Cabeza Bolet’n Informativo IMçGENES IIE boton-dearchivo
boton-dearchivo
boton-dearchivo
boton-dearchivo
boton-dearchivo
boton-dearchivo
boton-dearchivo
boton-dearchivo
boton-inicio boton-directorio menu-boletin boton-archivo boton-regresar boton-instituto boton-unam boton-contacto
 
posisciones

UN VUELO FIJADO AL PISO

Simón Eduardo Parra Monter

(Alumno de Ciencias de la Comunicación
de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales)

Habría que bailar ese danzón que
Tocan en el cabaret
De abajo,
Dejar mi cuarto, encerrado
Y bajar a bailar entre borrachos.
Uno es tonto en una cama acostado,
Sin mujer, aburrido, pensando,
Sólo pensando.

Jaime Sabines

Desde pequeño mi atracción ha sido la misma, mis gustos siempre diferentes, siempre fuera de moda. Mientras ellos escuchan reactor, yo escucho el fonógrafo; mientras a ellos les gusta el rock, a mí los boleros; mientras ellos bailan electrónica, yo bailo danzón. Mi abuela es la culpable. Cuando ella preparaba unas deliciosas milanesas (como nunca las he vuelto a probar) yo la esperaba en la pequeña sala junto al enorme tocadiscos, que en ese entonces se me figuraba un inmenso árbol que cantaba cuando me acercaba a su sombra, y entonces entonaba canciones de los Panchos, los Montejo, Agustín Lara, Acerina y la Santanera. Yo, feliz. Disfrutaba la música a pesar de que pocas veces entendía de lo que ésta hablaba; no entendía qué era una congoja, o cuál era el alboroto de mi abue ante La Señal. No sabía, pero a mis escasos años era capaz de sentir, de sentir la música, de sentir ese dolor, esa nostalgia, esa añoranza, aunque aún no supiera los adjetivos que definen esos sentimientos. Muchos años después me di cuenta de que mi educación sentimental se basa en ese ideario, en ese modelo.
     Un día, al terminar de comer, mi abuela me dijo: “¿Sabes, hijito?, ya te voy a enseñar a bailar; a tu madre le encanta bailar y si la sacas un día va a estar feliz de la vida”. En realidad me emocioné tanto ante esa premisa que mi abuela inmediatamente se puso de pie y se dirigió a mi árbol cantor, sacó de él una enorme carpeta decorada con estampas de flores color naranja y amarillo, y seleccionó cautelosamente lo que sería mi primera pieza de baile. Tal vez sabía el impacto que eso causaría en mi vida, era una mujer muy sabia.
     Aunque recuerdo le escena con detalles, no puedo acordarme de la canción. Sólo viene a la memoria que era una especie de danzón, pero más movido y con un par de versos cantados. En fin, con la herramienta principal instalada, quitó la mesita de centro, me hizo ponerme de pie y nos dirigimos hacia la improvisada pista; tomó mi mano izquierda para colocarla en su frágil cintura y mi mano derecha la elevó junto con la suya. Comenzó a indicarme cómo mover los pies, “ni muy lento ni muy despacio”, me decía.
     Desde entonces el baile adquirió una importancia sublime dentro de la mitología de mi persona, pues acostumbro escapar a través de la música. No escapo de mí, sino hacía los lugares que no conozco o no reconozco de mí, y entonces exploto: soy feliz, soy libre. Al bailar, puedo ser cariñoso, tierno e incluso sensual, ¿por qué no? He encontrado todo tipo de parejas: acoplables, arrítmicas, sensuales, frías, elegantes, vulgares, machorras, eróticas... pero todas y cada una con un sabor y un diferente objetivo al bailar. Bailo de todo, desde swing hasta danzón, un paso doble o un rock and roll; pero también me fascina ver a la gente bailar, siempre aprendo algún paso, vuelta o gesto nuevo.
     El pasado lunes, después de una noche escuchando boleros en la calle Gante de mi hermoso Centro Histórico, me encontré con la apabullante necesidad de bailar. No tenía pareja ni amigos a quienes invitar, pero ese no es un pretexto. El problema era que la semana apenas comenzaba y no existía ningún lugar abierto al cual pudiera aventurarme. Entonces recordé un establecimiento que abre los lunes y al cual desde hace mucho tiempo deseaba ir: el California Dancing Club.
     Cada vez que voy en el metro rumbo a Taxqueña me llama la atención la cartelera de dicho palacio: ¡abren los domingos y los lunes! Entonces decidí iniciar mi ritual de arreglo personal: me bañé, me vestí, me peiné, me perfumé, tomé mi gabardina, mi dinero y, por último, el metro en dirección a aquel santuario de baile de la colonia Portales. De pronto, desde el vagón, lo vi, en plena calzada de Tlalpan, hierático al paso del tiempo, el California, el lugar mas pintoresco de la ciudad.
     En su descuidada marquesina anunciaba los conductores musicales de aquella tarde de dancing: la Danzonera México, la Danzonera de Felipe Urbán y la de José Casqueda. Nunca antes había ido a un salón de baile a pesar de mi gusto ancestral y mi atracción heredada hacia los mismos. Había ido a bailar a la Plaza de la Ciudadela y a la Alameda del Sur, pero sabía que lo que me faltaba era un salón de los clásicos.
He de confesar que al llegar me sentía algo desaliñado, aun con mi gabardina negra y mis viejos zapatos del mismo color bien boleados; sentía que me faltaba algo, tal vez más gel en el cabello, tal vez más actitud. Actitud es lo que le sobra al California.
     Era temprano aún, las 17.20. La danzonera estaba programada para iniciar a las 18 horas. Se hallaban varias personas en la entrada: parejas, hombres solos, mujeres solas, grupos de amigos... todos se disponían a divertirse en grande con poco dinero (grata fue mi sorpresa al descubrir que la entrada al club tiene un precio de tan sólo 30 pesitos).
     Algo nervioso, me formé, tal vez por mi soledad, pero al momento de llegar a la taquilla la historia fue diferente. Fue como sumergirme en otro mundo. Un viejecito de arrugas perfectas y peinado impecable (como la mayoría) me dio la bienvenida, pagué mi respectiva entrada y crucé las puertas de aquella fortaleza del ritmo. Ya adentro, sentí algo extraño en las rodillas, como aire, no sé. La atmósfera cambió. El lugar vibra, resuena ante nuestros ojos. Un mar de gente se movía de un lado a otro y yo no sabía si moverme o sacar un cigarro. Decidí observar: contemplar a la gente y mirar el lugar.
     No hay asientos en la parte de abajo, sólo junto a los baños. La pista está iluminada por lámparas incrustadas al techo, decorado con una especie de escarcha navideña que refleja el rojo y el azul de los focos. En el segundo piso sí hay asientos y al fondo del mismo se encuentra una pared tapizada con espejos. Sin duda, un lugar muy peculiar.
     De la gente, sobra decir, es el paraíso de un sociólogo: oficinistas, obreros, viejitos, jóvenes... de todo.
     Junto a la pared de espejos se levanta la tarima para el grupo. Los meseros y los ayudantes van de un lado a otro, señores en su mayoría. A uno de ellos le pregunté cuáles eran las opciones para refrescarme, y entonces ocurrió una gran sorpresa: en el California Dancing Club no se vende alcohol. “Puro refresquito y agua de sabor a cinco pesitos el vaso”. Impresionante. En mi generación no se concibe una fiesta sin chelas o sin la patona.
      Pedí un vaso de agua de jamaica y me arrinconé para tener una mejor perspectiva del escenario. Saqué un cigarro y comencé a fumar ansiosamente. Seguía nervioso.
     Observaba cómo parejas de gente mayor se saludaban como volviendo a empezar su ritual semanal. Las señoras, arregladísimas. Peinado evidentemente de salón, vestidos nuevos o recién lavados, algunas con flores en el cabello y todas, absolutamente todas, con tacones al más puro estilo danzonero. Los señores, impecables. Traje sin una sola arruga, camisas con mancuernillas en los puños, mucha goma o limón en el cabello y todos, absolutamente todos, con zapatos de charol recién lustrados. El énfasis en el calzado es importante: recordemos que es el conductor de los anfitriones de la velada.
     Asimismo observé jóvenes, como yo, arreglados a su manera, a medias, y un par de ellos disfrazados de pachucos. Las señoritas no llevaban peinado de salón, pero sí existía un esfuerzo palpable en la elección de su indumentaria. En la Ciudadela y en la Alameda es similar pero no alcanza ese grado de inexplicable inmanencia del tiempo.
     Entonces, dentro de los preámbulos del ritual catártico, el maestro de ceremonias (impecable, como de colección) tomó el micrófono y nos dio la bienvenida, como si fuéramos los primeros en pisar el lugar. Presentó a la Danzonera México. Los aplausos inundaron el lugar. Había gente ya dispuesta a saciarse en la pista, ansiosa, como si ahí estuvieran siempre, como si alguien les quisiera quitar su lugar.
     Sonó la música y el salón se estremeció. Señoras y señoritas rodeaban la pista, esperando que algún caballero las invitara a ser parte de aquella teatralidad. Yo, inmóvil en una esquina. No podía; estaba fascinado observando, encontraba detalles y más detalles. Imaginé a mi abuela. Dentro de mí escuchaba cómo mi abuelo dejó tantas historias y lunas en el Salón México y pensaba que yo quería hacer lo mismo, deseaba derramarme, deshacerme en la pista.
     Continué observando por un momento. Punta y talón. Un pequeño giro. Risas, murmullos, palabras al oído. Recuerdos, besos, mezcla de lociones, mezcla de sudores. La masa de gente se dejaba llevar por el violín, por el compás.
     No cabe duda de que transcurre una vida al bailar, se nace y se muere en una canción. La agonía y el éxtasis en una sola canción. No hace falta más.
     Hay una cierta sensualidad implícita en esta música de Matanzas, una cierta elegancia con un toque de decadencia. El vals de los pobres como diría Monsiváis.
     Se acercan las caderas, un pecho se funde con otro. Todo en cámara lenta. Se va construyendo un erotismo de fina semblanza dentro de un cuadro donde los pies no pueden salir. Lento, suave, se va construyendo. La mano del hombre en la espalda de la mujer. Parece que apenas la toca, pero a la vez la posee. Algunos se ven a los ojos, sin hablar; otros se concentran de tal manera en el cuadro de la música que miran el horizonte como imaginando.
     Viene entonces el descanso en el interludio, todos voltean a ver a la orquesta como agradeciéndole y a la vez tomando aire para seguir, rindiéndole tributo al silencio musical. Y continúa el baile: se enredan los cuerpos, se luce la actitud frente a los demás y se toma de la mano a la compañera, sin apretarla, sólo sosteniéndola. Estaba pasmado.
     Después de dos piezas, me dispuse a bailar. Rodeé el circulo de parejas potenciales, como si a través de los ojos pudiera ver quién me podía enseñar más acerca de aquel ritual ancestral. Me perdí en los ojos y en la elegancia de una mujer, ya grande, de camisa roja con holanes del mismo color y una falda negra tableada que dejaba ver sus tacones relucientes. Su cabello, de color plata, estaba recogido por un broche con forma de mariposa; soplándose con un abanico negro mientras esperaba.
     Pensé que me rechazaría, ya que en un lugar así transpiro inexperiencia pero me armé de valor y le extendí la mano como es costumbre, sin hablar. Ante mi sorpresa, me ofreció la suya y nos acercamos al centro de la pista. Nos sonreímos y yo solté una pequeña carcajada, como es usual cuando estoy nervioso. Su piel se sentía muy suave, con una delicadeza que me hacía pensar que con un movimiento brusco la rompería. Me inhibí al tocarla, tal vez porque al observar el juego erótico del baile me sentí transgredido ante la posibilidad de jugarlo.
     Hice alarde de mi escaso conocimiento del dancing. Me concentré en la música, dejé que comenzara a fluir y así ocurrió. Estaba yo, ahí, por fin bailando.
     Terminó la pieza al mismo tiempo que me olvidaba del mar de años entre mi pareja y yo. Me sacó de mi trance al preguntarme si le invitaba un vaso con agua. Yo, por supuesto, accedí. Ya con vaso en mano, mientras la danzonera seguía y seguía, me preguntó qué hacía yo en esos lugares; le relaté un poco de mi historia. Le conté de mi música, un poco de mi vida, de mis gustos.
     En ese momento recordé que no sabía su nombre (ella había preguntado el mío mientras bailábamos) y entonces penosamente se lo pregunté. “Margarita, pero dime Mago.” Le pregunté cuál era la frecuencia con la que asistía al California y me dijo: “Vine por primera vez después de que enviudé, hace dieciocho años, para distraerme, y se me hizo vicio. No puedo dejar de venir, de arreglarme y venir, simplemente no me siento yo.”
     La plática transcurrió, hablamos del baile, de los boleros, de la ciudad (de cómo era y cómo es). Todo, como si yo tuviera más años. No sé cómo describir la sensación de aquel momento. Parecía como si yo fuera otra persona (o tal vez era la persona que soy en realidad).
     En ese momento la Danzonera México, para despedirse, comenzó a entonar el clásico Nereidas. El danzón de danzones. Mi emoción era incontenible, lo he bailado muchas veces pero nunca con tanta emoción. Invité a Mago a la pista.
     ¡Cómo bailamos! Punta, tacón, giro, cuadro, acercamiento, mirada...
     Me espanté, me paralicé y a la mitad de aquel danzón la solté; di la vuelta y salí rápidamente del lugar.
     Abandoné el salón cuando Nereidas llegaba a su clímax. Apresurada y nerviosamente fui al metro. Agitado, aún sudando, vi desde el vagón al California Dancing Club alejarse. Llegué a la casa, me dirigí a mi habitación y traté de pensar en lo que había pasado y en la grosería que había hecho, así como en las razones por las cuales ocurrió. Pero no pude. No puedo. Hay cosas que es preferible no explicarse.
     Mejor puse mi adorado disco de tríos y comencé a escribir esta historia.



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO