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dialogos

Adriana Roel: los frutos sembrados

Enrique Saavedra*
ensazu_teatro@yahoo.com.mx

En 1957, el director y maestro japonés afincado en nuestro país, Seki Sano, puso en escena el texto de la joven dramaturga mexicana Luisa Josefina Hernández, Los frutos caídos, llevando en el papel protagónico a su más destacada discípula, María Douglas. Bajo las órdenes del controvertido realizador y al lado de la prestigiada actriz, la joven estudiante de arte dramático, Adriana Roel, debutó en los escenarios mexicanos, dando inicio a una trayectoria que hoy rebasa ya sus primeras cinco décadas.
            Entonces era alumna de la academia de Seki Sano, a la cual se integró tras haber cursado el primer año en la Escuela de Arte Teatral de Bellas Artes. Allí, “poco a poco me di cuenta de qué quería yo hacer. Me empeñé en ello, seguí adelante y así han pasado ya cincuenta y dos años”. Toda una vida, extensión del tiempo, única manera de entregarse al teatro, a una vocación, a una profesionalidad concreta.
            La actriz reconoce que esas primeras experiencias las valora mucho más ahora que en aquellos días. “No sé si estaba yo demasiado joven y no supe apreciar otras cosas pero para mí lo más importante es que Seki Sano supo despertar en mí la pasión por las maniobras de la escena.” Esta pasión le permitió, ávida, transitar por cada uno de los géneros dramáticos bajo la batuta de directores tan definitivos de la escena nacional como Salvador Novo, Ignacio Retes, Xavier Rojas, Rafael López Miarnau, José Solé, José Luis Ibañez e incluso Manolo Fábregas.

De sus primeros montajes, recuerda Un cuerpo diplomático de Clayton (1958), Todos eran mis hijos de Miller (1959), Espectros de Ibsen (1962), así como El toque del poeta de O’Neil y La posadera de Goldoni (1961), éstas como integrante de la Compañía de Repertorio del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), a la cual fue invitada por Celestino Gorostiza.
            Por ser una de las actrices más destacadas de su generación, fue tomada en cuenta para formar parte de proyectos culturales de dimensión nacional: los Teatros del Seguro Social, en la década de los sesenta, y la Compañía Nacional de Teatro, en el decenio siguiente.

            ¿Algún personaje de los que ha encarnado la llevó, al prepararlo, a algún estadio de introspección profunda y le cambió la vida?
            No precisamente, afirma Adriana Roel, muy seria. No estoy de acuerdo con las actrices que se posesionan del personaje y salen del teatro y siguen viviendo la vida del personaje. No estoy de acuerdo con ese tipo de experiencias: equivale a entrar en una especie de neurosis, en una especie de vómito emocional que a mí, pues, en lo personal, no me atrae. Sin embargo, en una carrera tan larga han surgido personajes que me han marcado. Tal como una les da vida a los personajes, una les imbuye a ellos mucho de una misma, de la misma manera que los personajes nos muestran caminos interiores, nos enseñan cosas.
            Con el IMSS realizó Juego de reinas de Gressikier (1962) y Las troyanas de Eurípides (1963), dirigidas por Solé. En esas puestas compartió créditos con dos de sus actores más admirados: Ofelia Guilmáin y José Gálvez, de quienes, recuerda, “tenían esta fuerza, verdaderamente primitiva, que atrapa tanto, que jala tanto. Verdaderos, auténticos seres intensos”.

Durante las dos primeras etapas de la Compañía Nacional de Teatro, que abarcaron de 1972 a 1985, sólo participó en cuatro obras: Examen de maridos de Alarcón (1972), Las tres hermanas de Chéjov, La casa de los corazones rotos de Shaw y Luces de bohemia de Valle Inclán (1977).
            Al respecto, afirma que “me encantaba el proyecto, porque estrenábamos en la sala grande de Bellas Artes, hacíamos tres o cuatro funciones y nos pasábamos al Teatro Jiménez Rueda. Para los actores era una prueba de fuego. Tener la posibilidad de ser escuchado y visto en esa sala, a la vez funcional y de buen tamaño, no es cualquier cosa”.
El ejercicio del teatro, ¿complementa para la actriz la vida personal y cotidiana o se interpone a ésta?
            Se trata de una experiencia individual. Cada actor la vive de manera distinta. A algunas personas el teatro les impide la vida personal; a otras, no. Jamás me ha impedido a mí, nada. Me ha abierto a la existencia real. No sé a qué llamas vida cotidiana porque todos los días como, duermo, me baño, estudio, me arreglo… en nada me afecta el teatro. Pero obviamente, a veces hay temporadas, épocas, etapas, sentimientos y surgen determinadas problemáticas personales. Pero para mí las funciones tienen una virtud: cuando llego al teatro dejo todos los problemas fuera y me dedico a vivir, a darle vida al personaje. La escena es mi mundo real. Fuera emociones, las guardo. Si estoy triste y estoy haciendo comedia no llego de ninguna manera a llorar al escenario.
           Llevaba ya recorrido un notable camino profesional cuando Adriana Roel se dio tiempo para retomar su proceso de formación actoral, ahora bajo la batuta del maestro y director griego afincado en México Dimitrio Sarrás, de quien la actriz considera haber recibido las enseñanzas definitivas.

Recuerda que el encuentro se dio cuando él “me llamó para una obra que no pude hacer, por diversas circunstancias, pero me quedé con el gusanito de trabajar, sobre todo estudiar con él. Siendo ya actriz profesional, me enteré de un curso que en ese entonces se iniciaba; fui a verlo y así se conformó una mancuerna de trabajo que rindió frutos que maduraron sobre el escenario y sobre las aulas, pues fui su discípula, su actriz y posteriormente su colega al impartir clases en el Estudio de Actores de Dimitrio Sarrás, del cual me hice cargo a partir de 1983, tras el fallecimiento del director y maesro”. Sarrás “supo conjuntar las diversas tendencias y procesos que yo había capturado de otros maestros, de otros directores. Les supo dar una relación, una coherencia que, hasta la fecha, es lo que me funciona”.
           Montajes como Alfa beta de Whitehead y Las criadas de Genet (1974) fueron muestra de una dupla de trabajo que ella misma califica como “no fácil, porque era un hombre muy estricto. Una relación muy importante tanto para mi vida teatral como para mi vida personal, porque fuimos grandes amigos”. Para Adriana Roel la puesta en escena del texto de Neil Simon, La dama de pan de jengibre (1976), puede considerarse no sólo el punto más alto de esta mancuerna sino su mejor actuación en teatro pues asegura que allí “yo recorrí todas las emociones, los estados anímicos, todo, todo lo que un ser humano, un individuo, una mujer, puede expresar, todos los matices y estrujamientos a los que puede ser sometida”.
           Sin embargo, para esta gran actriz, lo que ocurría dentro de esa puesta en escena –como en todas en las cuales ha participado–, formaba parte del ámbito de la ficción, del teatro, pues asegura que ella no es de “las actrices que se posesionan del personaje y salen del teatro y siguen viviendo la vida del personaje”. “Hay distintas formas de creatividad del actor; en eso consiste el arte de la actuación: en ser capaz de deslindar una cosa de la otra. Aunque hay muchos grandes actores que se van a su casa con el personaje a cuestas y, si se trata de llorar, siguen llorando y, si se trata de reír, siguen riéndose. Si están muy enamorados del personaje, se enamoran del actor o de la actriz; se trata de una experiencia individual…”


            Los silencios, las pausas de Adriana Roel hacen que su rostro se haga grave, por momentos. Se concentra en sí misma y le parece  a uno ver las huellas que le han dejado en el rostro las protagonistas de Sonata de otoño de Bergman (1984) y No me olvides en diciembre de Aykbourn (1988).
            Explica que cada personaje lo aborda a partir de un verdadero compromiso. “A veces es posible hacerlo, a veces le falla a uno, a veces no hay concordancia con el punto de vista de un director pero esa es la única manera de trabajar un personaje: comprometiéndose con él.” Se refiere así a un trabajo intensivo de investigación externa, para saber acerca “del autor, la época, cómo era el personaje, en dónde ocurre la acción, todos esos datos que son muy importantes, pero colaterales”, ya que resulta siempre aún más relevante la exploración interna.
           Para la actriz es fundamental indagar “en uno mismo para poder lograr el entendimiento completo del personaje, o lo más completo posible y así, al lograr el conocimiento acerca de él, pueda uno identificarse, no por haber vivido lo mismo (esa es la confusión que todo mundo tiene). No tengo que haber sido monja para interpretar a una monja o haber estado encerrada en un manicomio para interpretar a una loca. Pero hay que entender los procesos mentales e interiores del individuo y eso es experiencia, es vida y tiene uno que atreverse a hacerlo”.
           No obstante, insiste en que el arte de la actuación consiste en deslindar lo que ocurre en escena con lo que pasa fuera de ella. Reconoce que ese separar ficción de realidad “no es que no me haya costado trabajo (lograrlo); todo en la vida cuesta algo. Pero si uno es consciente de lo que tiene que hacer, lo hace”.
           Para ella, el que la carga emocional de la actriz que llega a ofrecer a una función contribuya a generar las emociones y los estados de ánimo del personaje, dependen de “la época, la etapa que está uno viviendo, la naturaleza del personaje mismo”. Pero “también cuenta mucho cómo vivo mis intensidades”, aun en obras de formato comercial como El hombre elefante de Pomerance (1980) y Magnolias de acero de Harling (1988).


           Adriana Roel ha incursionado en el ámbito de la dirección profesional con dos montajes. El primero, Cartas de amor en papel azul, se propuso dirigirlo tras rechazar la petición de su autor, el inglés Arnold Wesker, de interpretar el protagónico femenino. Con la puesta en escenade Las criadas de Genet (2000) logró deslindarse de, y a la vez rendir homenaje a su maestro Sarrás, ofreciendo una nueva lectura de este texto que fue presentado en el Foro Stanistablas, del cual fue maestra y socia, junto con la también actriz y productora Patricia Reyes Spíndola.
           En 2007, celebró sus primeros 50 años de trayectoria dentro de las artes escénicas. El festejo fue el marco para que se le entregara la Medalla de Plata de Bellas Artes y para que protagonizara la tercera obra escrita especialmente para ella: Lou, la Sibila de Hainberg, de Beatriz Martínez Osorio (2007). Anteriormente, su amigo y compañero de generación, el dramaturgo Hugo Argüelles, le había dedicado su pieza La boda negra de las alacranas (1991): “A Adriana Roel, espléndida actriz y amiga entrañable, desde los tiempos de la escuela de Bellas Artes. Con el cariño de siempre. El autor.”
           Por su parte, el director y dramaturgo Benjamín Cann le compuso Rita Julia (1994), “una obra muy difícil, muy compleja, que la mayoría de la gente que la vio no la entendió, pero que me valió cuatro premios”. Para esta creadora, es un halago el que tres piezas de la literatura dramática se hayan inspirado en ella.
           A pesar de llevar medio siglo dedicada al quehacer profesional, permanece en ella el deseo de seguir aprendiendo. Si bien Dimitrio Sarrás es “quien más me marcó, de quien he conservado el cómo trabajar un personaje, trato también de adaptarme a otras formas de dirección. Siempre debe una seguir evolucionando. No me puedo quedar con lo que aprendí hace cuarenta años”. Por ello, no duda en ponerse ahora bajo las órdenes de Luis de Tavira, director de la Compañía Nacional de Teatro, de la cual ella vuelve a ser integrante, en una nueva etapa.


            “Ahora tengo la suerte de estar con el maestro De Tavira, quien aplica otro sistema, aunque intrínsecamente, en el fondo, siento que es el mismo de Sarrás; sin embargo, lo maneja de otra forma, con sus propios medios y características.” Quiere, afirma contundente Adriana Roel, aprender de esa otra forma; aprovecharla en nuevas circunstancias.
            Esta actriz de 75 años de vida y 52 de trayectoria siembra una vez más los frutos para que el público que la conoce y el que está por conocerla, los siga viendo caer, maduros, evidentes, totales en el escenario, en donde ella convierte la ficción y la dramaturgia en una inseparable realidad, aquí y ahora, frente a nosotros.


* Enrique Saavedra estudia la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

Inserción en Imágenes: 10.09.09
Foto de portal: Adriana Roel.



   
Instituto de Investigaciones Estéticas
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO