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Los Ávila y el marqués del Valle: una prefiguración de la Independencia

José Rubén Romero Galván*
jgalvan@servidor.unam.mx


La Nueva España logró su independencia de España a principios del siglo XIX pero este hecho es en realidad el final venturoso de un proceso que duró tres siglos, tanto como duró el virreinato hispano en estas tierras. Si a finales del siglo XVIII ya estaban dadas las circunstancias para que ocurriera tal fenómeno, su inicio puede rastrearse desde el mismo siglo XVI. Uno de los primeros indicios que debe ser tomado en cuenta lo constituyen las evidentes diferencias entre los habitantes de estas partes del mundo y los de la metrópoli. Tales diferencias eran percibidas tanto por los nacidos allende el mar como por los que habían visto la luz de este lado del océano.
           Son muchos los testimonios que en relación con este hecho han llegado hasta nosotros. Uno de ellos se debe a fray Bernardino de Sahagún, quien, habituado a observar cuidadosamente su entorno (prueba de su acuciosidad es su monumental obra, la Historia general de las cosas de Nueva España) ya en la segunda mitad del siglo XVI afirmaba de los españoles que “a pocos años andados de su llegada a esta tierra se hacen otros”.(1) Con ello quería significar que la Nueva España y sus peculiaridades ejercían una influencia incuestionable en los españoles que venían a residir en ella, influencia que redundaba en las diferencias que surgían entre los peninsulares que, o bien se quedaban en España o bien sólo venían por tiempos determinados a estos reinos; buen ejemplo de estos últimos eran, sin duda, los altos funcionarios.


           Este fenómeno no escapó tampoco a la atención de los frailes dominicos de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala, quienes en el Capítulo de Cobán, en el año de 1570, definían al criollo no sólo aludiendo al origen peninsular de sus padres y a su nacimiento en estas tierras, sino que afirmaban que por tal se debía tener a “aquel que desde los primeros diez años de su edad se ha criado en estas partes de las Indias, aunque hayan nacido en España”.(2) Estas diferencias que eran, obviamente, mucho más notables en quienes venían al mundo en estos reinos, fuera cual fuera tanto su origen como el color de su piel, significaron siempre contradicciones entre los peninsulares y los nacidos en estos reinos, que no pocas veces fueron en verdad muy notorias.
           A tales contradicciones debieron sumarse muchas otras de diverso orden. Las hubo, por supuesto, económicas y políticas. A lo largo de los tres siglos de régimen colonial sobrevinieron momentos críticos, surgidos de dichas contradicciones, y cuyo final fue en ocasiones trágico. Uno de estos episodios, acaso el primero, ocurrió en tiempos del virrey Mendoza, en 1543, después de promulgadas las Leyes Nuevas (1542). En éstas, entre otras cosas, se prohibía el servicio personal de los indígenas, se ordenaba la liberación de los esclavos y se reducía la duración de las encomiendas a una sola vida, con lo que quedaba abolida la perpetuidad con la que originalmente habían sido concedidas.


           Fue precisamente a raíz de tales leyes que se suscitó un episodio que narro brevemente: en una casa de juegos, varios hombres, entre los que se contaba uno de apellido Venegas, del que se decía que era hidalgo, y también un soldado, al que apodaban el Romano, fueron comentándose las noticias que habían llegado del Perú, según las cuales había habido levantamientos por la promulgación de las Leyes Nuevas. Mal aconsejados por el alcohol, dichos hombres dieron en decir que “sería bien alzarse con la tierra, y que matasen al virrey y oidores, y que acabarían con la pobreza, que tanto les perseguía; y esto muy en regocijo y en risa se trataba”. La cuestión fue investigada y se les halló culpables de intento de sedición y fueron por ello sentenciados a muerte, lo cual se cumplió con toda diligencia. Y quienes allí estuvieron decían que fueron al cadalso afirmando que “morían sin culpa”. Con todo, bien se sabe que los sediciosos no tenían la menor posibilidad de llevar adelante sus dichos pues todo parece indicar que en torno a ellos no había grupo alguno que los apoyase en tal empresa. Por tanto, la reacción del virrey es reveladora puesto que la pena de muerte parece ser una medida hasta cierto punto exagerada, fruto del temor de que en la capital de la Nueva España pudiera darse un conflicto como aquel que se estaba viviendo en el Perú.
           Años más tarde, a principios de 1563, llegó a la ciudad de México Martín Cortés, segundo marqués del Valle. Venía de España en donde había logrado que el rey, en cédula fechada en Toledo el 16 de diciembre del año anterior, le reconociera el señorío de todas las villas del marquesado, sin limitación alguna en cuanto a vasallos, con excepción de la villa y puerto de Tehuantepec, que reservaba para su real corona, a cambio de lo cual le concedía lo correspondiente a los tributos que de ella se obtenían.



           Instalado en la capital de la Nueva España, nada escatimó para mostrar las riquezas que poseía y demandar los honores que correspondían a su noble título. Sus criados se mostraban a la población vestidos con ricas libreas. Cuando salía a la calle se hacía preceder por un paje con celada en la cabeza y portando una lanza con funda de hierro y borlas de seda. Si asistía a la iglesia, mandaba disponer para él y para la marquesa unos sitiales de terciopelo con almohadas. Por si eso fuera poco, su trato con la gente era en extremo distante para que quedase en evidencia la superioridad que considerada le asistía en relación con su riqueza y el lustre de su nombre.
           La capital de la Nueva España era además el escenario de una situación compleja y problemática. Se habían formado, por causas no bien definidas, dos grupos de criollos descendientes de los conquistadores, todos ellos ricos y con aspiraciones. Unos en torno al virrey Luís de Velasco, otros allegados al marqués del Valle. Por supuesto estas animadversiones se vieron acrecentadas por las actitudes pretenciosas de este último.
           Ese mismo año en que Martín Cortés llegó a la Nueva España, 1563, entró a la capital del virreinato el visitador Jerónimo Valderrama con la misión de dar cuenta al rey de la situación en que se encontraban estos reinos, información necesaria a fin de que el monarca estuviera en situación de proveer lo necesario para el mejor gobierno de estas regiones de su imperio. Muy pronto los hombres prominentes de la ciudad pudieron observar que el visitador se había acercado al círculo de criollos que rodeaba al marqués, estableciendo obvias distancias respecto del virrey. Ello vino a ser un elemento más de desavenencia entre los dos bandos.


           Viviendo la Nueva España en tales circunstancias de por sí complejas, en 1565 llegó de la metrópoli una real cédula en la que se ordenaba al virrey que suspendiese definitivamente la sucesión de los indios encomendados en tercera vida. Esto es, que a partir de entonces, quienes disfrutaban de alguna encomienda concedida a sus abuelos, no les asistía sin embargo derecho alguno para continuar beneficiándose de ella. Quienes se encontraban en tal situación eran numerosos y no es difícil imaginar el profundo disgusto que la medida generó entre los criollos descendientes de los que habían ganado y conquistado estas tierras: los más jóvenes veían en los logros de sus antepasados la posibilidad de continuar siendo señores. Orozco y Berra logró una clara descripción de los temores que abrigaban los criollos de aquel entonces: “los encomenderos, sin otros medios de subsistencia que las rentas sacadas de sus indios, perdiéndolas quedaban reducidos a la indigencia […] con las rentas se perdían igualmente las consideraciones, el lustre de sus casas, las comodidades de la vida, en fin la suma de bienes materiales tan apetecidos de los hombres y tan considerados en la sociedad”.(3) Todo parecía indicar que el sueño de los conquistadores comenzaba a declinar…


           En el círculo de criollos cercanos al marqués se comenzó a conspirar contra el orden establecido. Al respecto, Juan Suárez de Peralta, a quien tocó vivir de cerca este episodio, relata:

Sabido de esta cédula, empezóse la tierra a alterar; y había muchas juntas y concilios, tratando de que era grandísimo agravio el que su majestad hacía a la tierra, y que quedaba perdida de todo punto, porque ya las más de las encomiendas estaban en tercera vida, y que antes perderían las vidas que consentir tal, y verles quitar lo que sus padres habían ganado, y dejar ellos a sus hijos pobres.(4)


           El miedo a la desgracia fue consejero adverso a la fidelidad que todos ellos debían al monarca y no faltó entre ellos quien, con claridad, expresara no sólo su sentir respecto de lo que ocurría, sino lo que consideraba debía ser la salida: “pues el rey nos quiere quitar el comer y las haciendas, quitémosle a él el reino; y alcémonos con la tierra y démosla al marqués, pues es suya, y su padre y los nuestros la ganaron a costa, y no veamos esta lástima”.(5)
           Entre los prominentes criollos que participaban de estos corrillos se encontraban los hermanos Alonso de Ávila Alvarado y Gil González de Ávila, así como Baltasar de Aguilar y otros más. El virrey Luís de Velasco fue enterado y es de suponerse que algo habría hecho para solucionar con prudencia esta situación de no haberle sorprendido la muerte.



           Poco a poco aquellos comentarios fueron tomando el carácter de una conspiración, al grado de que algunos criollos se acercaron al propio marqués del Valle para ofrecerle la corona de la Nueva España. No obstante, él se mostró muy cauto, según nos lo deja ver Suárez de Peralta:
los respondió que él de muy buen gana les acudiría, mas que temía no fuese cosa que después no se hiciese nada, y que todos perdiesen las vidas y las haciendas, y que ¿quién tenían que les acudiese? Ellos respondieron muchos, y los nombraron; y el marqués les dijo, que se mirasen bien en ello, y de todo le diesen aviso.(6)

           En ausencia del virrey fue la Audiencia, aunque disminuida pues entonces sólo contaba con tres oidores,  quien se ocupó del gobierno del reino. Quiso la fortuna que los miembros de ella fueran en todo contrarios a los cercanos al marqués que pretendían levantarse en armas para llevarlo al trono. En cuanto la conspiración fue delatada, actuaron con toda diligencia y prendieron tanto al marqués como a los demás sediciosos. Se les tomó confesión y se decidió su suerte.
           Para los hermanos Ávila y para Gil González se determinó que debían morir decapitados y sus cabezas puestas en picota; sus bienes serían confiscados y sus casas derribadas y los baldíos sembrados de sal y en medio de ellos un letrero que con claridad dijese el delito que tal castigo había merecido. Años más tarde fray Diego Durán daba cuenta del estado en que estaba el sitio que había ocupado la lujosa casa de Alonso de Ávila diciendo que estaba hecho “un muladar”.(7)


           El cronista Juan Suárez de Peralta fue testigo del doloroso desenlace de esta conspiración. Los párrafos que dedicó a la ejecución de los acusados son particularmente reveladores. He aquí algunos de ellos, sólo para percibir la manera como un cronista testigo de los mismos vivió tales acontecimientos:

No se vio jamás día de tanta confusión y que mayor tristeza en general hubiese en todos, hombres y mujeres, como el que vieron cuando aquellos dos caballeros sacaron a ajusticiar; porque eran queridos y de los más principales y ricos, y no hacían mal a nadie, sino antes daban y honraban a su patria; especialmente Alonso de Ávila, que de ordinario tenía casa de señor, y el trato de ella […] ¡Y todo sujeto a una de las mayores desventuras que ha tenido otro en el mundo!, pues en un momento perdió lo que en este mundo se puede estimar, que es vida, honra y hacienda; y en la muerte igual a los muy bajos salteadores, que se pusiese su cabeza en la picota, donde las tales se suelen poner, y allí se estuviese al aire y sereno a la vista de todos los que le querían ver.(8)

           El poeta Luís Sandoval Zapata, tocado por esta tragedia, escribió lo que llamó Relación fúnebre a la infeliz trágica muerte de dos caballeros de la más ilustre de esta Nueva España… de ella extraigo algunos versos:

Piden perdón de sus culpas
Ya al cadalso vil se llegan,
Ya sentados en las sillas
El verdugo cauto llega
   Y con negros tafetanes
La visiva luz les venda.
Ya sobre el cuello de uno
Con sangrienta ligereza
   Descarga el furor del golpe
E intrépido lo degüella
Y para poder quitar
De los hombros la cabeza
   Una y otra vez repite
La fulminada dureza,
Y al ver tan aleves golpes
El otro hermano se queja,
   De mirar que en un cadáver
Aún dure la rabia fiera.
Después de estar ya difunto
Al segundo hermano llega
   La cólera del verdugo,
Y las rosas aún no muertas
Del rojo humor desatado
Tiñe otra vez en sus venas.
   Troncos los cuerpos quedan,
Difuntas purpúreas yertas
Deshojadas clavellinas
Y anochecidas pavesas.
   En sollozos y gemidos
Todo México lamenta
Esta temprana desdicha
Esta ya lástima muerte


          Y aún hubo otros ajusticiados y otros acusados más que sufrieron la pérdida de sus bienes y el destierro. Incluso, para concluir los procesos, llegaron de España jueces que dictaron las últimas sentencias.
          Según palabras de Orozco y Berra, “finalizó la revolución. La Audiencia empuñó las riendas del gobierno dedicándose esmeradamente a apaciguar los ánimos y a superar los trastornos sufridos. Poco a poco renació la paz”.
          En cuanto al marqués, dadas sus calidades, se decidió que su causa se siguiera en el Consejo de Indias, razón por la cual tuvo que ir a España. Finalmente fue absuelto de todo…
          Este episodio, cuyo desenlace fue en verdad cruento, se nos revela, más que como un antecedente, como una prefiguración de lo que dos siglo y medio después vino a ser la Independencia de la Nueva España.


Prefiguración porque, al igual que los acontecimientos que después prohijarían la separación definitiva de estos reinos, el motivo inmediato se localiza en una serie de medidas que obraban contra los intereses económicos de los criollos: el telón de fondo era ya la contradicción implicada en las diferencias entre criollos y peninsulares.


* Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras e investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

1. Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, libro X, cap. XXVII.
2. Fray Antonio de Renesal, O.P., Historia general de las Indias Occidentales y en particular de la Gobernación de Chiapa y Guatemala, 2 vols., edición y estudio preliminar de Carmelo Saenz de Santa María, Madrid, Ediciones Atlas, 1964-1966 (Biblioteca de Autores Españoles, n. 175 y 189), vol. 2, libro IX, cap. XV.
3. Manuel Orozco y Berra, Noticia histórica de la conjuración del marqués del Valle, México, Tipografía de R. Rafael, 1853, p. 35.
4. Juan Suárez de Peralta, Tratado del descubrimiento de las Indias (Noticias históricas de la Nueva España), México, CONACULTA, 1990, cap. XXX.
5. Idem.
6. Ibid., cap. XXXI.
7. Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme, México, Porrúa, 1967, vol. I, cap. II.
8. Suárez de Peralta, op. cit., cap. XXXIV.

Inserción en Imágenes:03.05.11

Imagen del portal: Plaza Mayor. Ciudad de México, 1596. Archivo General de Indias. Detalle Palacio Nacional. Foto: Archivo fotográfico IIE-UNAM.

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