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de archivos

Algunos mitos de los románticos mexicanos

Arnulfo Herrera*
arnulfoh@servidor.unam.mx


A Delius,
por el incurable machismo que nos aflige

 

Tengo yo a las mujeres por sustanciales, las que aciertan a serlo, y aciertan muchas,
que en este caso quien se pusiese a defenderlas, las ofendería

Juan Boscán (Carta-prólogo a la Duquesa de Soma)




En las anécdotas y recuerdos de la quinta serie de Simpatías y diferencias, hay un texto de Alfonso de Reyes que nos recuerda el influjo benéfico que las mujeres pueden ejercer sobre un hombre. Se llama “La pérdida del reino”. Obviamente, el título está sacado de los famosos versos de Rubén Darío que nos trasladan al final de la existencia y, frente al panorama de nuestras miserables vidas, acabamos por comprender que no hicimos la elección correcta en aquel instante decisivo del pasado. La azarosa cadena de incidentes adversos nos advierte que pudimos conseguir mejores escenarios para nuestros actos cotidianos y, al contrastar los infortunios que sufrimos con la felicidad de los otros, la realidad nos arroja a la cara ese sentimiento de irremediable marginación que el destino nos tenía reservada: entonces lamentamos el estado de las cosas y la pérdida del reino. Así se le llama a esta congoja que es también el título de una olvidada novela de José Bianco,(1) entrañable para nuestra generación nacida a mediados del siglo XX; una obra digna de mejor fortuna crítica, aun cuando sólo sea por la confirmación de esta pesadumbre que entraña el haber malogrado el destino. Tiene muchas cosas la breve anécdota de Alfonso Reyes, pero lo que nos importa es su capacidad para privilegiar en unas cuantas líneas las ventajas del “amor condenado” sobre el amor convencional. La anécdota alfonsina refiere que al pasar por la columna de Nelson, Ramiro de Maeztu lamentaba que Cosme Churruca hubiera perdido la famosa batalla de Trafalgar y que, a consecuencia de ello, él, Ramiro de Maeztu, no pudiera obtener en Madrid las cantidades que ganaba Bernard Shaw en los escenarios londinenses donde todas las noches se llenaban los teatros. Lo más deplorable era el motivo de la derrota:

Si el pobre de Churruca, en vez de tener por esposa a una triste vascongada casera, insignificante, santa, cocinera, fregona, zurcidora y barrendera, que nada decía a su imaginación, hubiera tenido amores con una cortesana como lady Hamilton, que lo trajera siempre sobrexcitado y alerta, se le habrían ocurrido cosas, hubiera tenido los sentidos abiertos a la fantasía y a lo heroico, hubiera triunfado en la batalla de Trafalgar.(2)

           Esta exaltación de la irregularidad femenina nos remonta a los primeros momentos en que las sociedades puritanas reinterpretaron el papel que las mujeres habían desempeñado en la expulsión del Paraíso. No fue casual que el romanticismo apareciera primero en el mundo protestante. Aparte de la confesión pública de los pecados, la perspectiva del pecado original fue determinante en las regiones que se habían acogido a la Reforma. El surgimiento de la heroína romántica –como mujer fatal, hacedora de su propio destino y perturbadora de la paz masculina– implicaba, más que rebelión, voluntad para asumir la sensibilidad que los pastores de almas atribuían a las mujeres. En la tradición agustiniana que nutrió al re-formista Lutero, se proyecta una visión fascinante de la bíblica caída del hombre. Como nos explica Mario Praz en su bellísimo ensayo sobre el cuadro de Hans Baldung Grien, discípulo de Durero, mientras Adán representa la voluntad, para tentarlo, el Demonio –que en for-ma de serpiente representa a la imaginación– sólo puede lograr su cometido a través de Eva, en cuya naturaleza residen, unidas como las dos caras de una misma moneda, la concupiscencia y la sensibilidad.
           Los tres personajes de la caída son tres partes del hombre: la imaginación, que es castigada; la concupiscencia, es decir, su parte femenina, personificada por Eva, que es pecaminosa, pero que por la gracia divina podría transformarse en Sabiduría hecha carne, y por último su parte viril, la única responsable del verdadero pecado cuando consiente en los placeres a que la parte femenina es inducida por la serpiente... Quienes firman el pacto con la serpiente entran en un universo donde todo se trastorna; en vez de ser ahuyentada, la fantasía es cultivada, adornada, nos convertimos voluntariamente en su alimento.(3)

           Así, la compañera del hombre fue utilizada como un vehículo perfecto para transmitirle el veneno de la imaginación; una "enfermedad" que habría de ser liberada y venerada por las ideas románticas. De ahí proviene quizás el orgullo con que las "mujeres malas" del arte y la literatura modernos pasean sus inquietantes personalidades. Pero también provienen de ahí muchos otros males que aquejan a los artistas en las sociedades contemporáneas: la glorificación de las neurosis, el enaltecimiento de los estados morbosos, el exhibicionismo del alma, los abismos de la esterilidad y de un arte que parece haber agotado sus posibilidades en la vía imaginativa.(4)
           Este sentimiento, que parece ajeno al mundo hispánico, tan ortodoxo en materia religiosa, y tan remoto en los países latinoamericanos que como México se encontraban imbuidos del liberalismo o se debatían abrumados por sus problemas inmediatos –guerras internas, desempleo, pobreza, injusticia social, inestabilidad política, nulo desarrollo, deuda externa, amenazas extranjeras, etcétera–, este sentimiento dejaba entrever un débil eco en la poesía romántica. En la "Eva" de Manuel María Flores, un largo poema dedicado a exaltar las bellezas naturales de los primeros días de la creación, se rezuma la inquietud primigenia que ya desde aquellos momentos parecía caracterizar a la mujer.
           Mientras Adán dormía, sumergido en asuntos seguramente trascendentes, Eva, distante a los sentimientos del hombre, ya era presa de la inquietud y la curiosidad que hace fáciles presas del Demonio a las almas sensibles:

Eva le contemplaba
sobre el inquieto corazón las manos, húmedos y cargados de ternura
los ya lánguidos ojos soberanos;
y poco a poco, trémula, agitada,
sintiendo dentro el seno, comprimido
del corazón el férvido latido,
sintiendo que potente, irresistible,
algo inefable que en su ser había
sobre los labios del gentil dormido
los suyos atraía,
inclinóse sobre él...
Y de improviso
se oyó el ruido de un beso palpitante,
se estremeció de amor el Paraíso...
¡Y alzó su frente el Sol en ese instante!



           Los tópicos de este poema son predecibles y conviene recordarlos para sumar facetas a la imagen de la mujer que estamos construyendo. Aparece el sufrimiento masculino que Dios decidió paliar con la creación de una compañera, pero como Eva no pudo acabar del todo con este dolor, los románticos utilizaron los rescoldos del padecimiento para mantener a las mujeres en la periferia, y considerarlas míticamente insuficientes e ineptas para llenar la carencia, incapaces de entender esa tristeza atávica:

Era el hombre primer, era el momento primero de su vida, y ya su labio bosquejaba la voz del sufrimiento.
La inmensa vida palpitaba en torno,
pero él estaba solo. El aislamiento transformaba en proscrito al soberano... entonces el Criador, tendió su mano y el costado de Adán toco un instante.

           Ajena por completo a este "dolor", la mujer surge con los atributos de pureza, blancura, luz, piedad y belleza que son adornos funestos ya que, positivos en principio, al cabo resultarían definitivamente adversos para las causas femeninas y de gran utilidad para el machismo romántico:

Suave, indecisa, sideral, flotante,
como el leve vapor de las espumas,
cual blando rayo de la Luna, errante
un jirón de tenebrosas brumas,
emanación castísima y serena
del cáliz virginal de la azucena,
perla viviente de la aurora hermosa
ampo de luz del venidero día
condensado en la forma voluptuosa
de un nuevo ser que vida recibía,
una blanca figura luminosa
alzóse junto a Adán... Adán dormía.(5)


           De cualquier modo, ni lady Hamilton ni la mujer de Cosme Churruca son caracteres exclusivos del mundo anglosajón o latino; no son netamente protestantes o cristianas sus características. Tampoco es cierto lo contrario: las mujeres todas son inquietas por naturaleza, pero mientras unas han decidido –por voluntad o por fatalidad– someterse a la vida modesta, acatar dócilmente el castigo bíblico, otras –mal sosegadas o perversas– han elegido asumir su papel diabólico. Lo que sí es cierto es que los hombres –sometidos a esta visión mitológica de la caída– encontraron en ella un pretexto ideal para culpar a las mujeres que les habían tocado en suerte por el fracaso de lo que se llama en la literatura el "sueño napoleónico". Desde la perspectiva cristiana, al final siempre fue necesario encontrar un culpable de los delirios de grandeza insatisfechos. Los que no consiguieron mujeres, poniendo ante la vista sus miserables vidas, por no confesarse incapaces de ponerles fin o darles un giro grandioso, terminaron atribuyendo sus desventuras al destino, frente al cual no puede hacerse nada.
           Ya lo sabemos, ni la esposa de don Benito Juárez ni las mujeres que estuvieron detrás del general Ignacio Zaragoza –auténticos héroes napoleónicos de nuestro país– tuvieron ese matiz demoníaco que nuestra perspectiva confiere a lady Hamilton. En cambio, el poeta de nuestros ejemplos, Manuel María Flores, "tuvo" a Rosario de la Peña (superior en muchos aspectos a lady Hamilton) y lejos de estimularlo para alcanzar sus sueños, le sirvió para expiar una vida crapulosa que lo había imposibilitado para el amor y le erigió en un doloroso infierno de celos que terminaron por hundirlo. Como vemos, con todas sus supercherías y consecuencias, en la cultura decimonónica el mito está vivo, nutriendo al imaginario masculino y actualizándose en las obras de arte, las conversaciones y desgraciadamente en las conductas que, bajo la capa de elogios, debilitan la imagen femenina.

***

Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra;
mí querida, de París.

Rubén Darío (Prosas profanas, 1896)

De la genésica caída del hombre se desprende otro mito contradictorio, el de Lilith, la primera compañera de Adán, de origen asirio, hermosa y maléfica. Al margen de las interpretaciones, ésta sólo tiene la parte diabólica que sutilmente le hemos desprendido a la Eva bíblica con la versión agustina del relato. De tradición apócrifa, la figura encarna varias formas del adulterio y representa a la amante escondida, apartada de los espacios públicos. Un famoso cuadro de Dante Gabriel Rossetti que lleva el nombre de esta mujer-vampiro, curiosamente elevada hasta la nobleza (Lady Lilith), trae a cuento a varios temas románticos. La ilustración es fácil de imaginar: con algunos motivos stilnovescos de los primeros trabajos que hizo Rossetti, la deslumbrante belleza de una mujer –rasgos "prerrafaelitas", lánguida y floreciente, cabellera exuberante– que se levanta la abundante melena con un peine entrelazado en los dedos de la mano derecha, mientras con los ojos firmes se mira en un espejo oval, sirve a nuestros propósitos. Tiene toda la voluptuosidad y disposición que son requisitos en las "queridas", proveedoras de un placer que el matrimonio no procura, un goce cuya vulgaridad oculta el hieratismo prerrafaelita y figura una aristocracia que parece salir de las historias antiguas. El adulterio y las depravaciones románticas que acentuaría el decadentismo modernista tenían que llevar un recubrimiento de elegancia muy propio de la doble moral decimonónica.
           Hay una curiosidad histórica vinculada al cuadro de Rossetti. La modelo Fanny Cornforth (cuyo verdadero nombre era Sarah Cox) estaba muy distante del misticismo que sale de los rostros femeninos del pintor. Era una muchacha campesina que había emigrado a la ciudad y gracias a su belleza se ganaba la vida de una manera poco digna. El propio Rossetti, que la convirtió en su amante de toda la vida, a pesar de los parientes y amigos del pintor que despreciaban su vulgaridad, tuvo que conseguir, mediante convenientes sumas de dinero, el consenso de sus maridos (Hughes y Schott) para verla con la frecuencia necesaria. Fanny representa el destino de muchas de las jóvenes que emigraban a las grandes ciudades europeas de entonces. La prostitución y el vicio, la mano de obra barata y el trabajo doméstico mal pagado fueron la estación terminal de estas muchachas. Sus relaciones sentimentales no tuvieron mejor fortuna. Por su marginación social y sus desventajas en el ámbito, llevaban la marca de "las hijas de Lilith". Seguramente la madre de las "criaturitas" de Saldaña, en Baile y cochino (1889) de Cuéllar, pertenece a esta raza de desgraciadas. Al igual que Santa, la heroína de Gamboa (1903) que no llegó a convertirse en una hija de Lilith, pero sufrió los inconvenientes de la marginación social. El cuadro de Rossetti nos ilustra algo mucho más concreto aunque de naturaleza general: el gusto de los románticos por la cabellera femenina. Fanny no sólo sació ese gusto en la pintura de Rossetti y satisfizo el fanatismo del pintor por las cabelleras abundantes (era un hairmad), también plasmó la fuente de ingresos más común para las muchachas del campo (y para las muchachas pobres también), la venta de su cabellera para la industria de las pelucas que se nutría a la sombra del fetichismo masculino romántico. Su aislamiento de las modas era tan grande que, a diferencia de las muchachas citadinas ricas o de clase media, las mujeres campesinas o las pobres solían andar con el pelo corto; les estaba negada la voluptuosidad de la cabellera larga. En México también se cultivó ese gusto con singular alegría. Manuel María Flores, otra vez, nos sirve de termómetro para calar el agrado de los mexicanos por esta moda:

Déjame ver tus ojos de paloma
Cerca, tan cerca que me mire en ellos;
Déjame respirar el blando aroma
Que esparcen destrenzados tus cabellos.

Déjame así, sin voz ni pensamiento,
Juntas las manos y a tus pies de hinojos,
Embriagarme en el néctar de tu aliento,
Abrasarme en el fuego de tus ojos.

Pero te inclinas... La cascada entera
Cae de tus rizos luengos y espesos...
¡Escóndeme en tu negra cabellera
y déjame morir bajo tus besos!


           Existe también el documento sociológico ¿cuántas historias de marginación hay detrás de los registros de las mujeres públicas que, a la manera de las naciones civilizadas, comenzaron a realizarse bajo el régimen de Maximiliano? Arturo Aguilar nos ofrece en su libro extraordinarios documentos gráficos de la versión mexicana de estas hijas de Lilith.(6)

***

En La flor marchita del pintor decimonónico Manuel Ocaranza hallamos otro mito bíblico –éste del Nuevo Testamento– que revive en el romanticismo mexicano, aunque en una versión liberal. La ecuación "flor igual a mujer" es tan antigua como la literatura misma. En las sociedades cuyo comercio sexual otorga un papel preponderante a la virginidad femenina es casi obvio que algunas flores tendrían la capacidad de completar esta ecuación. Ocurre con las azucenas, cuya blancura es por antonomasia sinónimo de la virginidad femenina. Por eso se utilizó esta flor como un tópico en el tema gráfico de la Anunciación. Cuando el arcángel Gabriel desciende para notificar a María sobre su maternidad, la escena doméstica se representa, por fuerza, en un espacio cerrado(7), con los ingredientes del ajuar, entre los que está, por supuesto, el florero con azucenas.(8) Pero cuando la escena sitúa a una muchacha en el exterior, fuera de la casa –como si hubiera transgredido algo– y el llanto ante la azucena rota revela la tragedia de un suceso irremediable, el tema pictórico adquiere un tono tristemente irónico. El éxito del cuadro de Ocaranza radica menos en su mensaje moralista que en su compasiva morbosidad. Si las mujeres perversas pueden ser enormemente atractivas para los románticos, las mujeres recién caídas tienen el encanto de que son más asequibles y aún pueden moldearse. No es gratuito que el tema se reitere en todas las formas posibles; baste recordar los temas de las esculturas que se encuentran en el paseo de la Avenida Juárez de la Ciudad de México: Dolor de Clemente Islas Allende (1892), Ariadna abandonada de Fidencio Lucano Nava (1898) o Flor de fango de Enrique Guerra (1908), entre otros ejemplos. Para el instintivo paternalismo decimonónico, estas flores quebradas ponen como en bandeja el mito de Pigmalión y abren la posibilidad de vivir una fantasía amorosa fraguada por el romanticismo.
           Hablando precisamente de las flores, la broma que protagonizó el general Riva Palacio es merecedora de las mejores antologías feministas, digna de engrosar una suerte de Decamerón histórico en el bando de las mujeres. A finales de 1872, un periódico tapatío, El Imparcial, recibió la carta de una muchacha que solicitaba le publicaran sus poemas:

Señor editor de El Imparcial:

Muy apreciable señor mío: Dedicada al fácil estudio de la poesía desde hace algún tiempo, no me he atrevido a publicar mis humildes producciones por temor de que no fueran dignas de la ilustración pública; mas hoy me he decidido a hacerlo, aunque con temor, porque así me lo ruegan personas a quienes por gratitud estoy obligada.

            Me permito manifestar a usted que tengo dieciséis años; que pertenezco a una pobre pero digna familia y que, al escribir, no me mueve otro resorte que mi voluntad demasiado impresionable.

            Dígnese usted acoger mis primeros ensayos con benevolencia y pedirle [lo mismo] al ilustrado público mexicano, remitiéndome a la vez un ejemplar con la siguiente dirección...

            El éxito fue tal que, apenas una semana después, un periódico de la capital reprodujo los textos de la nueva poetisa, "deseoso de alentar a las personas que con buen éxito pueden cultivar la literatura, mayormente cuando estas personas pertenecen al bello sexo". Al poco tiempo, Rosa Espino –que así se llamaba esta quimérica señorita–, había recibido los calificativos de "simpática" y "hermosa" sin que nadie hasta entonces tuviera la más mínima idea de sus facciones. Se le conocía ya en Guadalajara, México y Puebla. A escasos veinte días de haber salido a la luz pública los versos de esta nueva heroína literaria, la afamada academia mexicana conocida como el Liceo Hidalgo que reunía entre sus miembros a Francisco Pimentel, José María Vigil, Ignacio Ramírez, Manuel Acuña, Juan A. Mateos, Justo Sierra, Ignacio Manuel Altamirano, etcétera, decidió nombrarla socia de la institución. Francisco Sosa da los pormenores de este suceso:

Recuerdo que una noche, en el Liceo Hidalgo, que a la sazón era presidido por el ilustre Ramírez, por el Nigromante, el señor don Anselmo de la Portilla, aquel eminente escritor español cuya muerte nunca acabaremos de llorar, presentó una proposición para que a Rosa Espino se le extendiese el diploma de socia honoraria del Liceo. El señor de la Portilla fundó su proposición, haciendo el más cumplido elogio de la poetisa colaboradora de El Imparcial, y como en cada socio del Liceo tenía ella un entusiasta admirador, por aclamación fue acordado el nombramiento, comisionándoseme para remitírselo, toda vez que por conducto mío hacía llegar a El Imparcial sus bellísimas producciones. El señor de la Portilla, dirigiéndose al general Riva Palacio que estaba ahí presente, sin hacer demostración alguna, le dijo: "Para escribir como Rosa Espino escribe, se necesita tener alma de mujer, y de mujer virgen. Esa ternura y ese sentimiento no lo expresa así jamás un hombre".


            Casi un año duró esta superchería. El general Riva Palacio –poco conocido como poeta– había sido el autor de esta gigantesca farsa que puso en evidencia a las jaurías que militaban en la república de las letras mexicanas.(9)
            La virginidad de esta rosa que había probado el veneno de la imaginación y, por tanto, se volvía susceptible de ser quebrada como la azucena en el cuadro de Manuel Ocaranza, era tal vez lo que más cautivaba la imaginación de los románticos mexicanos.
            El gusto perverso de encontrar a una mujer, casi una niña, pálida, lánguida, desamparada, pero altamente imaginativa (léase dispuesta), para llevarla a conocer los secretos del amor, responde al anhelo masculino de vivir la historia arquetípica del amor romántico más convencional. Ser un Pigmalión y a la vez paliar la tristeza adámica; casarse con Eva y complementarse con Lilith (o alguna de sus hijas Salomé, Herodías, Cleopatra, Semíramis, la Peregrina, Lola Montez); escribirle poemas a ese ser débil que iluminaba el mundo (la mujer que inspira a nupcias) y sumergirse en los vicios con las vampiresas de la noche, eran los pasos obligados en un recorrido paradigmático del universo sentimental donde la esposa es paisana y la querida parisina. La debilidad de la mujer, por cierto, no es sólo un tópico literario, es también una realidad lacerante en todas las clases sociales y en todas las sociedades occidentales del siglo XIX. La alimentación deficiente, la falta de ejercicio, la escasa higiene, el encierro, el paternalismo, el limitado conocimiento de la fisiología femenina y la ignorancia médica, fueron los factores que definieron el término "sexo débil".
            Una sociedad puede juzgarse por lo que produce, pero más aún por lo que valora y revive. Los mitos que hemos visto confieren a las mujeres ciertas propiedades fascinantes que parecen inherentes a su naturaleza, pero que en realidad no lo son. Una sociedad que revive, valora y asume mitos antiguos, sólo está intentando explicarse de manera hedonista el orden de las cosas que la rodean. Hay que tomar su pura literatura, nosotros sabemos que "la sexualidad no es 'una realidad biológica inmutable ni una fuerza universal de la naturaleza', sino, más bien, el resultado de un proceso político, social, económico y cultural"(10), y las mujeres no existen agrupadas en ese conjunto universal con que se les enfoca en la mitología. Hay muchos conjuntos que se forman con las clases sociales, las razas y las edades. Y más aún, cada una de estas categorías brinda otras especificidades que están sometidas a regiones y circunstancias sociales e individuales. Churruca no fue derrotado en Trafalgar porque acostumbraba meterse en la cama con una fregona, cocinera, zurcidora, barrendera y santa que pagaba su castigo genésico, ni Nelson triunfó en esa batalla por la sobrestimulación en que lo tenía lady Hamilton, ésas son hermosas patrañas para leer la vida como si fuera un libro. "Soy águila que duerme encadenada o vil gusano que titán se sueña" decía en el siglo XIX el gustado poeta guanajuatense Antonio Plaza para definir esta encrucijada masculina. Los mitos resuelven el conflicto, equilibran con la posibilidad de una grandeza la certeza de una desgracia ("y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido / la pérdida del reino que estaba para mí"). Los mitos justifican de una manera cómoda el presente. Tanto Reyes como todos los que gustamos de su anécdota, mantenemos viva la mitología romántica que sigue nombrando a esta contingencia de ser águila o gusano con el tópico dariano de la pérdida del reino y sigue considerando a las mujeres hijas de Eva o hijas de Lilith.

   

* Investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.

1. José Bianco, La pérdida del reino, Buenos Aires, Siglo xxi, 1972.
2. Alfonso Reyes, Obras completas, vol. IV, México, FCE, 1980, p. 388.
3. Elémire Zolla, Storia del fantasticare , Milán, Bompiani, 1964. Citado por Mario Praz, El pacto con la serpiente, México, FCE, 1988, p. 444.
4.Mario Praz, "Prefacio" y "Ia Celoviek bol'noi", en op. cit., pp. 8, 441 y ss.
5. Pese a la abundancia de tópicos, Manuel M. Flores (1840-1885) no era el peor de los poetas mexicanos. José Luis Martínez dice que tenía "características de gran poeta". Era "poeta de la vida, de los grandes impulsos, de la naturaleza, del amor... Quizá la intensidad de su vida no pudo volcarse íntegra al verso; sin embargo, su obra poética representa el tono más alto de todo nuestro romanticismo; lo que a principios del siglo había sido sólo languidez y desmayo, adquiría ahora, en la pluma de Flores, un vigor y una pasión jamás vistos en nuestras letras." Véase el prólogo a Poesía romántica, México, UNAM, 1993, p. XI (Biblioteca del Estudiante Universitario, núm. 30).
6. Arturo Aguilar Ochoa, La fotografía durante el Imperio de Maximiliano, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, 1996.
7. O semicerrado como en La Anunciación (1472-1475) de Leonardo. Galería de los Uffizi, Florencia.
8. A diferencia de la Lilith que pintó Rosseti con un enorme y abierto clavel rojo en el florero que está al lado izquierdo de la protagonista.
9. Tanto los documentos como la anécdota están tomados del artículo de Luis Mario Schneider "Cuando el general fue una rosa", en Homenaje a Clementina Díaz y de Ovando. Devoción a la Universidad y la cultura, México, UNAM, 1993, pp. 139-167.
10. Kathy Peiss y Christina Simmons, citado por Judith R. Walkowitz, "Sexualidades peligrosas", en Historia de las mujeres. Siglo XIX. Cuerpo, trabajo y modernidad, vol. 8, Madrid, Taurus, 1993, p. 63.

Inserción en Imágenes: 10.11.11.
Imagen del portal: Fidencio Lucano Nava, Ariadna abandonada, 1898, Ciudad de México. Foto: Arnulfo Herrera.

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