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Ejemplar estudio histórico, social y estético de un programa iconográfico virreinal

James Oles*
joles@wellesley.edu

Jaime Cuadriello: The Glories of the Republic of Tlaxcala. Art and Life in Viceregal Mexico, Austin, Texas, University of Texas Press, 2011.




Como crítico suelo ser bastante cínico y poco diplomático, así que cuando digo que algo es maravilloso, como cuando participé en la presentación del catálogo Pintura y vida cotidiana publicado por Banamex, la gente lo recuerda. En esta ocasión, aunque no soy experto en el virreinato, sostengo que Las glorias de la República de Tlaxcala o la conciencia como imagen sublime de Jaime Cuadriello es uno de los libros de arte más entretenidos, más reveladores y más sabios que he leído en mucho tiempo –sobre cualquier tema.
           Desde el año pasado estoy trabajando en un libro con el modesto título de Arte y arquitectura en México desde la Conquista hasta hoy, un survey para la editorial Thames and Hudson. Esta labor me ha forzado –con placer– a leer más ampliamente sobre el arte virreinal y, sobre todo, pensar en dónde realmente reside su importancia. Eso significa, obviamente, que he tenido que revisar la enorme cantidad de libros, catálogos y artículos académicos y especializados publicados en México desde la época de Manuel Toussaint, en su gran mayoría provenientes del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM y de Fomento Cultural Banamex, que por años casi mantuvieron un duopolio sobre el tema.
          Esto también me ha llevado revisar los libros y catálogos de exposiciones sobre arte virreinal que han proliferado en Estados Unidos, dado el creciente interés en el tema en los últimos años. Quizá exagero, pero a finales de la década de 1980, cuando cursaba el doctorado, existían fundamentalmente Manuel Toussaint, George Kubler y John McAndrew. Hoy uno puede consultar en inglés una bibliografía mucho más completa de publicaciones reveladoras, como los catálogos Painting a New World (de 2004) y el aún más ambicioso Arts of Latin America (de 2006). También se encuentran los estudios más enfocados de Barbara Mundy sobre las relaciones geográficas; de Michael Schreffler sobre el imaginario real durante el Virreinato, y de Ilona Katzew sobre la pintura de castas en el siglo XVIII. No obstante estos dos últimos libros, los norteamericanos se han enfocado más que nada en los choques, las negociaciones y las estrategias culturales de los indígenas y los españoles durante el siglo XVI –tema de gran interés tanto histórico como teórico desde Gruzinski–. Para el público en Estados Unidos queda mucho que decir sobre el siglo XVIII (ni hablar del XVII).
          Así que llegamos al libro de Jaime Cuadriello o, más bien, a la versión en inglés de su libro, magníficamente traducido por Christopher Follett para la Universidad de Texas y originalmente publicado en 2004 con el título antes mencionado, Las glorias de la República de Tlaxcala o la conciencia como imagen sublime, por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. La versión en inglés se publicó a principios del año en curso con un título distinto: The Glories of the Republic of Tlaxcala: Art and Life in Viceregal Mexico, aunque el autor no pretende informarnos sobre todo lo que tiene que ver con “arte y vida en el México virreinal”. Pero el marketing es el marketing, y la verdad “the conscience as sublime image” no dice tanto en inglés: es cuestión de gustos.
          Creo que la versión en inglés es la más importante de las dos, aunque dudo que la mayoría de los lectores en México vaya a conocerlo por la traducción. Es más importante, en parte, porque su repercusión será mayor al publicarse en inglés: obviamente llegará a un público de lectores mucho más extenso tanto en Estados Unidos como en Europa. (Los catálogos de exposición se traducen mucho más que los libros académicos, una limitación más que nada de las editoriales en Estados Unidos, aunque también los autores son responsables.)

           Pero resulta más importante también por su contenido. Como traductor ocasional, sé que el inglés muchas veces requiere de un nivel de precisión y síntesis que es posible evitar en el español, aunque se pierde algo de poesía en el proceso de conversión. Y los que conocemos a Jaime sabemos que su conocimiento se expresa a través de un lenguaje complejo –no necesariamente inspirado por la época que estudia, aunque se le pega tantito el estilo barroco, sino resultado de la riqueza de sus ideas–. Pero en su versión en inglés, el libro es un verdadero modelo de claridad, organización y precisión, sin nunca ser ni simplista ni aburrido. Decir que es un libro fácil de leer no es ninguna crítica negativa. Este libro constituye un modelo que ojalá otros sigan. Esto es un gran logro, porque como el mismo autor dice en su Introducción al agradecer a Follett, con quien trabajó de manera cercana: el proceso de convertir una tesis de doctorado escrita en español en un libro publicado en inglés representó “elucidar muchas complejidades”.
           Al terminar de leer el libro, lo primero que pensé fue en lo fácil que podría convertirse en guión de cine. La historia es tan dramática y apasionada como una buena novela policiaca. También tiene todos los elementos necesarios… bueno, hace falta algo de pasión romántica (aunque, con un poco de licencia dramática, estoy seguro que Cuadriello podría inventar algo para llenar este hueco).
           En el prólogo de esta película –me inserto aquí como guionista–, nuestro autor, con actitud seria y rodeado de una penumbra misteriosa en una biblioteca polvorienta, descubre un manuscrito (ecos aquí de Dan Brown): una licencia otorgada por la Iglesia católica para la elaboración de una serie de lienzos por un pintor criollo algo olvidado, Juan Manuel Yllanes del Huerto. Y nuestra película va a terminar en una tragedia: la destrucción –o, por lo menos, la desaparición, quizás en una noche oscura, lluviosa, con truenos y relámpagos– de esos lienzos barrocos, no tanto por ir en contra del clasicismo, el nuevo discurso estético de los Borbones, sino por reclamar derechos locales justo cuando los Borbones insistían precisamente en lo contrario.
           Nuestro héroe es un sacerdote, don Ignacio Faustinos Mazihcatzin Calmecahua y Escobar; tiene dos hermanos, uno abogado y el otro anticuario y cronista. Los tres provenían de una familia de nobles tlaxcaltecas, heredera –según ellos mismos– de un gran pasado. Como algunos mexicanos de abolengo en el presente, sus nombres brillaban más que sus (pocas) monedas de oro y fueron el resultado de una creatividad genealógica bastante barroca. Aunque bautizados con el humilde y aburrido apellido paterno “Ramos”, los tres hermanos adoptaron apellidos más llamativos que les confirmarían el rango de nobles –aunque no el título– para distinguirse de tantos trepadores oportunistasydemás nuevos ricos. A finales del siglo XVIII, resistiendo los cambios que les vienen encima, esa familia, entre otras, tiene que confrontar la avidez de los españoles terratenientes y ganaderos y las reformas borbónicas dictadas por una burocracia virreinal recientemente ilustrada. Actores igualmente importantes en esta parte de la historia fueron los miembros de la Archicofradía del Divinísimo Señor Sacramentado, con sede en la Capilla Real, y un Congreso de Caciques Originarios, dos organizaciones indígenas que luchaban también por conservar derechos garantizados desde principios de la “ocupación” europea.
           Quizás nuestro sacerdote, don Ignacio, tuvo grandes pretensiones para un futuro glorioso en algún centro eclesiástico. Sin embargo, por ser indio, noble o no, en 1785 las autoridades eclesiásticas lo mandaron a San Simón Yehualtepec, un pueblo perdido cerca de la Mixteca –como algún lugar polvoso y remoto imaginado por Luis Estrada–. Qué suerte para Jaime Cuadrielleo, y para nosotros, porque hay cosas que uno puede hacer en las márgenes que son imposibles en el centro. Recordemos, por ejemplo, que fue en la marginalia de los antiguos manuscritos y luego de los libros impresos, en esas “decoraciones” aparentemente sin sentido, que los artistas tuvieron más libertad creativa, incluso para explorar temas prohibidos, y de ahí su importancia en ciertos murales mexicanos en los conventos del siglo XVI, a los cuales haré referencia al final de este texto.
           Acompañado por sus sobrinos como los papas de antaño, don Ignacio llegó a San Simón y pronto –según cuenta Cuadriello– decidió convertir ese lugar miserable de la periferia en un microcosmos de la gran historia tlaxcalteca. Cuadriello llama a don Ignacio “un curador de historia”, y de hecho, para los muros de la iglesia, diseñó un protomuseo siglos antes de los museos de sitio y los museos comunitarios; una barroquísima Gesamtkunstwerk tan dramática como la Capilla del Rosario (aunque en Yehualtepec el edificio mismo no constituía una parte grande del conjunto), tan discursiva como los gabinetes de curiosidades que proliferaron en Europa en esos mismos años, o como las decoraciones de Diego Rivera y otros en la Secretaría de Educación Pública de los años veinte del siglo pasado.



           Así, don Ignacio quiso afirmar la importancia histórica de su noble clase social durante un momento de cambios drásticos y amenazantes. Es una historia bien conocida: algo parecido pasó con las familias nobles que sobrevivieron al jacobinismo en Francia; con las elites porfiristas en las décadas posrevolucionarias; con los comunistas rusos después de 1989. En ese pueblo de Tlaxcala, rodeado por una burocracia colonial que efectuaba grandes cambios, y acotado por una Iglesia conservadora, en particular por las estrictas provisiones del cuarto Concilio Provincial Mexicano, que fuera tan reacio a la libertad artística como sería el Comintern para Rivera siglos después, don Ignacio mandó elaborar un documento legal, una licencia que permitiría la producción de una serie de cuadros, que testificaría el decoro del pintor y que certificaría la autenticidad de los temas representados. Ese documento, que incluye elegantes dibujos preliminares de Yllanes, hoy conservado en el Museo Nacional de Arte, permitió a Cuadriello explorar a fondo la decoración de la iglesia de San Simón, en particular los cuatro cuadros principales, cuyos temas servían para justificar la primicia de la religiosidad de los tlaxcaltecas, sus derechos ante los españoles y su superioridad frente a otros grupos indígenas (en particular, esos malditos tenochcas). Este documento, esta licencia, es la más importante referencia al “museo” de don Ignacio. El programa iconográfico fue probablemente influenciado por el gran anticuario e historiador italiano Lorenzo Boturini, que en esas fechas andaba por Tlaxcala. Don Ignacio sería marginal, pero nada ignorante.
          En una brillante serie de capítulos enfocados en los cuadros, Cuadriello analiza cuatro temas de gran importancia para los estudios del arte novohispano. Primero discute las representaciones de las apariciones de la virgen de Ocotlán (en 1541) y san Miguel del Milagro (en 1631) a humildes indígenas tlaxcaltecos, eventos que servían como contraparte a esa otra aparición en Tepeyac, a un representante de sus antiguos rivales, los mexicas: two is better than one. Luego explora las imágenes de dos eventos históricos míticos: la supuesta presencia de santo Tomás-Quetzalcoátl en Tlaxcala en los primeros años de la Iglesia, siglos antes de la llegada de Cortés, y el martirio de los niños tlaxcaltecas, destructores de ídolos al inicio de la Conquista. Esas dos historias, las cuales complementaban escenas contemporáneas del bautizo de los señores de Tlaxcala, confirmaron que los tlaxcaltecas eran los más ancianos, los más devotos y los más merecedores cristianos en América. De hecho, la inclusión adicional en la iglesia de dos retratos de indígenas cristianos semisantificados –un cacique peruano y una cacica iroquesa de Canadá– ubicó las cuatro historias afirmadoras de tlaxcaltequidad –un término acuñado por Cuadriello– dentro de un contexto estético panamericanista, mucho antes de Bolívar o de Vasconcelos.
           ¿Cuántos cuadros hemos encontrado, en museos o en iglesias, para apreciarlos formal o iconográficamente, sin conocer su verdadera historia? ¿Cuántas obras dispersas han perdido su contexto, sin documentos complejos que los ubiquen en su espacio y su tiempo originales? Por cada retablo como el de Huejotzingo, del que conservamos el contrato, hay cien o mil que fueron movidos o destruidos o quemados o reciclados sin dejar huella alguna. En Las glorias de la República de Tlaxcala, Jaime Cuadriello logra más con la falta de cuadros que lo que la mayoría de los historiadores de arte intenta hacer con su presencia. Teje una historia compleja, repleta de ideas y temas que abarcan una increíble variedad de asuntos políticos, culturales, estéticos y personales, con observaciones verdaderamente reveladoras sobre el patronazgo y la producción del arte durante el virreinato; sobre la manipulación de la historia, tanto familiar como regional y, en el largo plazo, nacional; y sobre muchos temas más. Con su dominio de los archivos y las publicaciones –Jaime parece haber memorizado todo, desde Ripa hasta Boturini–, nos recuerda la naturaleza subjetiva de la historia misma, donde tanto depende del contexto, del público.

           Además, su historia convence, y qué bueno que la construye sobre cimientos tanto especulativos como documentales, porque la historia de arte como torrente de datos, sin una dosis de especulación creativa, es terriblemente aburrida. Tampoco importa que las imágenes que estudia –el manuscrito de Yllanes, la decoración de una iglesia menor– sean marginales, incluso inferiores a otras –o que hable de lo desaparecido. De todos modos, hasta las cosas más marginales suelen contar ricas y complicadas historias ideológicas: de eso ya sabemos desde hace mucho. Hasta los calendarios de Galas y los fabricantes de quesos tienen mucho que contarnos.
           El libro nos permite ver además la otra cara del patriotismo criollo –tan bien analizado por David Brading, aunque Michael Schreffler ha encontrado una cierta exageración en la interpretación nacionalista de algunas obras, como los biombos con escenas de la ciudad de México–: esa idea de que “somos españoles pero americanos, distintos y hasta mejores” que emergió con fuerza en el siglo XVIII. Tal construcción protonacional dependía mucho de la iconografía indígena: de las amazonas caciques vestidas con plumas, del águila y la serpiente, de las madres vestidas de huipil en tantos cuadros de castas, de los bienaventurados hombres que encontraron a la Virgen dentro de un ocote llameante o sobre un ayate de fibras de maguey, según cuentan las leyendas. Triste e irónicamente, la patria se erigió sobre una simbología prehispánica, pero al mismo tiempo en contra del indígena vivo. Si bien la Independencia conllevó la abolición de las castas –aunque no del racismo–, la Independencia no fue una victoria para los descendientes de la nobleza prehispánica, entre ellos don Ignacio y sus hermanos. Legalmente, la Independencia significó el rompimiento de los lazos tradicionales y legales entre la “nación tlaxcalteca” y el rey, el garante de sus antiguos derechos. En el mundo moderno por venir, habrá lugar para un estado de Tlaxcala, pero no para los nobles tlaxcaltecas.
           Las glorias de la República de Tlaxcala nos dirige hacia la periferia: las obras de Yllanes existían en un lugar remoto –aislado, aunque no totalmente separado de los grandes programas iconográficos en las catedrales de Puebla y México, de los enormes y productivos talleres de artistas como Miguel Cabrera, que han sido el tema principal de tantos estudios previos–. Justo por encontrarse lejos del centro, San Simón Yehualtepec nos permite explorar más efectivamente la agencia de los indígenas a finales de la época virreinal: su espacio de negociación, de maniobra. Tal agencia fue dinámica y mucho más compleja que la mera colocación de “ídolos tras los altares”. También fue multifacética, con intereses que competían entre sí: de familia, de pueblo y ciudad, de región, de clase social.

           La verdad es que San Simón Yehualtepec me hizo pensar en otro pueblo fronterizo, más conocido hoy, donde hubo también una fuerte negociación entre Iglesia e indígenas, una concentración de creatividad culturalmente sintética y un esquema iconográfico “perdido” o destruido por ir en contra de las grandes fuerzas históricas del momento: los murales blanqueados de San Miguel Ixmiquilpan. Como los cuadros de Yllanes, son complejos documentos visuales, fascinantes incluso para nosotros que no nos especializamos en el arte del Virreinato.De hecho, Las glorias de la República de Tlaxcala me hizo pensar en mil cosas. Simple y sencillamente, es un libro brillante que llegará a ser un clásico en su género. Y, a lo mejor, una película coming to a theater near you.

   

*Historiador del arte, profesor e investigador del Wellesley College, Massachusetts, Estados Unidos.

Inserción en Imágenes: 07.12.11.
Ilustraciones tomadas del libro The Glories of the Republic of Tlaxcala. Art and Life in Viceregal Mexico de Jaime Cuadriello.



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