a buen puerto enormes proyectos interdisciplinarios, y la fina mirada de una historiadora del arte: Beatriz de la Fuente.

Durante poco más de cinco décadas, en clara posesión de sus medios, ha realizado un trabajo marcado por una visión pionera. Su mirada a las infinitas formas de la creación artística, y la necesaria intuición en torno a territorios desaparecidos de la estética, han orientado múltiples acercamientos a los mecanismos de la imaginación humana. En particular, nos ha permitido encontrar, detrás de las narraciones míticas del México antiguo y del reconocimiento a la habilidad de sus artistas anónimos, la articulación entre el acontecer histórico y el universo de lo sagrado, intersección dominada por el horizonte del arte.

A lo largo de esas décadas en las que ha escrito el ensayo vital de su vocación, la doctora De la Fuente inició su generoso pasaje por la Universidad Nacional Autónoma de México como investigadora, maestra, funcionaria y promotora incansable de líneas de investigación y divulgación. Acercarse y mirar, no puede ser sino una abreviatura de su trabajo, un pequeño itinerario de su influencia y su enorme vitalidad. La estructura del libro así lo revela; el perfil de Beatriz de la Fuente es evidencia impecable de una inclinación intelectual y una constatación del desenvolvimiento de una personalidad imbricada con una genealogía del conocimiento plena de filiaciones, constructora de un paradigma eficaz que lo mismo permite ver al mundo prehispánico con ojos modernos que diseñar una estrategia para la divulgación extensa de los estudios especializados.

Me parece entonces que al abordar la biografía de la doctora, estamos al mismo tiempo ante la evidencia de una línea de pensamiento de la que ella es motor fundamental. Muchos de los conceptos sobre el mundo olmeca y maya, sobre la escultura y la pintura mural prehispánica, que hoy manejamos como parte de lo que pudiera entenderse como un imaginario común, tienen origen e inspiración primaria en su trabajo académico e institucional, trabajo que rompe con las vertientes meramente arqueológicas y que recupera las formas y figuraciones como elementos centrales de la condición humana.

Seguramente esto explica la decisión de las organizadoras del memorable Coloquio, del cual este libro es resultado y registro testimonial, de proponernos tres vías para acceder a la lectura historiográfica de la doctora De la Fuente: una primera parte que versa sobre su vida y obra; un segundo apartado compuesto por ensayos sobre el mundo olmeca y, finalmente, una recopilación de reflexiones sobre el universo maya y mexica. Insistiría en mi impresión de que esta manera de estructurar el homenaje, más que poner en juego las afinidades electivas de las editoras, nos habla del lúcido reconocimiento de una filiación intelectual, de poner a la luz lo que los gremios académicos deben de una u otra forma al trabajo de la doctora.

Tal como lo hace la Dra. Teresa Uriarte en su presentación, al reconocer la imposibilidad de que todos los discípulos y colegas de Beatriz de la Fuente participaran en este homenaje, debo aceptar que la vastedad del libro hace también imposible su justa reseña. Por esta razón, sólo me es posible hacer tan sólo una semblanza, una lectura personal, del concepto general que transita por las páginas de esta publicación.

Lo primero que salta a la vista al leer el libro es la coherencia discursiva que concatena entre sí los textos. Es característica más bien rara en publicaciones dedicadas, como ésta, al homenaje de una figura, las cuales generalmente resultan sumatoria de textos atomizados. Hoy, con la venia de los autores he de referirme a un grupo de ensayos que perfilan cada sección:

La primera sección del libro abre con la genealogía universitaria e intelectual de Beatriz de la Fuente. Miguel León Portilla la busca desde su entorno familiar, en su hábitat elemental, pero también la observa desde su línea gremial, como lo hace la Dra. Uriarte en las enseñanzas de su maestro, Justino Fernández, en línea de transmisión que a su vez apunta hacia Salvador Toscano.

Sin embargo, me parece indudable que el carácter formal y sistemático del estudio del arte prehispánico que hoy nos parece parte natural del paisaje académico, si bien es heredero de notables maestros, se debe en gran parte al trabajo propio desarrollado por la doctora De la Fuente; sus objetivos ya se vislumbran desde sus escritos de maestría y doctorado: la escultura maya en Palenque y la escultura monumental en San Lorenzo Tenochtitlan y La Venta, temas que junto con otros, como la iconografía, conformarán los grandes leit-motiv de toda su trayectoria.

En cuanto a sus propias investigaciones, quizá la frase inicial de su primer libro (publicado en 1965) encierre en sí misma, como lo señaló la doctora Uriarte, la extensión del campo en que habría de manejarse Beatriz de la Fuente al afirmar que la “escultura maya tiene su estilo propio”, lo que anuncia, en su contundente sencillez, un punto de partida paradigmático, de extrañamiento con respecto a sus vecinos civilizatorios, declaración de principios teóricos y metodológicos que otorga historicidad precisa a un arte apenas comprendido; a objetos y creaciones ajenas al logos de Occidente que poseen dimensión estética e historia propias.

En ese sentido apuntan sus esfuerzos por sistematizar una iconología y una iconografía que descifren los códigos primigenios de las creaciones plásticas creadas fuera del canon occidental. Pero también, como señala María Elena Ruiz Gallut, por encontrar la definición del corpus del arte prehispánico que se desdobla en registros y catálogos, en instrumentos de consulta y aproximación. Así sucedió, por ejemplo, con la escultura olmeca, y más recientemente con la gran propuesta del proyecto de pintura mural.

En el texto que ofrecen los miembros del Seminario de Pintura Mural, encuentro una formidable coincidencia: se trata de un proyecto que conjuga, bajo el espíritu de Beatriz de la Fuente, a dos instituciones fundacionales en la construcción de la memoria mexicana: la UNAM y el INAH, este último incorporado bajo una idea central, tomada del modelo imaginado por Manuel Gamio, en la que la doctora ensambló un grupo interdisciplinario de especialistas provenientes de las humanidades y las ciencias naturales para estudiar el elemento patrimonial que, por su naturaleza, corre mayor riesgo de perderse: la antigua pintura mural.

Los objetivos del proyecto son axiales: registrar todos los murales, in situ o en colecciones, y sistematizar los datos arqueológicos, históricos y bibliohemerográficos, así como técnicas pictóricas, iconografía, elementos y signos de la biología y la astronomía, a la vez que se consignan las acciones y criterios de conservación. Al reconocer este amplio abanico de metas académicas e institucionales, nos acercamos a lo que es, sin duda, la preocupación final que anima a todo el trabajo: conocer de forma más íntegra al hombre prehispánico. El estudio del microcosmos que es la pintura mural nos permite acercarnos al macrocosmos y a la vida material de los pueblos antiguos: su arquitectura, historia, a sus esferas ideológica y religiosa, pero también a su idea cotidiana del mundo y sus relaciones.

En la sección dedicada a los olmecas, que abre con el ensayo de Ann Cyphers quien, a partir del estudio contextual de la escultura en la Costa del Golfo, propone fundamentar nociones sobre las relaciones sociales, y explica cómo la simbología contenida en las obras de arte nos permite dilucidar jerarquías y posiciones de poder, distinguibles en las cabezas colosales y los tronos, que pueden verse como indicio de los niveles existentes en la organización política-administrativa.

Rebeca González parte de un hecho: durante 80 años las esculturas en La Venta se han estudiado singularmente y no como conjunto. El abordarlas como emblemas de un universo más vasto, en donde se destaca la repetición como recurso litúrgico, hace posible la dilucidación de un orden, expresada en las ideas de distribución espacial, en el trazo arquitectónico y en un persistente sentido de la proporción. Ahí, se vislumbran patrones antes ocultos dentro del arte de la sociedad olmeca, que a su vez proyectan un escenario más nítido de la civilización mesoamericana en su totalidad. Tanto. Cyphers como González Lauck reconocen en Beatriz de la Fuente una persona clave en la renovación de la perspectiva que se tiene del mundo olmeca, al otorgarle una diversidad que cierta historia monolítica no fue capaz de advertir.

Anatole Pohorilenko realiza un estudio crítico de los presupuestos que han guiado el estudio de la cultura olmeca desde que Saville y Vaillant definieron su estilo de representación a principios de la década de los treinta del siglo pasado. Las investigaciones subsecuentes, a pesar de sus distintas propuestas, han partido de la idea de que el jaguar y su aún sospechada mitología son el discurso visual básico de un arte, dejando ver, además, el empleo de ejes arbitrarios para agrupar e interpretar su iconografía. Es con Beatriz de la Fuente, nos dice el autor, que el arte olmeca se reconoce como fundamentalmente antropocéntrico, a la vez que se establecen parámetros formales para descubrir el lenguaje plástico esa cultura.

En la sección dedicada a los estudios mayas, Mercedes de la Garza hace un balance de la idea fundamental que caracterizó el Clásico: si los dioses crearon a la naturaleza para el hombre, éste, a su vez, fue creado para adorar a la divinidad. Esta base de la cosmogonía maya se ve desplegada en sus creaciones artísticas, operación por la cual se reproducía, al interior del hábitat, el orden cósmico. Así, la arquitectura, la escultura monumental, la parafernalia y el ritual eran peldaños, para usar palabras de la doctora de la Fuente, de ese permanente diálogo entre los mundos. La necesidad estética se proyecta en necesidad vital –no mera práctica ritual--, ya que en sus realizaciones se constataba el portento divino que aseguraba el sustento diario y legitimaba a la autoridad del gobernante.

Teniendo como punto de partida el proyecto de pintura mural prehispánica, Diana Magaloni documenta la apasionante posibilidad de que el proceso de realización de los murales, incluso en sus niveles meramente técnicos, fueran parte de un rito de creación de un universo mítico, en el cual el artista se hacía portador de un deber y un poder sagrado.

El trabajo de Leticia Staines también ensaya una interpretación en el territorio de la pintura mural. Nos presenta las diferencias que ha encontrado en su estudio de las tapas de bóveda de la arquitectura maya, pues si bien la mayoría presenta constantes formales, como el hecho de que sólo se representa al dios K´awil, las discrepancias encontradas, por ejemplo en Ek´ Balam en los atributos y tonalidades de la divinidad, permiten inferir funciones muy precisas tanto de la pintura mural como de las mismas cubiertas de bóveda.

Mary Ellen Miller formula preguntas más que afirmaciones sobre las pinturas murales de Bonampak. Basada en las interpretaciones y decodificaciones actuales de los jeroglíficos mayas, lo mismo que en investigaciones iconográficas, cuestiona el orden de lectura que se ha supuesto para los cuartos 1, 2 y 3, e incluso, siguiendo a Kubler, plantea la probabilidad de una secuencia que nos guíe de una sala a otra.

Elizabeth P. Benson concluye esta sección con una sistemática comparación entre la cultura maya y la Mochica de Perú. Sin especular sobre posibles –y aún fantasiosos-- contactos interculturales, la autora abre la interesante veta de utilizar las investigaciones sobre Mesoamérica como base analógica para entender a esas sociedades.

La última parte del libro, con temas misceláneos, abre con Arturo Pascual, quien después de hacer un recuento de las últimas investigaciones correspondientes al Tajín del Clásico temprano, realiza una descripción sobre las características de una clase gobernante que privilegió el control de los caminos del área, y en cuanto a cómo éste hecho pudo configurar una lógica administrativa y una tipología arquitectónica.
A partir del estudio de las tumbas de tiro del Occidente prehispánico, Verónica Hernández busca fundamentar la aproximación polisémica de las manifestaciones funerarias. Al ser nudo de una pluralidad de fenómenos sociales, antropológicos y artísticos, las ideas y el arte mortuorio no se agotan bajo una única mirada. Esta metodología multiaxial permite, por ejemplo, entender las imágenes en barro de Occidente, consideradas por muchos de extrema simpleza, en su propia especificidad estética e iconográfica.

Mediante analogías con sistemas gráficos contemporáneos, como el álgebra o el modelo helicoidal del ADN, Elizabeth H. Boone explica convincentemente cómo el lenguaje figurativo particular de los tonalamatl expresaba gran cantidad de conocimientos, imposibles de expresar fielmente en un texto alfabético. Con el ejemplo de los libros adivinatorios, la autora comprueba que el lenguaje gráfico mexica no implicaba incapacidad por crear un sistema alfabético, sino que era la única manera de permitir la coexistencia de múltiples niveles informativos e interpretativos dentro de un determinado saber.

Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, que ya nos han entregado notables trabajos de investigación y divulgación que conjugan la visión de la arqueología con la historia, nos presentan un entramado de interpretaciones sobre el papel del Templo Mayor de la capital mexica, axis mundi que hacía inteligibles los rasgos míticos del Tonacatépetl y el Coatépetl, edificio cósmico formado de los opuestos que brindan luz y sustento, dualidad sagrada que se multiplica en todas las artes plásticas de ese pueblo.
Finalmente, y en consonancia con el texto que le antecede, Eduardo Matos nos recuerda cómo las ciudades mesoamericanas eran réplicas del cosmos indígena, donde edificaciones señaladas formaban el centro del universo en relación con un juego eterno con el movimiento solar. A esta concepción del cosmos, que recuerda y polemiza con las enseñanzas de Paul Westheim, corresponde una concepción artística que dialoga con lo sagrado: Era función del artista, agregaría yo atendiendo a los escritos que he reseñado de forma apretada, encargarse de un ritual fundamental: perpetuar los signos divinos materializados en sus creaciones. Arte funcional y fundacional, puente entre las realidades del mundo visible y el invisible.

La realidad es una esfera que no cesa de girar. Sobre su superficie pasan frente a nuestros ojos las aventuras de los hombres, guerras interminables y sabidurías fabulosas, noticias inverosímiles y pacientes crónicas que dan cuenta de la infinita dimensión de las cosas concretas, de la tenacidad de los mitos y las ilusiones. Beatriz de la Fuente es una figura atravesada por el esplendor de Palenque y la luz de sus plazas, por el sobrio despliegue de la sabiduría olmeca y por el valor republicano de las instituciones. Aquí está una ventana para acercarse y mirarla, para aproximarse a su lección de vida, una ventana para mirarla y encontrar una de las estaciones indeclinables de la dignidad humana.



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO