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Una declaración de amor y un adiós tardío a la crítica de danza

Patricia Pineda*
patypinedrod@hotmail.com

Hace más de doce años que ya no escribo de danza. Dejé la actividad sin decirle adiós. Tal vez porque es algo que nadie extraña. Para escribir de danza no se pide licencia ni se exige que se convierta en profesión; simplemente hay que tener la osadía de atreverse a interpretar por escrito la imaginación coreográfica. En un país en donde la selección de las especies artísticas, de los que se han de dedicar a "hacer arte" es fortuita, no es de extrañar que el crítico también llegue por caminos insospechados. No son pocos los bailarines que me contaron alguna vez que le "entraron a la danza" al ver el Estudio número 3, Danza para una bailarina que se transforma en águila (coreografía de Guillermina Bravo), interpretado por Victoria Camero. Otros, como Raúl Parrao, quedaron prendidos por la danza cuando, al caminar por la Ciudad Universitaria, al encontrarse con un cartel que anunciaba, cual presagio del destino, clases en el Taller Coreográfico de Gloria Contreras, decidieron su futuro. Y fueron realmente pocos los que, como Lidya y Rosa Romero, fueron llevados por su mamá a tomar clases de ballet, o egresaron con todas las de la ley de una escuela del Instituto Nacional de Bellas Artes, como Cecilia Appleton y Silvia Unzueta.
            La generación sobre la que yo escribí crónicas se aventuraba a la danza por convicción, con la adolescencia a cuestas, incluso con carreras profesionales no terminadas y por tanto con músculos y huesos no aptos para virtuosismos excelsos. Suplían perfección con búsquedas creativas y compromiso social. Se autonombraron generación de ruptura: Contradanza, Cuerpo Mutable, UX Onodanza, Alternativa, Utopía, Asaltodiario, Barro Rojo. Eran algunos grupos que desde el nombre engendraron su rebeldía. No faltaron los geólogos, matemáticos, sociólogos o comunicadores que nos quedamos en el mundo de la danza, para bailar, escribir o tomarles videos o fotos. Todos, de alguna manera, formamos parte de un experimento: la irrupción o el boom de la danza contemporánea en los ochentas. Una década en donde los grupos proliferaron como por generación espontánea. Aparecían y no en pocas ocasiones desaparecían, según les fueran otorgados reconocimientos en el Premio INBA- UAM.


             Casi todos aquellos osados que configuraban la escena eran egresados del Sistema Nacional de Enseñanza Profesional de la Danza, al que se podía ingresar sin que importaran la edad ni la figura de sílfide; más bien lo que se exigía era una entrega absoluta a la intuición y a cuanta ocurrencia tuviera el coreógrafo en turno y, sobre todo, valor para regarla y componerla en plena función. Una generación de grandes y admirables locos que desafiaron lo aprendido por las compañías subsidiadas, reincidentes en la técnica Graham. Los otros, los llamados independientes, con los que nos formamos algunos de los que nos unimos para escribir sobre danza, renuentes a lo aprendido, les gustaba inventar sus propios pasos, exorcizándolos sobre todo de las secuencias "a la Graham". Así, con sólo ver una función, los movimientos de los cuerpos se convertían en "a la Cunningham", "a la Butoh", o "a la Wim Vandekeybus", o "a la Pina Bausch". Estos creadores cambiaban de técnica, de bailarines, salones de ensayo, estilos o apoyos institucionales como verdaderos nómadas y sólo reconocieron como único credo al dios celoso e impío de la danza. Celoso porque quería, exigía, con paga o sin paga, todo el tiempo para él; e impío porque a cada uno le pasó factura según las naturalezas de su entrega. Así, Pilar Medina aprendió a purificarse en la escena sólo con agua tibia; Asaltodiario dejó de bailar Todo aquel sorprendido, todo aquel consignado cuando Jaime murió al escalar un edificio; otros se negaron a bailar sobre el asfalto y pidieron perdón a sus rodillas, o simplemente cambiaron de coreógrafo para darle un respiro a su espalda. En esa generación de jóvenes rebeldes, la edad, más que en los cuerpos, fue apareciendo en las lumbalgias, los desgarres, las hernias y en cuanto desgaste inimaginable, irreversible y atroz se le ofreciera entregar a la danza.
            Con todo, siguieron bailando a su modo, con todas sus fuerzas, adaptando sus movimientos, ya no a la falta de virtuosismo por su formación tardía sino a sus lastimaduras, creando coreografías para columna, cadera o rodillas lastimadas, con técnicas orientales más nobles y suaves. Mientras tanto, los jóvenes de finales del siglo XX, surgidos ya casi todos de escuelas formales, desafiaban ahora a estos maestros, explorando acrobacias y técnicas circenses. Ahora el pecado parecía que consistía en tocar el piso. La danza se volvió, cuando no aérea, vertical; se fundió con el video o con la exacerbada pulcritud; el encanto se tornó minimalista.


             Y nosotros, los que escribíamos de danza, seguíamos sus trayectorias, sus éxitos e incluso sus depresiones creativas. Alabábamos sus desafíos, nos hacíamos eco de sus requerimientos y exigencias, teníamos fe, la fe que no consiste en creer en lo que no vemos sino crear lo que no vemos, trabajar por su acontecer, y por sobre todas las cosas, deseábamos lo mismo que ellos: un público para la danza.
            Y aunque no sabíamos a ciencia cierta a dónde nos llevaba todo aquello, vinieron las becas, los apoyos a la producción, las obras por encargo, la carrera de coreografía, el Centro Nacional de las Artes, la petición de proyectos y la invitación de los estados de la República para adoptar compañías; y entonces, los que aguantaron, los reincidentes, se establecieron. Algunos se volvieron maestros; otros, como La Manga, decidieron hacer una pausa para prepararse; Delfos se volvió ejemplo de cómo vivir de y para la danza. Y no faltaron los que probamos suerte como funcionarios y tuvimos que vivir el otro lado, el de los dineros que no alcanzan, los patrocinios ralos, el de las protestas sin propuesta, el de los reclamos, el de la divulgación de todos los que se presentan, el de pasar la estafeta para que otros se asomaran a la crítica de la danza.

             Muchas veces oí hablar a Patricia Cardona y a Alberto Dallal sobre la naturaleza efímera de la danza pero sólo hoy, al escribir esta nota, estoy segura de que no es la crítica quien le devuelve a la danza su magia y esencia sino la memoria del espectador. Sólo ahí se transforman las obras para ser parte de la existencia. Hoy me gustaría saber en qué parte de la memoria o de la imaginación del espectador está Comic's de Raúl Parrao, quién se acuerda de sus tenis rojos con diamantina en aquel primer año del Día Internacional de la Danza en el Teatro ángela Peralta, qué fue de la peluca color zanahoria eléctrico de El Hotel X. Alguien, sin duda, extraña Babilonia Dancing Club de Luis Enrique Mueckay, bailada por Contradanza, y asimismo que pasó con la pareja del Cuarto interior de Silvia Unzueta. En mi memoria aún se arremolina la escenografía de Gabriel Macotela para los Cuatro narcisos de Teatro del Cuerpo; en dónde se quedaron los fragmentos de obras de Graciela Cervantes en las que a la menor provocación desnudaba sus senos como una niña crecida junto al mar, en un ignoto puerto. Valió la pena el encierro de más de un año para estrenar Las Folias de Farahilda Sevilla; qué fue de los experimentos interdisciplinarios de Alacrán del Cántaro con Utopía y Jazzamoart; o bien, ¿supervive Jorge Reyes con Cuerpo Mutable? También, ¿podrán vivir plenamente Luis Fandiño sin su grupo Alternativa y Bernardo Benítez sin su Danza Estudio?
             La danza no es como algunos libros que el tiempo, aunque empolva, a veces redescubre. La danza es efímera y muchas de las obras y actos radicales de los ochentas sólo viven con celo y se transforman en la memoria; sobre todo, en las de sus críticos, que más por pasión que por dinero nos entregamos desde cualquier trinchera, llámese revista, periódico, guión, encuentro o festival a ser fieles escuderos. El video vendría después a resguardar, aunque no por completo, lo que casi siempre el gran público se ha perdido.


             Decía María Zambrano que si queremos saber el estado de salud de un pueblo, basta con ver a la gente caminando en la calle, aprender a leer lo que nos dicen los cuerpos. Esa certeza a mí me las enseñó la danza.

*Periodista y promotora cultural.

Inserción en Imágenes: 14.08.12.
Imagen de portal:Barro Rojo, Aztra, coreografía de Arturo Garrido
Bailarines: Laura Rocha y Serafín Aponte
Foto: Jorge Izquierdo

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