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posisciones

Clodia la impúdica: resistencias de particulares

Alberto Dallal*
dallal@servidor.unam.mx

Esta impresión se asemeja a la que uno podría sentir cuando, habiendo visto en alguna parte unos hermosos seres vivientes, bien sea representados en una pintura, bien sea realmente en vida, pero en estado de reposo, experimentara uno el deseo de ver que por sí mismos se ponían en movimiento y hacían realmente algunos de los ejercicios que aparecían adecuados a sus cuerpos.
Platón: Timeo o de la naturaleza.

 

Cartel de Clodia la impúdica. INBA.

El paso de una compañía y un coreógrafo al montaje de un gran espectáculo monumental requiere de años de experiencia y de conocimientos acumulados. Debe ser el resultado del dominio de todos los aspectos (y existe una multiplicidad de ellos) teóricos, técnicos, estéticos, de organización y realización, de acoplamiento y comunicación con los bailarines que el proyecto exija, además de la madurez indispensable para alcanzar la finalidad establecida, antes que nada, por las nuevas dimensiones escénicas que se desean “llenar”. Para algunos coreógrafos, el espectáculo monumental es una expectativa, siempre, que se desea y debe alcanzarse “con todas las de la ley” porque el público avezado percibe los logros y las limitaciones intuitivamente pero con claridad meridiana.
            Clodia la impúdica, espectáculo de danza “concebido, ideado y coreografiado” (como hoy en día se especifica y reitera en los programas de mano) por Tania Pérez-Salas, es un intento de gran espectáculo: aprovechando la atractiva y terrible historia de Clodia, que “aparece con el nombre de Lesbia en Catulli Carmina (Los poemas de Cátulo)”, introduce la música de Carl Orff presentada en vivo en el Palacio de Bellas Artes por un destacado grupo de intérpretes musicales: director de orquesta, David Arontes; un ensamble de percusiones; pianistas, las voces de los solistas Lourdes Ambriz (soprano) y René Velásquez Díaz (tenor) y el Coro del Conservatorio Nacional de Música. El “reparto” dancístico resulta, como el musical, de primera, de gran calidad.
            Tan vasto ejército de voces e intérpretes musicales constituye la primera, fundamental gran ausencia. Desatendiendo el origen mismo del término coreografía (movimiento del coro, de los coros en el escenario), Pérez-Salas se acoge a la seguridad que otorga una música aplicada hasta la saciedad en grandes espectáculos; por conocida y fogueada, compuesta precisamente para un gran formato escénico, Carmina Burana le asegura a cualquier obra de danza cierta seguridad inmediata (tradición impuesta por el ballet clásico y superada por el ballet clásico contemporáneo): pero tanto el concepto general como los trazos de la coreografía pueden resultar inconsistentes, disímbolos, inapropiados. Aparentemente, cualquier público, ante cualquier escenario, se incorporará al espectáculo, atraído por esa música que de antemano cubre todos los espacios del recinto teatral; la obra resulta “parte” de la cultura musical de los oyentes y, lo más importante, las mentes de los espectadores se hallarán en disposición de cubrir con la música los defectos y limitaciones de la “puesta en danza” (también ocurre muy seguido en los espectáculos del ballet clásico).
             Pero en Clodia la impúdica es precisamente la ausencia de los intérpretes de la música en el escenario lo que producirá la sensación de trampa o, por lo menos, de recurso equívoco: no basta la actuación de los excelentes bailarines (que los sabe escoger Tania, y muy buenos) desplazándose en el escenario, llenándolo en partes, ágiles, virtuosa y por momentos nerviosamente, e incorporando a la danza un elemental ventrilocuismo que no sólo “afea” un espectáculo de gran danza (por injustificado) sino que lo hace aparecer como un descontrol creativo de la coreógrafa ante los géneros (no en balde, no gratuitamente es que los repertorios de la danza clásica-clásica se acojan todavía a las reglas escénicas antiguas). Dentro de la trama, estas secuencias de remedo de canto se contraponen al modo “feroz, sangriento, lujurioso, sabroso y oloroso”, es decir, sensual y directo, en que los personajes viven la “sublime gloria y tragedia de los amores de Clodia (Kristin Taylor) y Cátulo (Arturo García)”. Si la danza es, por definición, “sentidos en vivo”, Tania nos hace alejarnos de ella aun en esas secuencias coreográficas en las que sus trazos, ideados en persecución siempre interesante de renovación y originalidad, nos dibujan, en los pasos y actitudes iniciales de cada bailarín, una posibilidad de desarrollo completo. Además, los cantantes se han de sentir bastante sobajados en el fondo del foso de la orquesta.
             Las coreografías de Tania Pérez-Salas, en la mayor parte de sus obras, se establecen con base en la búsqueda del aprovechamiento de la elasticidad del bailarín y de la bailarina. Gran asimiladora de las sucesivas imágenes que el europeo Kylián consigue en el escenario, en las que la expresividad temática se desenvuelve sin obstáculos, sin contratiempos, sin “tiempos muertos”; o, mejor, gran perseguidora de las perfectas y vertiginosas, limpias estructuras de Balanchine, en Clodia… el “estilo Pérez-Salas” desmerece puesto que cada bailarín (Jonathan Castro, Carlos Carrillo, Emir Meza) es presentado por la coreógrafa, al inicio de cada secuencia, dúo o solo, con movimientos que, en principio originales, “prometen” su propio desenvolvimiento (en este caso sensual, desligado de algunos dibujos conocidos y hasta manidos de la danza contemporánea); sin embargo, Tania busca detenerlos en seguida, tras una frase introductoria, y detiene asimismo la gala de facultades que cada bailarín ofrece de antemano. Clodio (Jonathan Castro), frente al público, en primer plano, ofrece singulares evoluciones que se ven trastrocadas y se diseminan en el espacio como movimientos poco o nada elaborados. Pérez-Salas intenta disfrazar este rompimiento del trazo coreográfico, en cada cuerpo, mediante movimientos posteriores que niegan las exigencias de la parte inicial. Asimismo, desliga una parte de otra en el desenvolvimiento del ballet, de la obra. A veces, hace bailar a los miembros de un conjunto con desplazamientos “en línea” que contrastan con movimientos de cadera que irrumpen “facilotes”, más modernos y “cercanos”, más familiares al público. Desafortunadamente estas soluciones “inesperadas”, al romper con el esbozo inicial, ensucian la secuencia prometida. Las imágenes estructuradas y desenvueltas ininterrumpidamente que lograba Balanchine, las secuencias fluidas “a la Kylián”, quedan sólo promesa.
            Algunas otras soluciones escénicas de Tania también rompen la estructura coreográfica. ¿A propósito? ¿Cómo solución o limitación? La muy obvia de poner a girar el cuerpo inmóvil de un excelente bailarín subido en una base o pequeña plataforma que gira sobre su propio eje, rodeado y cubierto por imágenes gigantescas de la “amada” porque “piensa en ella”, si hubiera estado producida mediante fogonazos cambiantes y sucesivos, habría entrado en el ritmo del espectáculo; pero repetirla y hacerla durar varios minutos en sustitución de las danzas directas, se convirtió en una eternidad escénica y en evidente “relleno”.
Cuando un coreógrafo trabaja al unísono de un escenógrafo energético, y original como Gabriel Pascal, el diseño escénico puede “comerse” el espectáculo. Aunque en este caso la escenografía le otorga a la obra sus mejores momentos (por ejemplo, las escenas de danza de los solistas en los primeros planos mientras un compacto grupo de bailarines, iluminados portentosamente por Víctor Zapatero observan en un fondo espeso; interjuego del cuerpo del bailarín principal con las enormes telas rojizas que también bailan en el aire) la imaginación plástica y la sagaz arquitectura (que, como la danza, también es manipulación de los espacios) de Pascal se unen a un potente Orff: la producción crece y se desenvuelve, por momentos sin la incorporación de la coreografía, a tan vastas expectativas.

Aun dentro del espacio de libertades creativas que otorga la danza posmoderna (remitirse con ironía, sin metalenguajes, a cualquier punto del pasado histórico para “recrearlo”), las limitaciones de Pérez-Salas para reinventar secuencias y trazos dancísticos, diseños de movimientos corporales originales y, sobre todo, fluidos y en plena libertad, nos indican que aún no se llega al momento culminante de la coreógrafa para lanzarse al compromiso de lo monumental. ¿Cuánto tiempo y que cúmulo de experiencias en el escenario permitieron la aparición del lenguaje dancístico monumental (sí: coreográfico) de Bravo, Graham, Balanchine, Kylián, Fleming, Parrao? Las propuestas (las obras en el escenario son siempre ofrecimientos), específicamente Clodia…, no indican todavía la inminente aparición de una coreógrafa de esa alta dimensión puesto que los errores, los balbuceos, la ausencia de conocimientos coreográficos básicos y la limitada utilización de las herramientas escénicas (descubrimiento que se lleva a cabo tras el análisis de las metas) no llegan a establecer la estructura adecuada y perseguida. Estas circunstancias mucho menos justifican los cuarenta y cinco minutos que Pérez-Salas obligó al público de Bellas Artes a esperar en la sala antes de subir el telón.

Inserción en Imágenes: 27.09.06.



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO