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posisciones

Fisuras

Alberto Dallal*
dallal@servidor.unam.mx


La enorme y variada cantidad de propuestas que la danza contemporánea lanza en este momento histórico del arte dancístico en el mundo y en México nos revela a veces, para bien de nuestra capacidad de ponderación y nuestro placer, una certera vía de acción que resulta, por su tratamiento y también por una bien lograda naturalidad, una experiencia escénica regocijante.
            La nueva versión que de Fisuras ha logrado Adriana Castaños (coreografía presentada en la Sala Covarrubias recientemente) nos obliga a concentrarnos en las calidades que logran cuatro bailarinas en un escenario libre de intromisiones escenográficas y con una descansada, tenue pero precisa iluminación que parece sólo obedecer a los dictados de un número sereno de rectángulos elaborados en el piso del escenario, “guía” de los ejercicios dictados por “un número limitado de movimientos que son manipulados en diferentes tiempos y espacios, dando lugar a referencias y lecturas distintas en el juego entre los cuerpos, la luz, la música y el silencio”, tal como lo expresaba y dejaba entrever la coreografía original, de 2006. En ésta, en la que tomaban parte un varón y tres mujeres, la presencia del bailarín, fogoso y desbordante en sus movimientos, nos alejaba de la solidez coreográfica que en esta versión las cuatro mujeres nos obligan a mirar atentos, como si realmente asistiéramos a una exposición de motivos internos que adquieren liquidez, solidez en la superficie de los cuerpos.
            Un bello poema de David Huerta establece los parámetros objetivos de la estructura coreográfica, los sentidos que los cuerpos finalmente terminarán persiguiendo:

Las hendiduras parecen respirar:
precipicios que dividen los cuerpos.
Y luego los acercan,
ardientemente,
al cerrarse, en un clima
de fantasma y jadeo.


           Hay rectángulos sobre el piso del escenario que constituyen las pistas para bailar (¿geometría individual o gradaciones emocionales?) que se van iluminando alternativamente, en cada etapa o “paso” de la coreografía. Y todo lo que nos quiere mostrar, decir, enseñar (como maestra, especialista en mujeres y varones que bailan) Castaños se halla allí, precisamente en los cuerpos: cómo van desempeñándose libre, limpiamente, en movimientos que los espectadores miramos y calificamos como sencillos (pero que sabemos de complicados ejercicios previos), cómo se han evitado esas contorsiones poco naturales de la danza contemporánea hiperrealista (o deformante, válida también, sin embargo), cómo nos va corroborando la coreógrafa que la danza es un arte para bailarines, cómo cada una de ellas (Nadia Rodríguez, Luisa Castro, Jessica Félix, Karina Suárez Bosche) está respondiendo a requerimientos de personajes bien definidos: dos personajes que se antojan más serenos que los otros dos, más inclinados al amor y hasta la pasión desbordante (que afortunadamente jamás se hace patente o literal en la obra); todas ellas, las cuatro ellas, cumpliendo con caídas, saltos, movimientos claros, a veces oblicuos, a veces rectos, en línea, torsos erguidos, cuellos estirados (doblándose a veces pero sólo cuando la secuencia o la frase lo requiere). Movimientos variados y simultáneos. Las imágenes de estas mujeres (que paulatinamente se van proponiendo, comunicando entre ellas, ciertos pensamientos o sentimientos secretos) nos han hecho recordar ese mundo que Cesare Pavese construyó entre líneas en su novela Entre mujeres solas, un mundo que ha ido descubriéndose, revelándose, tomando su lugar en la existencia, poco a poco, a medida que la mujer va ocupando el nuevo espacio y el lugar primordial que le corresponde en la sociedad y el mundo contemporáneos.


            Las cuatro bailarinas van diciéndose las cosas poco a poco, cada una de ellas a cual más de serena, dominadora, mostradora de movimientos limpios (sólo casi al final de la obra un movimiento instantáneo de caderas, en una sola bailarina, que revela y completa agradablemente la tenue alteración de los señalamientos estrictamente lineales y limpios de la coreógrafa). En lapsos definidos, los trazos de Castaños van sometiendo en (al) silencio: lapsos en que deja de producirse la música de Mignone, de Haendel, de Chabrier, de frente al público, pausas, momentos en silencio y aún así “cargados”, intensos en que las bailarinas miran a los espectadores y les proponen iniciar un nuevo lapso de serenidad para asimilar, realmente entender las escenas que siguen. Esta especie de “conversación” de Castaños con el público nos permite concentrarnos en las siguientes “escenas”: relaciones de cada una de las bailarinas con las otras tres, planteamientos de emociones de pareja, intervención de una tercera, reciclaje del movimiento general desapareciendo una o dos o tres del escenario, vuelta al dibujo limpio de una de ellas, la más alta, o vuelta a las intensidades domeñadas de la más menuda. Todo un interjuego sobrio, una cátedra de ofrecimientos limpios, precisos, que nos remiten a los momentos más sustanciosos y más ejemplares de Louis Falco, el coreógrafo de la libertad expresiva de los cuerpos imparables de los años setenta.


           La sobriedad y concentración de las cuatro bailarinas responden funcionalmente a los trazos y combinaciones musculares, físicas, que la coreógrafa ha planteado para Fisuras. Realizan, además, cada movimiento impregnándolo de una fina “mostración” del tema o ambiente en que se ofrece la obra. Por ejemplo, pocas pero suscitadoras son las ocasiones en las que dos o más cuerpos se tocan, se juntan, se acompañan asidos pero esos “tocamientos” conllevan y conservan el sentido de la coreografía: las relaciones entre mujeres conscientes de su femineidad, libres, esparcen en el espacio una solidaridad natural, cierta complicidad que, vaporosa pero firme, sólo queda evidenciada a través de “fisuras” emocionales, no exentas de  sorpresa o extrañeza, que anunciarán un nuevo ciclo de “ligas” o relaciones de manera sobria, suave y hasta elegante. Las bailarinas, ante la expresividad soterrada del fenómeno, deben cumplir con los requerimientos técnicos con exactitud sin que se filtren evidencias “pasionales” u orgánicas.  Las fisuras son intersticios en la atmósfera espesa y luminosa del escenario. Tal vez sea esta especie de sobriedad de exposición la que más hace atractiva a la puesta en danza. Por otra parte, Castaños ha borrado a los varones de la coreografía original, tal vez explayándose en las primeras imágenes que la inspiraron para realizarla como muestra de los espacios internos de relaciones humanas netamente femeninas.


           Fisuras, nos indica Castaños, forma parte de la serie Diagramas de flujo, coreografías que constituyen sendas geometrías en el espacio escénico que, con ser el gran recipiente-pesera de la coreografía, revela a la danza como un arte jamás alejado de los cambiantes diseños que el cuerpo humano hace transitar y nos hace ver en los juegos de luces y oscuridad de ese espacio, el cual, como descubrimos en Fisuras, no es ajeno, sin embargo, a los cálculos y trazos, a las estereotomías que la mente de la coreógrafa impone.
            Enorme mérito hay que reconocer en Adriana Castaños, incansable trabajadora de sus obras pero también registremos el trabajo de estas cuatro bailarinas, asiduas de sus ejercicios formativos y de su concentrada atención a una coreografía bien construida y montada. Bailarinas que hacen valer el cuerpo humano fina y limpiamente. Y que nos hacen pensar en que vivimos una época del mundo en que todo parece concentrarnos en la firmeza de la femineidad.

Inserción en Imágenes: 08.02.10.
Foto de portal: Margarita Barrera, Luisa Castro y Zahaira Santa Cruz. Foto: A. Isabel Campillo.

Usted puede contactar a la compañía en: lalagrima@gmail.com



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO