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La forma como inmanencia religiosa y experimental en Mathias Goeritz

Elia Espinosa*
eliaespinosa@yahoo.com.mx

En su amorosa, reconocedora e informativa nota publicada en el número doble de la desaparecida revista Artes Plásticas (“Mi encuentro con Mathias Goeritz”, ENAP, núms. 13-14, 1991-1992, p. 67.), Ida Rodríguez Prampolini nos ofrece algunas claves importantísimas para comprender a Mathias Goeritz como ser humano y como artista. Entre otras cosas, Ida afirma que Goeritz tenía como gran cualidad la religiosidad y la propuesta refrescante y contundente de volver a creer en la “vida del arte” y en la alegría que traería al mundo el recuperar el potencial de la emoción, el amor y la espiritualidad que denotan las figuras de las Cuevas de Altamira, en España. Lo anterior en la época de la segunda posguerra en Europa, aún con la imagen de la muerte de varios miles de inocentes, entre judíos y no judíos, recorriendo las conciencias y sensibilidades. Estos hechos alimentaban a contracorriente el proyecto de la Escuela de Altamira, en donde la emoción llevaría la delantera en un intento de renovación (idem).

        Provinieran o no del fuero interno lacerado de Goeritz, por ser alemán, y ante el persistente recuerdo del Holocausto (lo cual, según narra Ida Rodríguez, se evidenciaba en que cada noche Goeritz hojeaba un libro de fotografías de las víctimas en los campos de concentración), en la muestra de la Galería Enrique Guerrero percibimos varios signos, elementos y dimensiones de sus propuestas que, por separado o en conjunto, confirman el sentido de experimentación y apropiación resignificadora que tanto han caracterizado al arte desde hace casi cien años. Esta, que puedo llamar trilogía metodológica (religiosidad, experimentación, apropiación), nos admira por el entrelazamiento de alegría, sentido lúdico y sorpresa que la confirman; a la vez que un recogimiento ante la belleza que producen sus resignificaciones y apropiaciones.

        En la estancia de la galería figuran ejemplos fundamentales de su producción: se hallan algunos cristos y otras piezas de madera de los años cincuenta; ésos de espacios vacíos que comparten la unidad de la pieza con recortes y tallados irregulares característicos del artista en su intento de reavivar tanto el concepto, la elaboración y la percepción de la forma que surge entre emoción e idea. Desde los cristos hasta el guaje reciclado (Sin título, 1961), pintado de rojo y negro, es visible esa alianza metodológica del maestro; una fórmula en movimiento que hace patente su visión dramática de la Naturaleza y la existencia, en afectuosa y sorpresiva compenetración con el accidente y la modulación de la materia en expansión y ascenso.
        Goeritz nos aproxima –como Arp— a la esencia de las formas sin recurrir a la grandilocuencia trascendentalista en el sentido académico u oficial. Muy al contrario: cada motivo, cada energía se mueve, desde su esencial autonomía, en y desde su propia inmanencia. Lejos de la megalomanía del arte occidental, Goeritz nunca impuso el Uno al Todo, sino que los alió en el mismo nivel, es decir, encarnó un Uno-Todo que, en su lenguaje, era la “vida del arte” o el “art-prière” (ibidem, p. 70), el “arte-oración”. Cada motivo, recoveco, panorama visual, viven sin pretensiones hegemónicas en cada pieza.
        Aunque Cristo crucificado esté tallado en la madera y simbólicamente arrastre su pesada y controvertida tradición histórico-religiosa, se manifiesta aún más aliado a la sensación y a la emoción matérico-espiritual, que sólo a su simbología largamente venerada. Es la forma de la materia transubstanciada con la voluntad de redención, deseada desde una sencilla postura de estar y ser en eso que llamamos universo. Ya no se impone un distante personaje sagrado que se presenta ante nosotros, sino la figura de un hombre en la imaginación del artista, ámbito éste de carácter panteísta tardomoderno.

        En el recorrido de la exposición vemos las Siete formas en reposo, pieza clásica del maestro, en donde a lo Moore, maneja la compaginación entre vanos y llenos y la sensación de lo que yace. También figuran Monumento al hombre, Los amantes del alma, Pareja, Mentirosos, los diseños de El Eco y las “maquetas” de prismas con hoja de oro, Do it yourself y Aquí y allá. En estas últimas, como en sus cuadros dorados típicos de los sesentas, el oro cubre con su resplandor las formas geométricas y la mesa de la maqueta escultórica. Por medio de este recurso, Mathias recicla la significación que por centurias ha tenido ese metal en los retablos, haciéndolo descender a formas geométricas al alcance de la mano. Los cuadros dorados, agujereados a golpe de cuchillo y martillo, figuran en el conjunto. No se olvide contemplar y valorar dos pequeñas obras, especie de collage, que muestran una inteligente lectura de Fernando García Ponce. Mathias Goeritz pervivirá como el maestro que vino a abrir y a plantar horizontes desconocidos hasta entonces, pues se cimientan en una concepción de la forma como acontecimiento dependiente de sí misma, como una fuente de inmanencia y, al pretender renovar la capacidad de emoción y alegría, en una redención.
        Visítese la muestra con el ánimo de contemplar la rica obra del artista alemán quien, unas veces más, otras menos, responde al planteamiento inicial de esta nota: la recuperación de la emoción como generadora de la forma.

Inserción en Imágenes: 14.12.06
Foto de portal: M de serpiente de Mathias Goeritz.



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO