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Género y tecnología: estética y ética de las imágenes femeninas en el arte de masas contemporáneo*

Laura González Flores**
aireazul@gmail.com

 

 

Los Ángeles, 2019. Plano general de la sala de juntas de la Corporación Tyrell, una fábrica de “replicantes” o androides de última generación. Al fondo de la sala oscura, una ventana con una vista espectacular de edificios metálicos de formas geométricas, bañados por una brumosa luz amarillo-naranja característica del vapor de sodio. Corte a un primer plano de Rachel (Sean Young), la bella asistente del dueño de la corporación, quien se encuentra con el bladerunner o cazador de replicantes Rick Deckard (Harrison Ford). La visita de Deckard tiene como objetivo realizar la prueba Voight Kampff en la nueva generación de replicantes fabricados por la Corporación Tyrell. Mediante el registro de finísimas reacciones fisiológicas como la fluctuación de la pupila, que surgen como respuesta a preguntas de corte emocional, la prueba discrimina si el sujeto examinado es o no es un androide.
             A petición de Eldon Tyrell, el dueño de la fábrica, Deckard somete a la prueba a Rachel, quien supone ser humana pero en realidad es una inadvertida replicante de nueva generación.

Rick Deckard, -Al ojear una revista se topa con una fotografía a plana entera de una chica desnuda-.
Rachel, -Con esa pregunta, ¿quiere saber si soy lesbiana o si soy replicante?-.

            Mediante la anterior pregunta, que involucra directamente la valoración sexual, el protagonista de Bladerunner (Ridley Scott, 1982) descubre que Rachel es una replicante. Sin embargo, lo interesante del diálogo anterior no es sólo el descubrimiento de la esencia cibernética de Rachel, sino la consideración del género como una noción aplicable a las interfaces tecnológicas. ¿Por qué discutir el género cuando se habla de entes cibernéticos que, de entrada, carecen absolutamente de éste? ¿Por qué dotar a los seres construidos tecnológicamente no sólo de una forma humana, sino de un género sexual? ¿De qué nos hablan estos personajes femeninos de las series y filmes de ciencia-ficción contemporáneos que reúnen género, sexo y constructibilidad tecnológica? ¿Con qué valores ético-políticos se relacionan estas representaciones estéticas?
             Responder estas preguntas es un asunto complejo porque las interrogantes cuestionan valores profundamente impregnados en nuestro inconsciente colectivo, que no emergen directamente sino a través de mitos y metáforas. Además, no tenemos suficiente distancia histórica para apreciar nuestra estructura psíquica social en perspectiva. En mi caso en particular, me resultó fascinante analizar las figuras femeninas del cine y la televisión de ciencia-ficción por la contradicción aparente entre su estética femenina altamente sexualizada y su comportamiento social violento. Si bien las figuras que analizaré no son las únicas que reflejan este tipo de antinomia, elegí aquellas que muestran rasgos paradigmáticos: me  refiero a María -y a su alter ego la falsa María- de Metrópolis (Fritz Lang, 1927), a Barbarella, protagonista de la película del mismo nombre (Roger Vadim, 1968), a las replicantes Rachel, Zhora y Pris de Bladerunner (Ridley Scott, 1982), así como a Trinity, de la trilogía Matrix (Larry y Andy Wachowski, 1999-2003), Gatúbela (Pitof, 2004) y Nikita (en su versión televisiva, 2000–2003). Como contrapunto de las anteriores figuras hablaré de los personajes de la película Teknolust (Lynn Hershman Leeson, 2002), una película de ciencia-ficción rara en su género por estar escrita y dirigida por una mujer. De esta película, hablaré del personaje de la científica Roseta Stone y de sus tres clones Ruby, Olive y Marine.
             Independientemente de la calidad cinematográfica de estos filmes -algunos francamente de serie B- en todos ellos se caracteriza a los personajes femeninos a través de rasgos que remiten al género y la tecnología. Sus personajes no se refieren tanto al futuro como a nuestra relación presente, real y simbólica con la tecnología. En tanto figuras de ficción, no pueden considerarse equivalentes de las mujeres actuales, sino entelequias propias de las esferas inconscientes del miedo, el poder y el placer.
            Mi interés en analizar los atributos genéricos de las representaciones de entes tecnológicos como los robots (creaciones mecánicas animadas), los cyborgs (humanos mejorados con interfases tecnológicas) o los androides (entes creados mediante ingeniería genética e inteligencia artificial) surge de observar que, por lo general, su caracterización genérica en el arte de masas difiere radicalmente de la conceptualización especulativa que hace de ellas la academia, y de modo especial, la influyente teoría cibernética post-feminista de Donna Haraway. Mi propósito es discernir las implicaciones axiológicas de estas figuras representativas de las narrativas visuales de ciencia-ficción mediante el análisis de su componente estético inmediato en contraposición con la teoría cibernética-feminista.
            En su conocido texto Un manifiesto cyborg: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX,(1) Donna Haraway postula de manera teórica y especulativa el potencial utópico -político poético, lo define ella -de la figura del cyborg. La orientación del ensayo de Haraway está implícita en el subtítulo Un sueño irónico de un lenguaje común para las mujeres en el circuito integrado y en su confesión de intenciones: “Este capítulo es un esfuerzo de construir un mito irónico político fiel al feminismo, al socialismo y al materialismo. Probablemente más fiel que la fidelidad de las blasfemias, y que la de la identificación y el culto reverencial… en el centro de mi fe irónica, de mi blasfemia, está la imagen del cyborg.(2)
            Organismo cibernético, híbrido de máquina y organismo, el cyborg es una criatura que pertenece simultáneamente a la realidad social y a la ficción. En varias partes de su texto Haraway insiste en recalcar que la realidad social -tanto como sus representaciones- , siempre está constituida por una mezcla de ficción y realidad. De ahí la importancia de comprender el carácter híbrido, discursivo e imaginario de estos entes que conjuntan lo humano y lo maquinal, lo fáctico y lo ficcional, lo subjetivo y lo objetivo. Como las esfinges, las sirenas, las musas, las quimeras, los maniquíes y las muñecas estas figuras de ficción y construcción pertenecen simultáneamente a los ámbitos imaginarios de la imagen, el arte y el deseo. Estas figuras fantásticas que habitan un mundo futuro y ficcional sirven como receptáculos de una doble proyección arquetípica: por un lado, ostentan elementos de un discurso simbólico convencional en torno al género y al sexo como ámbitos asociados al inconsciente y, por otro lado, se constituyen en signos que encarnan la noción instrumental de la tecnología característica de la cultura occidental moderna.
             Con relación al género, Haraway sostiene que “el cyborg es una criatura en un mundo post-genérico; no se atora con la bisexualidad, la simbiosis pre-edípica, la desenajenación de la labor u otras seducciones de la unidad orgánica en aras de una apropiación final de las partes y en pro de una unidad mayor”.(3) Para Haraway, el cyborg se define por otros parámetros que los naturales, pues, de entrada, trasciende su asociación con un origen (el cyborg no busca a su padre o a su madre):

…tanto el marxismo como el psicoanálisis, en sus conceptos de trabajo, individuación y formación del género, dependen del argumento de la unidad original a partir de la cual la diferencia se produce y enlista en un drama de dominación progresiva de la mujer/naturaleza. El cyborg se salta el paso de la unidad original de identificación con la naturaleza en el sentido occidental.(4)

             Esta falta de identificación “edípica” del cyborg limita la capacidad de explicarlo a partir de las nociones biopolíticas del género (como las teorías de Foucault, por ejemplo). Más aún: al identificarse predominantemente con el ámbito de la información, el cyborg alcanza a cuestionar incluso el límite entre lo físico y no físico: es una figura que pertenece fundamentalmente al ámbito del discurso, de la escritura, de la codificación.
             Si bien la parte central del texto de Haraway es una crítica irónica y analítica de la realidad social contemporánea en sus usos y perversiones del determinismo tecnológico -y, sobre todo, en la fractura de identidades que éste produce-, en su parte final dibuja una utopía en torno a la figura del cyborg como una posibilidad discursiva y ficcional de construir una conciencia política que trascienda nociones como la raza, el género, el sexo y la clase:(5)

Desde una perspectiva, el mundo cyborg trata acerca de la imposición final de una red de control del planeta, acerca de la abstracción final inherente a un apocalipsis de una “Guerra de las Estrellas” emprendida en nombre de la defensa, acerca de la apropiación definitiva del cuerpo de la mujer en una orgía masculina de guerra. Desde otra perspectiva, un mundo cyborg puede consistir en realidades sociales en las que la gente no está atemorizada de su vínculo compartido con los animales y las máquinas, ni tiene miedo de la permanencia de las identidades parciales, o los puntos de vista contradictorios. La lucha política reside en ver ambas perspectivas al mismo tiempo porque cada una revela dominaciones y posibilidades inimaginables desde el otro punto de vista. La visión única produce ilusiones peores que la doble visión o los monstruos de varias cabezas. Las unidades cyborg son monstruosas e ilegítimas; en nuestras circunstancias políticas actuales, no podríamos esperar mitos de resistencia y re-vinculación más potentes.(6)

            El monstruo como redentor: de las dos posibilidades, utópica y distópica del cyborg, Haraway escoge la primera, la utópica. ¿Romanticismo post-feminista? ¿Optimismo cibernético? La defensa que hace Haraway en su “mito irónico político” de las posibilidades emancipadoras del cyborg acaba siendo tan eficaz como su crítica feminista, socialista, psicoanalítica y materialista de las condiciones opresoras de la realidad tecnológica actual (que, por antonomasia, se comprende como machista, imperialista, positivista e instrumental). Si por momentos se percibe en su texto una lectura maniqueísta de la condición tecnológica occidental, su apología del cyborg es inspiradora y potente. Con relación a nuestro argumento, sirve para destacar la doble condición ética inherente al uso de la tecnología. En particular, me parece interesante discutir las ideas del Manifiesto cyborg en relación con las figuras femeninas de ciencia-ficción porque, en principio, éstas parecen traicionar el potencial emancipador del cyborg postulado por Haraway.
            Lo primero que salta a la vista al analizar a las protagonistas femeninas de las series de ciencia-ficción es que, a diferencia de lo que Haraway postula de manera teórica y especulativa, en estos personajes híbridos el género sexual no sólo se ve trascendido, sino acentuado. La condición tecnológica se ve subsumida a una estética genérica relativamente convencional, asociable a la condición hegemónica -machista, imperialista e instrumental- descrita por ella: mediante una estética asociable a la belleza del sexo femenino, estos personajes aluden simultáneamente a cualidades propias de la máquina, como la eficiencia, la fuerza, la perfección, la programación y el control. Mujer, naturaleza y máquina operan como significantes análogos de todo aquello que es controlable o dominable por la cultura masculina hegemónica. Son cuerpos tecnológicos cubiertos con el físico ideal de la mujer.

            Un primer y paradigmático ejemplo de este tipo de figuras es la falsa María, el robot de Metrópolis, de Fritz Lang (1927): una máquina que en el filme se transforma en el alter-ego mecánico y negativo de la protagonista femenina, María. Mientras que ésta se muestra buena, amorosa, compasiva y débil, con una feminidad tradicional, su contraparte mecánica se representa mala, fuerte y altamente sexualizada. Una utiliza la fragilidad como modo de atraer la atención y la otra, la sexualidad abierta. En ambos casos, los dos personajes de María se muestran sometidos a la voluntad y la fuerza masculina: por un lado, la María de carne y hueso es secuestrada por el científico Rotwang para ser salvada al final por su Freder, el hijo del dueño de la fábrica, quien se enamora de ella; por otro lado, la falsa María responderá tanto a la voluntad de poder de su creador, Rotwang, como al deseo sexual de todo hombre. La primera cuestión la llevará a un comportamiento agresivo y violento; la segunda, a una actitud abiertamente sexual (i.e., la escena del baile sensual).

La falsa María podría interpretarse como una versión cibernética del autómata, versión tecnológica y moderna de la obsesión del hombre por dotar de vida a lo inanimado y equipararse a Dios. Más allá de asociarse con figuras como el Gólem, por su elemento mecánico nuestra muñeca mecánica se emparenta con el famoso “turco” de Wolfgang von Kempelen o con diversos autómatas descritos en los relatos de E.T.A. Hoffmann como Cascanueces y el rey de los ratones (1811), Los autómatas (1814) o El hombre de la arena (1817).(7) Su vinculación más estrecha, sin embargo, se da a través de sus atributos genéricos y sexuales con personajes como la Eva que sale de la costilla de Adán, la Atenea que surge de la cabeza de Zeus, o la blanquísima y perfecta Galatea, una escultura tallada por Pigmalión a la medida de su deseo: no son sólo productos del deseo de animación de la materia por parte de un creador, o proyecciones de la voluntad de programación y control de lo inanimado por parte de éste, cuanto manifestaciones del claro componente sexual de un poder que se sobre-entiende masculino y creativo, y que se deposita tanto en personajes concretos como en figuras abstractas como el Estado. Que la materia inanimada -en este caso, la mujer o la tecnología- sea moldeable resulta importante porque asegura la eficiencia retórico-simbólica de la metáfora del poder.
             Quisiera detenerme aquí en la historia de Pigmalión, rey de Chipre, tal y cómo la cuenta Ovidio en la Metamorfosis, y cómo nos la recuerda Pilar Pedraza en sus Máquinas de amar.(8) La historia comienza con la ira de la diosa Venus hacia las Propétides, mujeres que no reconocían su carácter divino y a quienes castiga convirtiéndolas en prostitutas: mujeres privadas de pudor que venden su cuerpo y que causan el asco del rey Pigmalión por las mujeres reales en general. Como consecuencia, éste acaba fabricando una inmaculada estatua de marfil, Galatea, que lo embelesará de tal manera que, a la postre, acabará pidiendo la ayuda de Venus y despertando su compasión. Para satisfacción de Pigmalión, Venus dotará de vida a la inmaculada estatua, volviéndola responsiva a sus caricias.

El mito de Pigmalión sirve para comprender el elemento de asertividad sexual en nuestras figuras de ciencia-ficción, así como su función. Más allá de la bellezaideal de estos personajes, a través de su mayor o menor grado de actividad sexual se expresa la relatividad del dominio simbólico de lo masculino sobre el ámbito híbrido de lo femenino y lo tecnológico (que en la ciencia-ficción sustituye a la materia inanimada pero construida de Pigmalión). Lejos de ser un dominio sujeto a la voluntad de control y transformación del hombre, la tecnología es vista, como la naturaleza y la sexualidad femenina, como una esfera indómita más. A través de María y la falsa María, en Metrópolis se oponen dos estereotipos que reflejan la misma oposición que las Propétides y Galatea, y que se repetirán en otras películas posteriores: por un lado, se representa la cualidad femenina receptiva, pasiva en lo sexual, maternal y/o fraternal, que se ve como ideal en tanto es controlable. Por otro lado, se describe la cualidad proactiva, amplificada, exagerada e indómita de la sexualidad femenina. Mientras la primera tiene connotaciones positivas, cuando no ideales, la segunda se percibe como una fuerza destructiva y negativa, a erradicarse o castigarse. Como se ha señalado muchas veces, estas figuras que aparentemente transgreden el estereotipo femenino pasivo y que osan invadir el ámbito activo masculino de fuerza, poder o seducción, al final de la narración son castigadas, real o simbólicamente, para alivio de la mirada voyeurista y sádica del espectador. Lo interesante a comentar del caso de la falsa María es que, si bien ella parece gozar de una fuerza, libertad y asertividad en sus acciones sociales, en realidad tales cualidades son aparentes, pues son programadas.

El rol de la estética en la caracterización de estas figuras femeninas es fundamental, pues es un factor que reprime o bloquea una posible reacción antagonista tanto al componente femenino como al tecnológico. Mientras que en Metrópolis encontramos un antecedente de la caracterización femenina de la tecnología, Barbarella (1968) marca un modelo esquemático de la caracterización tecno-chic de los personajes femeninos de películas posteriores de ciencia-ficción como Matrix, Lara Croft, Gatúbela, etcétera. Influida por los cómics de ciencia-ficción pero también producto de la cultura pop y flower power de los sesentas, Barbarella constituye un esquema tan ideal como evidente de la imaginación masculina: una ingenua muñeca humana inflable, impulsada por un sentido abstracto -y un ridículo- de amor, exageradamente expuesta y dispuesta a lo sexual, y absurdamente torpe en cuestiones tecnológicas. Tan ingenua como María y tan sexual como la falsa María, Barbarella siempre requiere de la ayuda masculina para salir de problemas: en una escena memorable, un cromañón del futuro le compone la nave averiada a cambio de una relación sexual genital primitiva, que esta Galatea tecnológica aprende a entender a lo largo de la película. En otra escena, la nave descompuesta es sustituida por un ángel ciego, quien la sacará de problemas al llevarla volando. En Barbarella la representación de la tecnología es bastante banal, ya que básicamente sirve como adorno escenográfico y de vestuario. Sin embargo, cabe destacar que en algunas escenas el director introduce metáforas que combinan sexo y mecanicidad amenazante para castigar sádicamente el cuerpo abierto y expuesto de Barbarella ante el ojo escopofílico del espectador: en una de las primeras escenas, unas muñecas mecánicas y dentadas le muerden las piernas a Barbarella, quien acaba pareciendo un San Sebastián femenino y del futuro; en otra escena, unos pájaros mecánicos entran al cuarto donde está atrapada la protagonista para torturarla.

            Mientras que la estética tecno-chic de Barbarella podría considerarse como el modelo de la caracterización estética formal de figuras posteriores de ciencia-ficción, como la Trinity de Matrix, o Lara Croft o Gatúbela, de las películas de los mismos nombres, la función simbólica de éstas en la trama narrativa se comprende mejor asociándola con la dualidad de estereotipos presentes en el mito de Pigmalión y en el doble personaje de María y el robot de Metrópolis. Conforme avanza la cinematografía en el tiempo, las figuras se alejan progresivamente de la pasividad sexual de Barbarella para invadir el ámbito de la agresividad física y la asertividad sexual propia del estereotipo hegemónico masculino y construir -al menos en apariencia- un nuevo modelo de comportamiento femenino. Sin embargo, si se analiza la trama, se observará cómo la transgresión del código de comportamiento femenino, lejos de implicar un acceso a la esfera del poder, conlleva inevitablemente el aislamiento, la soledad o la muerte de la protagonista. En estas cyborgs mediáticas, la pérdida de funciones de reproducción natural (y, por tanto, del comportamiento maternal) así como la separación o el alejamiento del ámbito del oikos doméstico parece redundar en una agresividad o libido excesiva. Ésta, a la postre, ha de castigarse.

            En Matrix la problemática de la feminidad no sólo se representa mediante otra figura dual enfundada en cuero negro y con lentes oscuros, Trinity es la guerrera que lucha mano a mano con Neo, el protagonista salvador de Matrix, contra su contraparte negativa y tecnológica, la Matriz, una red virtual que al revés que la matriz humana, engloba y consume la energía de los humanos a los que contiene, alimentándolos de espejismos visuales. La Trinity en la red es una guerrera leather-tecnológica con capacidades físicas sobrenaturales provenientes de su capacidad de procesar información y no imágenes, mientras que su versión “humana” es una especie de virgen pandrosa que encarna valores de superación social y espiritual, y que renuncia a la satisfacción personal y sexual.  

Otra guerrera leather de serie B, Gatúbela, personifica a una androide que es dotada de agilidad y fuerza física sobrenatural por su contacto con un gato egipcio. Cenicienta insegura y maltratada de nombre Paciencia, en la noche se convertirá en una muy sexual,  felina y sádica Gatúbela que goza haciendo sufrir a buenos y malos. Regocijo de la espectadora sádica y suplicio del espectador masoquista, Gatúbela encuentra una figura opuesta en intereses, raza y clase social en Laurel, una despiadada empresaria que saca su portentosa energía de una crema facial que convierte su cara en mármol -como la estatua de Pigmalión-. Enfrentadas por sus valores e intereses opuestos, ambas mujeres se enfrentan en una pelea memorable por su lujo de violencia física y por su escenografía que alude al mundo de la imagen que aprisiona la psique femenina.

Las replicantes de Bladerunner encarnan el “fantasma de la máquina”, pero en femenino: criaturas que, como la construida por el Dr. Frankenstein, trascienden el programa para comenzar a tomar decisiones propias. Invadiendo el espacio de los humanos, las androides de Bladerunner luchan desesperadamente por trascender su espectro programado de vida, preocupación que acaba por manifestarse como una cualidad humana. Con su feminidad aparentemente vulnerable, recatada y controlada en lo sexual, Rachel acaba cautivando a Rick Deckard, asimilándose a la estatua pura de Pigmalion. Zhora exhibe abiertamente tanto su sexualidad como su agresividad. Tras una apariencia grunge, Pris oculta una fuerza sobrenatural que, desprendida de su entrepierna, usará para intentar matar a su cazador. Más o menos evidentes en su fuerza y su asertividad sexual, las tres utilizan su feminidad para obtener lo que quieren, que es sobrevivir. Es Pris la que expresa mejor la débil frontera entre la persona y la máquina utilizando los términos de Descartes (de quien, por cierto, se dice que tenía una autómata llamada Francine). Pris dirá al constructor de autómatas Sebastián, “Yo pienso, Sebastián, luego, existo”.

El personaje que recuerda más el mito de Pigmalión es, sin embargo, Nikita (sobre todo en su versión televisiva, en la cual me concentraré). Sacada de la calle donde creció como criminal, Nikita (Peta Wilson) es “reprogramada” por el gobierno (Pigmalión) como una cyborg con un comportamiento tan refinado, femenino y sexy, como violento. Aumentada su capacidad física por un sinnúmero de aditamentos tecnológicos militares, de espionaje y control, pero privada de vida y afectos propios, Nikita es una humana convertida física y psíquicamente en una máquina de matar. Su contraparte es el impasible agente metrosexual Michael, otra máquina igualmente bella y letal. Sometidos absolutamente a la voluntad de un organismo gubernamental secreto y abstracto, Nikita y Michael sostienen la tensión argumental de la serie y la atención del espectador a partir de sus intentos infructuosos de comunicarse y amarse.


            Ejemplo extraordinario de la unión simbólica de sexo, belleza y tecnología, y de su utilización irracional e instrumental por un Estado abstracto y todopoderoso basado en la retórica de la muerte, la vigilancia y el control, Nikita encarna la efectividad de la asociación de estética e ideología fascista. Mientras que las replicantes de Bladerunner, sabiéndose máquinas, luchan por su supervivencia enfrentando el sufrimiento que implica el libre albedrío, Nikita reprime su voluntad y sus emociones porque ha introyectado el  Estado policial y de vigilancia, tanto como las claves de manipulación sexual propias de su género. Nikita es una estatua bellísima a la que el Pigmalión tecnológico ha transformado en una terrorista de Estado que acaba, al final de la serie, convirtiéndose en la cabeza misma de la organización cuyo control intentó resistir, la Sección Uno.
            Hasta aquí podemos ver como una constante en las representaciones una agresividad física exagerada -improbable en una mujer real- aunada a una progresiva asertividad sexual. En tanto todas son figuras construidas desde la perspectiva masculina, podría concluirse que el carácter extremadamente violento y sexual de estas representaciones se corresponde con una mayor participación de la mujer en el mundo laboral y político, y con un progresivo abandono de ésta de la esfera doméstica; en resumidas cuentas, las figuras resultan de la simbolización de una respuesta misógina de una cultura todavía entendida como dominantemente masculina. Por su imbricada relación con la tecnología, prefiero entender estos personajes como fetiches tecnológicos: figuras que simbolizan una nueva naturaleza tecnológica que no se entiende opuesta al hombre, sino a lo humano en general. Análoga a la naturaleza y a la mujer, la tecnología contemporánea se percibe en estas series como indómita e irracional, histérica y fascinante a la vez. Contraria a la concepción utópica post-feminista de Haraway, la tecnología se concibe mistificada, dotada de un misterioso valor o poder, o incluso, de una vida propia incontrolable.

Un contrapunto interesante a las figuras estereotipadas de la ciencia-ficción de masas lo constituye el filme Teknolust, realizado desde el punto de vista femenino de Lynne Hershman Leeson. De modo análogo a la ironía o blasfemia del Manifiesto cyborg de Haraway, Hershman utiliza la farsa y el ridículo como herramientas de deconstrucción del discurso hegemónico en torno a la mujer y la tecnología. Los personajes y ambientes están construidos a partir de juegos visuales y verbales que invierten, cuestionan o comentan nociones estereotípicas de belleza, género, inteligencia, emoción y reproducción —justamente los mismos puntos que recalca Haraway en su Cyborg Manifesto.— Tanto la biogeneticista Rosetta Stone como los tres clones femeninos que crea a partir de su propio DNA —Ruby, Olive y Marine— escapan tanto a la estética tecnológica estereotípica, como a la trama de acción y violencia que describimos anteriormente. En cambio abordan, como lo hace Haraway, la fragilidad de los límites entre la inteligencia humana y la artificial, la ética de la reproducción artificial (por oposición a la natural), la constructibilidad genérica de las conductas programadas y la dependencia entre los géneros.

Como en otras películas de ciencia-ficción, la trama gira en torno al desbordaje de la conducta programada de las autómatas auto-replicantes, mitad humanas, mitad programa de computadora, y a las consecuencias que esto tiene en la sociedad. Escondidas en un ambiente perfecto, controlado por su creadora, las autómatas reciben la información necesaria a través de la computadora (y el horno de microondas). Ruby —la más fuerte y la única que sale al mundo real— debe aprender los guiones de películas de amor para poder seducir a hombres y obtener, a través del semen que colecta de ellos, el cromosoma Y del cual carecen por derivar del DNA de una mujer. Como efecto del contacto sexual con Ruby, a los hombres se les colapsa el disco duro de la computadora, además de que se vuelven impotentes y adquieren una misteriosa marca roja, con un código de barras, en la frente. La trama parte del enredo que surge de esta incomprensible epidemia, de la que la creadora de los clones deberá de dar cuenta.
             A diferencia de otros personajes femeninos de ciencia-ficción que están caracterizados a través de la violencia física y la asertividad sexual, la acción transgresora de éstos reside en su apropiación del ámbito de la ciencia y la tecnología, así como de un dominio de la capacidad de comunicación. Sutil pero importante diferencia, la película subraya tanto la autoridad de las cyborgs sexuadas para pensar como su capacidad dialéctica. Progresivamente más humanas que su creadora humana —que aparece fría y calculadora, además de desequilibrada—, las clones buscarán lo que no tienen: identidad, emociones, amor, cuestiones aparentemente superfluas en un mundo de replicación genética. Ni muertas ni solas, las protagonistas de Teknolust representan distintos modos de aproximación a la tecnología desde el punto de vista femenino, acercándonos a su problemática con ironía cuando no con blasfemia, al modo de Haraway. Cyborgs sexuados con una belleza y una conducta no estandarizada, funcionan como un contrapunto imaginario de la utopía ciber-feminista de Donna Haraway, intentando deshacer, como ésta, el nudo que en las imágenes se da entre estética tecnológica, fascismo y violencia.
             En el mundo post-industrial de la comunicación cibernética que Haraway describe como habitado por cyborgs reales, de procesos de inteligencia artificial e ingeniería genética cada vez más avanzados, en la tecnología , como sostiene Haraway, la biología está siendo progresivamente sustituida por la inscripción de información, la reproducción por la replicación, la familia / mercado / fábrica por el circuito integrado a la red, la mente por la inteligencia artificial.(9)

*Este texto fue presentado como ponencia en el XIV Coloquio del Seminario de Estudio y Conservación del Patrimonio Cultural La fotografía: imagen y materia, del 28 al 31 de mayo de 1006 en Oaxaca, Oaxaca.
**Laura González Flores (Ciudad de México, 1962) es investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autora de Fotografía y pintura: ¿dos medios diferentes? (Gustavo Gili, 2004).

1. Donna Haraway, “A Cyborg Manifesto: Science, Technology, and Socialist-Feminism in the Late Twentieth Century,” in Simians, Cyborgs and Women: The Reinvention of Nature, New York, Routledge, 1991, pp. 140–181 (traducción de Laura González Flores).
2. Ibid., p. 140.
3. Ibid., p. 155.
4. Ibid., p. 151.
5. Ibid., p. 157.
6. Ibid., p. 154.
7. E.T.A. Hoffmann, Cascanueces y el rey de los ratones, Palma de Mallorca, J. J. Olañeta, 2002;  Los autómatas, Palma de Mallorca, Ed. J. J. Olañeta, 1993; El hombre de la arena, Barcelona, Hesperus, 1991.
8. Pilar Pedraza, Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial, Madrid, Valdemar, 1998, pp. 32-45.
9. Haraway, op. cit..

Inserción en Imágenes: 09.11.06.
Foto de portal: Robot de María en Metrópolis (Fritz Lang, 1927).

 



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO