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posisciones

Las identidades

José Rubén Romero Galván*
jgalvan@servidor.unam.mx

 

México conmemora este año el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. Ello ha dado pábulo a que, de un modo u otro, se aluda continuamente al orgullo de “ser mexicano”, lo que nos lleva de inmediato a una cuestión que ha sido motivo de innumerables reflexiones. Se trata de las identidades. Este ensayo pretende abonar la discusión respecto de este asunto desde la perspectiva de la historia.
           Señalar sus límites territoriales ha sido una acción inherente a toda comunidad humana. Se trata incluso de una necesidad cuya satisfacción sigue siendo el origen de innumerables y sangrientos conflictos. Cuando los hombres eran nómadas, buscaban ávidamente su sustento y se movían según las estaciones del año para apropiarse de lo que la naturaleza les ofrecía ; establecieron con gran exactitud circuitos, rutas que recorrían de manera ininterrumpida, siempre con la certeza de que encontrarían lo necesario para alimentarse en los variados parajes por los que transitaban. Ello equivalía a constituir una suerte de frontera, toda vez que los miembros del grupo pocas veces se aventuraban más allá de los límites del circuito establecido, a no ser que, obligados por circunstancias externas, ya naturales, ya vinculadas con las dinámicas que se generaban en sus relaciones con grupos vecinos, decidieran mudarse a otras regiones.

A partir de esos tiempos remotos es posible trazar una historia de las delimitaciones espaciales creadas por los seres humanos, pues en la medida en que las comunidades se hacían sedentarias establecían con mayor nitidez los límites de sus campos de acción, sus fronteras. Es un hecho histórico comprobable que este fenómeno de establecer precisas delimitaciones espaciales, a las que ya hemos denominado fronteras, nos revela una más de las estrechas relaciones que el ser humano crea y recrea a partir del espacio y con el espacio mismo en el que desarrolla su existencia.
           En la actualidad, no sabemos por cuánto tiempo, algunas fronteras al parecer en algo se han desvanecido. Es el caso de aquellas de los países que forman la Unión Europea. Otras veces se ha querido, sin verdadero éxito, volverlas para muchos impenetrables, como ocurre con las que separan a ciertos países del Medio Oriente o bien como sucede con la que divide a México de los Estados Unidos.
           De un modo o de otro, cercanas o un poco más lejanas, las fronteras permanecen, incluso entre aquellos países que pregonan una unión. La razón es simple, pues toda nación, desde su surgimiento, ha visto en estas delimitaciones un elemento sin el cual resultaría imposible identificarse como entidad- Estado.


           Estos límites, las más de las veces productos del devenir político, no son los únicos que han operado en la realidad histórica. Existen otros, acaso más profundamente anclados en las entrañas de los seres humanos que habitan cada espacio del planeta. Se trata de sutiles fronteras que se dibujan gracias a la existencia, en el interior de los hombres, de un conjunto de rasgos culturales que hacen que los seres humanos que conviven en esa región se sientan parte de una comunidad. Más profundos que las fronteras políticas, estos límites están vinculados con otros elementos culturales que se insertan en complejos procesos del mismo orden que aquellos que les dan vida y que los dotan de formas, imágenes y actitudes peculiares.
           Los rasgos culturales a los que hemos hecho referencia, poseedores de un carácter eminentemente dinámico, reconocidos como propios por los miembros de un grupo humano específico, constituyen en su conjunto lo que se ha dado en llamar identidad.
           En otro lugar he definido la identidad como una estructura, una suerte de andamiaje por el que transita una serie de rasgos culturales. Esta figura ha querido significar el dinamismo propio de la identidad de cada grupo, que opera en tiempos muy distendidos, sin impedir que los miembros de las comunidades perciban que tales cambios obran en contra de la identidad que los caracteriza.
           Cabe preguntarse ahora cómo se generan tales rasgos culturales que circulan en ese andamiaje y llegan a constituir los elementos distintivos de quienes habitan en un territorio, muchas veces delimitado por fronteras políticas. La pregunta no es ociosa y la respuesta requiere una cierta dosis de imaginación. No es ociosa porque si bien la cuestión de las identidades se ha abordado desde diferentes ángulos, pocos autores se han preocupado por observarla desde una perspectiva histórica. La imaginación, por su lado, es ingrediente importante en este intento de explicación, ya que sin ella, en virtud de la información dispersa y no siempre de fácil lectura, sería prácticamente imposible acceder a una propuesta susceptible de ser confrontada y comprobada mediante casos concretos.


           Satisfacer la pregunta que se ha planteado conlleva la necesidad de hacer referencia a dos conceptos que, bien se habrá notado en lo hasta aquí expuesto, pueden considerarse recurrentes: comunidad y cultura. Es cierto que el término comunidad nos remite de inmediato al hombre en tanto ser al que sólo se le puede conocer y pensar como parte de un todo social; esto es, inmerso en una compleja y dinámica red de vínculos que lo atan a seres semejantes a él  y que dotan  de sentido a su realidad personal. Por su lado, la cultura es un fenómeno tan humano como la vida social a la que acabamos de referirnos, en cuyo ámbito encuentra la única posibilidad de realizarse. El concepto de cultura ha sido ampliamente explorado por un gran número de especialistas, quienes, con matices diversos, la definen como el conjunto de objetos ideales y materiales creados por el hombre, siempre dinámicos y cambiantes, siempre vinculados con lo que acontece en la vida cotidiana de la comunidad.
           En efecto, cultura y comunidad parecen vincularse en una relación en la que dialogan continuamente, dando origen a fenómenos muy diversos, entre los que se cuentan aquellos que bien podemos llamar “rasgos de identidad”, en la medida en que hacen que el grupo que los posee sea él y no otro.
           Para mejor comprender la manera como comunidad y cultura se vinculan en este devenir, es necesario imaginar a un grupo en aislamiento – lo que en la realidad es por mucho casi imposible–, para, hipotéticamente, como si fuera un tubo de ensayo, observar la manera en que se generan dichos procesos culturales.

Los rasgos que hemos llamado “de identidad”, si los observamos en un momento específico del devenir de la comunidad que los posee, sólo pueden ser entendidos como resultados parciales de un continuo proceso cultural caracterizado por una riqueza insospechada. En este contexto  interactúan de manera sostenida un sinnúmero de elementos de la realidad, correspondientes a sus dos niveles: lo material y lo ideal. Lo material porque en este ámbito el hombre se pone en contacto con la naturaleza, con la madre tierra y todo lo que en ella florece, para, a través del trabajo de todos los días, obtener su sustento cotidiano. Allí el ser humano resuelve los retos que le impone la naturaleza en la región que habita. Lo hace de una manera determinada, con los elementos que tiene a su alcance . Éstos resultan también peculiares pues son aquellos que demanda el medio natural en el que vive y actúa. Por otro lado, de ese trabajo cotidiano, el hombre obtiene los frutos que produce esa región en particular. De aquí surgen elementos que se inscriben en lo cotidiano, formas de producción y de consumo que no pocas veces serán parte de los rasgos propios de la comunidad. No es extraño pensar, y ello ha sido analizado y explicado por muchos especialistas, que la producción, en su sentido más amplio, se vincula con, e impacta, aquello que se piensa, se cree y se espera. Ello significa un vínculo que bien puede ser calificado de “elemento especular”, como de espejo, entre lo que ocurre en el llamado mundo material y lo que se desarrolla en el mundo ideal. En este ámbito, la parte ideal de la realidad, se generan  elementos –ideas, formas de expresión, manifestaciones artísticas, maneras de ver la vida, etcétera– que vienen a ser los propios de la comunidad en la que nacen y, eventualmente, se convertirán en rasgos de identidad de esa comunidad.


           Mención aparte merece el lenguaje: constituye el medio a través del cual el hombre analiza y se apropia de la realidad en la que se desarrolla su vida. Su importancia lo inscribe en las regiones de lo ontológico: resulta un elemento primordial para la constitución de la identidad de un grupo.
           Ahora bien, es posible que nuestra hipotética comunidad entre en contacto, por guerra, comercio o simplemente por proximidad, con otra, de la misma región. Cada uno de los grupos toma conciencia de que es distinto del otro y surge un sentimiento notable: lo propio se antepone a lo ajeno. Cada grupo valora aquello que lo distingue frente al otro, y al valorarlo deja por fuerza de ser un mero sentimiento para convertirse en la conciencia de tales diferencias. Es entonces que comienza a surgir la identidad de nuestro hipotético grupo.
            Ampliemos ahora nuestra perspectiva para observar lo que ocurre en la región en la que estas dos comunidades han entrado en contacto. Podremos entonces observar cómo, paulatinamente, se repiten acercamientos similares con otras comunidades. Por medio de ellos, igual que en el caso que ya hemos descrito, se harán presentes diferencias y similitudes con la comunidad que nos interesa, de tal suerte que el fenómeno que observamos en el primer contacto se multiplicará y enriquecerá.
           A partir de estas circunstancias, será posible observar también que ocurre algo más. Los múltiples contactos habrían provocado que algunos rasgos propios de una comunidad se trasladaran a otra, inscribiéndose en su bagaje cultural casi sin cambios. Otros rasgos habrían sido rechazados. El resultado de este proceso cultural, complejo y diverso, habrá sido el surgimiento de elementos culturales comunes a todos los grupos de la región.
           Un ejemplo muy elocuente de este fenómeno lo ofrece la formación de las regiones culturales en la Mesoamérica prehispánica, en donde los rasgos culturales comunes y una historia compartida permiten suponer la existencia de una identidad regional. Otro tanto podría decirse de la formación de las identidades novohispanas, proceso en el que ingredientes como el vigor de la presencia indígena y española dieron por resultado rasgos de identidad característicos de las variadas regiones.

           El devenir de las identidades se vuelve complejo cuando se trata de un conjunto de regiones que pasan a formar parte de un Estado-nación. Estamos entonces ante una fuerza política que requiere una identidad común para todos los grupos y regiones que la componen, con la finalidad de construir una conciencia común que le permita un ejercicio más efectivo del poder en su territorio. La dinámica que ello implica tiene que ver con factores muy diversos que se anclan en los procesos históricos que generaron el surgimiento del Estado en esa región. En este panorama, por medio de mecanismos muy complejos, comienzan a ser promovidos algunos rasgos identitarios que muchas veces son los característicos de regiones con un mayor peso político y cultural y, de algún modo, cercanas al centro de poder. Es así que, a través de diferentes mecanismos y con intensidad diversa, tales rasgos identitarios comienzan a ser inscritos en la realidad cultural de las regiones que componen esa nación Estado. En este punto nos enfrentamos a un verdadero proceso de construcción de una identidad nacional. Fue el caso de la creación de la mexicayotl, el sentimiento de mexicanidad promovido por un grupo específico que, después del triunfo de Mexico-Tenochtitlan sobre Azcapotzalco, se impuso sobre las otras comunidades que habitaban la isla en el centro del lago . Como parte de ello destruyeron los códices que guardaban la memoria del pasado de los grupos derrotados y les impusieron una nueva historia, elemento importante de sus procesos de i dentidad. Otro ejemplo, acaso más complejo, nos lo proporciona la realidad novohispana, en la que durante tres siglos convivieron identidades regionales sobre las que se impusieron algunos rasgos unificadores, como pudo ser la religión católica y la figura del rey. Durante el siglo XVIII comienzan a ser visibles ciertos atisbos de identidad más allá de las regiones, mismos que florecieron en una identidad nacional después de lograda la independencia.

Además de la estructura que corresponde a cada una de las identidades y que arriba describimos como una suerte de andamiaje por el que se mueven los elementos constitutivos de la identidad dotando al conjunto de un dinamismo sorprendente, podemos muy bien plantear la existencia de otra estructura en la que también se articulan dinámicamente los diferentes estadios de identidades. Así, la identidad característica de una comunidad entra en relación dinámica y orgánica con las de otras, para dar paso a la identidad de una región, misma que también se articula, si bien de otro modo, según hemos descrito, con aquella que corresponde a la de una identidad mayor, la de una nación Estado.
           Estamos pues ante un fenómeno que debe ser pensado, y en consecuencia estudiado, como dinámico, como lo es el ser humano al cual atañe y por el cual resulta significativo.

Inserción en Imágenes: 07.06.10
Imagen de portal: Metamorfosis gráfica XXIX, ruleta y punta seca, 1991. Ilustraciones: grabados de Carlos García Estrada, 1934-2009.

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