Martha Fernández*
marafermx@yahoo.com
René Avilés Fabila: Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo, México, Editorial Porrúa, 2010.
A mediados del siglo pasado, México era una ciudad de proporciones humanas, segura, que tenía un carácter provinciano y donde se podía encontrar por las calles del Centro, en sus cantinas, sus restaurantes y librerías a muchos personajes relevantes para la cultura de nuestro país como Agustín Yañez, Jaime Torres Bodet, Rafael Solana, José Revueltas, Rafael F. Muñoz y Salvador Novo, entre otros.
Era una ciudad retratada en blanco y negro pero llena de colorido gracias a los muros pintados por sus más connotados artistas, entre ellos, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Roberto Montenegro. Era una ciudad que crecía bajo el amparo de un proyecto nacionalista que la concebía grandiosa y monumental. Una ciudad tradicional, como la presentaban en la llamada Época del Oro del cine nacional, que aspiraba a ser moderna, tal como lo muestra el edificio de la Nacional, nuestro primer rascacielos.
Esa ciudad es la que encontramos en la
Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo de René Avilés Fabila, quien, como buen artista, va dibujando con su relato el perfil del hoy llamado Centro Histórico de la ciudad de México, que en aquel tiempo era sólo nuestro Centro, donde se acudía lo mismo a comprar que a pasear; a estudiar y visitar bibliotecas; al cine y a la cantina. Era el Centro de la Universidad Nacional y de la Secretaría de Educación Pública; el Centro de la Catedral Metropolitana, del Palacio Nacional y del Zócalo; de la Plaza de Santo Domingo y de la Pérgola de la Alameda; del magnífico Palacio de Bellas Artes, del Hotel del Prado, del Bar la Ópera, del café París, de la cantina La Puerta del Sol y de la Dulcería
de Celaya.
El recorrido del autor por aquel Centro comienza de la mano de sus padres, la maestra doña Clemencia Fabila y el maestro y escritor don René Avilés Rojas, y ese relato de sus propias memorias, de su historia personal, de sus recuerdos, se convierte también en una historia de la cultura mexicana y de sus escritores, en una historia del Centro, de la ciudad y del país. Es también una guía artística que nos lleva de la Plaza de Santo Domingo al Palacio de Bellas Artes, sin olvidar sitios memorables como el Panteón de San Fernando, el palacio de los Mascarones, el Casino Español, el Claustro de Sor Juana y el Sanborns
de los Azulejos. Edificios notables, obras de arte únicas e irrepetibles, personajes ilustres y anécdotas divertidas se mezclan en este libro que, anticipo, pronto se convertirá en un clásico para quienes deseen conocer al México de mediados del siglo XX. Es heredero, sin duda, de la
Grandeza mexicana que escribió Bernardo de Balbuena en 1603 y de la
Nueva grandeza mexicana que publicó Salvador Novo en 1946. De hecho, René Avilés Fabila considera su libro como un homenaje a esos autores. Pero existe una diferencia entre esos libros y los relatos de René pues mientras los dos primeros escritores hablaron de la grandeza mexicana de su momento, el autor del libro que comentamos nos describe la
Antigua grandeza mexicana, la que él conoció y que se ha ido perdiendo de manera dolorosa y lamentable, a pesar de que el Centro Histórico de la ciudad de México fue declarado por la UNESCO Patrimonio Mundial de la Humanidad el año de 1987.
Podríamos comenzar, por ejemplo, con el espacio urbano, cada día más invadido por el comercio ambulante o semifijo que se alienta por medio de argumentos faltos de veracidad y sobrados en demagogia. Nuestros espacios públicos no lo son más; ahora son propiedad del gobernante en turno quien al amparo de sus intereses políticos los entrega a quien más los pueda favorecer. Una plaza como la de Santo Domingo, que como bien dice René, “ha conservado su intimidad poética y su discreta mezcla de severos edificios y cordiales arcos”, es ocupada cada año por los maestros inconformes, que se apoderan de ella como si fuera su casa.
El zócalo, grandioso y monumental, que antes era una plaza cívica digna, la Plaza Mayor de México, ahora puede ser sede lo mismo de pistas de hielo y toboganes, que de museos ambulantes, ferias de libros, plantones de líderes políticos, conciertos de
rock y cuanta necedad pasa por la cabeza del jefe de gobierno en turno, sin el mayor respeto por un sitio que ha sido testigo y partícipe de la historia de México desde el siglo XVI. Esa plaza es símbolo del gobierno civil –federal y municipal– de nuestro país; como relata René Avilés Fabila acertadamente, en el Palacio Nacional, que fue residencia y oficina de los virreyes, “trabajaba el presidente de México antes de utilizar Los Pinos”. No estaba cercado, como ahora, y se podía entrar y salir de él libremente, incluso las noches del 15 de septiembre. El zócalo tiene, además, la Catedral más grande, más rica y más importante de América Latina; en 1666, los arquitectos que participaban en su construcción la calificaron como “la más hermosa que tiene la cristiandad”.
Lás bella y armónica del Centro, posee edificios de gran importancia para nuestra historia, como la primera sede de la Universidad de México; el ex Arzobispado, la casa donde se instaló la imprenta de Juan Pablos, la primera que existió en México; la Real Casa de Moneda, que fue sede del Museo de Antropología y hoy lo es del Museo Nacional de las Culturas; la Academia de San Carlos, fundada en 1783, un sitio “repleto de sueños de artistas plásticos que en unos cuajaron plenamente y en otros se desvanecieron”, como bien nos dice el autor del libro. El convento de Santa Inés, hoy sede del Museo José Luis Cuevas. Y al final, la iglesia de la Santísima Trinidad, cuya portada barroca es una de las más ricas y mejor realizadas de la ciudad. Toda esta calle, tan llena de monumentos, está convertida en un mercado de la más baja categoría; por más que el propio José Luis Cuevas ha colocado algunas esculturas en ella, nada ha impedido los tenderetes con toda clase de mercancía pirata que, como se comprenderá, producen toda clase de inmundicias y un ruido ensordecedor.
Lo mismo ocurre con la Alameda, el parque más antiguo de la ciudad, fundado por el virrey Luis de Velasco II el año de 1592. Tuvo una hermosa pérgola con una librería y un restaurante, que René visitaba con su padre, igual que yo lo hacía con el mío. Todo ese conjunto ha sido sustituido por los carritos de
hot dogs y las sombrillas de todos colores, siempre sucias, de los vendedores ambulantes, que ya convirtieron a ese parque, casi desarbolado, en un enorme mercado permanente, de fritangas y chucherías. No se salvan ya ni el monumento a Bethoveen ni el Hemiciclo a Juárez.
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Algo semejante sucede con los edificios; por más importantes que sean, siempre están expuestos al vandalismo de los propietarios, de los usuarios y de las mismas autoridades. Mencionaré sólo tres ejemplos. El ex Oratorio de San Felipe Neri, el Viejo, uno de los pocos claustros del siglo XVII que conservamos en la ciudad de México y uno de los más bellos del país, casi nadie lo conoce por la sencilla razón de que siempre ha sido sede de oficinas de alguna dependencia gubernamental. Se solicitó para que fuera sede del Museo del Escritor, un proyecto cultural y educativo del propio René Avilés Fabila, que merecería ese antiguo claustro para el aprovechamiento y disfrute de toda la ciudadanía. El edificio finalmente se entregó a la Secretaría de Relaciones Exteriores para el uso exclusivo, aprovechamiento y disfrute de un pequeño grupo de burócratas.
El Monumento a la Revolución, obra del arquitecto Carlos Obregón Santacilia, quien en la década de 1930 convirtió la estructura de hierro de lo que sería el salón de los pasos perdidos del Palacio Legislativo proyectado por Emile Benard para el gobierno de Porfirio Díaz en un símbolo del funcionalismo posrevolucionario. El Monumento es un espacio limitado por pilastrones cubiertos por una cúpula, o sea que el espacio también forma parte del Monumento; se entiende entonces que cualquier elemento que interfiera con ese espacio destruye el Monumento. Pese a ello, el Gobierno del Distrito Federal puso un elevador exactamente en medio de él, con lo que convirtió al Monumento a la Revolución en marco de un elevador, o dicho de otra manera, convirtió el Monumento a la Revolución en un Monumento al Elevador.
Finalmente, el Palacio de las Bellas Artes, proyectado en 1904 por el arquitecto italiano Adamo Boari para ser el Teatro Nacional de México, fue terminado después de la Revolución por los arquitectos Federico Mariscal y Alberto J. Pani e inaugurado el 29 de septiembre de 1934 con La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón. Su declaratoria como Monumento Artístico fue expedida el año de 1987. En su interior, resguarda murales invaluables de Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo. En la sala de espectáculos destacan, sin duda, el arco del proscenio con mosaicos que representan la historia del arte teatral, proyectados y realizados en Budapest, en los talleres del artista húngaro Géza Maróti; el plafón de cristal con la representación de Apolo rodeado por las musas, del mismo artista, y, por supuesto, el telón también de cristal incombustible con la imagen de los volcanes Popocatépetl e Ixtaccíhuatl, diseñado por el Dr. Atl y elaborado por la casa Tiffany de Nueva York. En todo el hemiciclo, los balcones y graderías se encuentran cubiertos de mármol y su herrería es art déco. Inexplicablemente, las últimas intervenciones que realizó el Instituto Nacional de Bellas Artes en ese sitio desatendieron y desestimaron la calidad de los materiales que tiene el Palacio de Bellas Artes y el alto nivel de obras de arte que contiene, así que convirtió la sala de espectáculos en una sala de usos múltiples, sin la dignidad y el decoro que merece el centro de arte más importante del país. En todo utilizaron chapas, aglomerados y aluminio que nada tienen que ver con los mármoles y los vitrales. Lo más grave es que el INBA también desechó la tramoya antigua, modificó la acústica del teatro y la isóptica del escenario. Ya no es más la sala de ópera que tanto alabó María Callas; en cambio está preparada con suficientes bocinas para recibir a Madonna y a Lady Gaga.
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Bajo esta perspectiva es justo hablar de una Antigua grandeza mexicana y sentir nostalgia por ella. Sorprende incluso que la ciudad todavía conserve espacios y monumentos de valía, como aquellos que forman parte del patrimonio de la UNAM: el Palacio de la Inquisición, hoy Museo de Medicina; el antiguo colegio jesuita de San Ildefonso, que fuera la Escuela Nacional Preparatoria y hoy es un centro cultural; el Palacio de la Autonomía, antigua sede de la Preparatoria 7 (donde estudió René Avilés Fabila y donde conoció a Rosario, su esposa) o el de Minería, obra maestra de Manuel Tolsá. También están en buen estado de conservación el Museo Nacional de Arte que fue el palacio de Comunicaciones, el palacio de Correos, el edificio Guardiola, el palacio de Iturbide, la librería Porrúa y otros más que se mencionan en el libro y que se esfuerzan, pese a todo, por mantener su dignidad y, de alguna manera, la de la ciudad.
Reconozco que la historia de la ciudad de México, de su Centro Histórico, nunca ha sido sencilla. Desde su fundación sobre dos lagunas, ha tenido que sortear muchos problemas incluso para mantenerse en pie y muchas veces se ha visto afectada por desastres naturales, como la gran inundación de 1629 que duró cinco años, o los terribles sismos de 1985 que dejaron al descubierto una enorme corrupción en las licencias de construcción y en los materiales empleados en las edificaciones modernas. Lo que es inaceptable es que las autoridades encargadas de su salvaguarda sean las causantes de su degradación. No puede ser que una ciudad que fue considerada la gran Tenochtitlan, después la Venecia de América y más tarde la Ciudad de los Palacios, ahora sea concebida solamente como una mancha urbana que crece incontenible hacia los cuatro puntos cardinales, sin orden ni concierto. No, especialmente, cuando ya conocemos el valor patrimonial que posee su Centro Histórico para los mexicanos y para la Humanidad.
Cierto que el Centro, como si fuera Ave Fénix, de tanto en tanto resurge de sus cenizas, basuras, escombros y ruinas para mostrar su grandeza gracias a la voluntad de sus habitantes y a la de algún gobernante que le concede importancia, como sucedió con el segundo conde de Revillagigedo o con el propio Porfirio Díaz. Quiero creer que esta vez no será la excepción. Tomemos como punto de partida la obra a la que me refiero, Antigua grandeza mexicana, para conocer y disfrutar el México que fue, para valorar lo que perdimos y conservar lo que todavía tenemos; para ponderar su pasada grandeza, pero sobre todo para proyectarla hacia el futuro. Ésa sería la mejor forma de hacer que este libro trascendiera más allá del gozo mismo de su lectura. Por mi parte, quiero agradecer y felicitar a René Avilés Fabila por su libro memorioso que no sólo nos lleva de paseo por un Centro que de cierta manera yo también conocí y que nos cuesta trabajo descubrir ahora. Un libro que también nos hace conscientes de la grandeza que tuvo nuestra ciudad, la cual debemos recuperar.
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* Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras e investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autora del Prólogo de Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo.
Inserción en Imágenes:15.04.2011
Imagen de portal: Edificio de la Nacional. Construido por los arquitectos Manuel Ortiz Monasterio, Bernardo Calderón y Luis Ávila de 1930 a 1932. Foto: Luis Márquez Romay. Archivo Fotográfico “Manuel Toussaint”, Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
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