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Una furtiva lágrima

Juan Solís*
jsolis16@gmail.com

Construir una imagen en el escenario a partir de una pieza musical harto conocida fue el reto que se planteó el director escénico César Piña el domingo 15 de febrero de 2004.

            A las cinco de la tarde, en el Palacio de Bellas Artes se estrenó una versión más de El elíxir de amor, de Donizetti, con la Orquesta del Teatro de Bellas Artes bajo la dirección musical de Guido Maria Guida.   

            La calidad en la interpretación vocal estaba garantizada con un elenco integrado por cantantes mexicanos con trayectoria internacional (un elenco del MET, decían las autoridades de la Compañía Nacional de Ópera, que incrustaron el montaje en los festejos por el 70 aniversario del Palacio de Bellas Artes).

            Como el ingenuo Nemorino actuaba el tenor Ramón Vargas; en el papel de Adina, la soprano Olivia Gorra; y como el estafador Dulcamara, el bajo barítono Rosendo Flores. Completaban el elenco Óscar Sámano y Verónica Murúa.

             Ampliamente conocida por el público mexicano, El elíxir de amor es una ópera que incluye una de las arias más famosas en la historia: Una furtiva lágrima. La interpretación de Vargas era esperada; sin embargo, en Piña –alumno de Juan Ibáñez– descansaba la responsabilidad de crear una imagen perdurable.

            La iluminadora Elena Marsans se encargó de matizar la parte derecha del escenario con una luz tenue. Ésta venía de un círculo luminoso ubicado al fondo que hacía las veces de luna llena. Todo lo demás estaba en penumbras.

            Una estructura de madera en forma de escalera era lo único que había a manera de escenografía. En medio de esa austeridad melancólica comenzaron las notas emitidas por la sección de cuerdas de la orquesta ubicada en el foso.

            Lo demás lo hizo Vargas, quien con su potente y bien modulada voz llenó esa noche simulada de una melancolía tangible. Mientras cantaba, subió y bajó un par de veces de la escalera, lentamente, como la música. Tal fue el efecto de la interpretación, que el público estalló en una ovación de cinco minutos, una vez acabada el aria. Vargas permaneció concentrado con el rostro hacia el piso, hasta que se permitió levantarlo y sonreír agradeciendo.

            Una señal de Guido Maria Guida indicó a todos que el aria se repetiría. Y así fue.  Piña no olvidó que en la ópera lo que debe lucir es la voz, que todo está al servicio de la garganta de los cantantes, que no se debe competir con el espectáculo vocal, más bien la escenografía debe ser un nicho para que el canto luzca en su plenitud.

            La luna, símbolo del romanticismo por excelencia, la penumbra como atmósfera de la melancolía, la escalera como alegoría de los infortunios de Eros, ahora en ascenso, ahora en descenso. Elementos que constituyen el lecho en donde descansó la voz transformada en armónico lamento.

            ¿En dónde radica la eficacia de esa imagen? Ese mismo año se pudo apreciar otra versión de El elíxir de amor, esta vez con la compañía Ópera de México. Protagonizaron el montaje dos figuras jóvenes de la ópera nacional: el tenor Leonardo Villeda y la bella soprano Irasema Terrazas. Con su potente voz, el tenor opacó la carcajada que inundó el Teatro de la Ciudad cuando el público descubrió un oso de peluche, que sobresalía del atado de vagabundo que traía al hombro (tierno detalle de la maestra Ernestina Garfias –directora de escena–, que no es exagerado toda vez que es una ópera bufa).

En los últimos años, el aria ha sido interpretada en México –aunque en versión concierto–, por grandes voces de la ópera mundial como las del tenor mexicano Rolando Villazón y el peruano Juan Diego Flores. Una furtiva lágrima es un motivo musical recurrente a lo largo de toda la película Matchpoint, de Woody Allen (2005), quien echa mano de una versión grabada en sus últimos días por el inmenso tenor Enrico Carusso.

 

            No obstante, es la imagen de El elíxir con Ramón Vargas, la creada por Piña, la que gracias a su economía de elementos, eficacia en la yuxtaposición de estructuras y luz, fragmentación visual del escenario y eliminación de cualquier exceso histriónico, persiste. El derroche –como en toda función operística memorable–, estuvo en la voz.

Inserción en Imágenes: 26.11.08
Foto de portal: partitura.

 



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO