Jorge Bravo
beltmondi@yahoo.com.mx
Jaime Cuadriello, Las glorias
de la República de Tlaxcala o la conciencia como
imagen sublime (prólogo de Ramón Mujica
Pinilla), México, 2004, Instituto de Investigaciones
Estéticas, UNAM-Museo Nacional de Arte, INBA,
155 ils. (125 c., 30 b/n), 483 pp.
Para
los hacedores de la historia oficial ha sido suficiente
una sola palabra implícita para acuñar en
el tiempo y en el espacio la decidida participación
de Tlaxcala en la conquista de Tenochtitlan: ese único
vocablo es traición. Pero si elaboramos una
introspección con la mirada de la época y
las motivaciones de los protagonistas -tal y como recomienda
Edmundo O'Gorman-, con el debido énfasis en las
circunstancias del momento, en el aquí y el ahora
de la coyuntura histórica, surge la siguiente pregunta: ¿realmente
puede considerarse "traición" la alianza que establecieron
los caciques tlaxcaltecas con Hernán Cortés
para a través de ella sacudirse el yugo de la dominación
mexica? "La traición es la gran arma de los amigos
de la libertad contra la tiranía" -advertiría
muchos siglos después Raymond Aron-, es decir, el
meollo del arte político. No podemos menos que reconocer
la astucia y el pragmatismo político de los señores
de Tlaxcala al acordar la coalición político-militar
con quienes a la postre resultarían ser los conquistadores
de México.
Para los autores franceses Denis Jeambar e Yves Roucaute
la traición -de la cual hacen un inusitado elogio
(Gedisa, 1999)- es el motor de la historia y la forma superior
de la decisión política. Ejecutar una traición
pertenece a los grandes gobernantes quienes se adaptan
al terreno que exploran y saben renunciar a sus certezas
y dogmatismos para enfrentar la imperiosa realidad del
presente como una manera de anticiparse al futuro.
Así debieron reflexionarlo y decidirlo los cuatro
caciques tlaxcaltecas: Mazihcatzin, Tlahuexolotzin, Xicoténcatl
y Zitlalpopoca. Para ellos Tlaxcala bien valía una
misa, o mejor dicho, un rito bautismal. Como hábiles
estrategas políticos, acordaron una alianza con
Hernán Cortés y adoptaron la fe en Cristo
un día 15 de agosto de 1519 (desde entonces cada
año la población tlaxcalteca celebra con
mitotes su conversión al dogma cristiano, "el dichoso
día que tuvo principio el santo Evangelio" y el
fin de "la tiranía de Moctezuma" por intercesión
de la Virgen de la Asunción). Fue así como
todo el pueblo de Tlaxcala renunció a sus ancestrales
y metafóricos ídolos de piedra y barro. A
cambio, el linaje tlaxcalteca recibió privilegios
y prebendas como recompensa al pacto político-militar-religioso
suscrito con la corona española, salvaguardada entonces
por Carlos V, quien en 1535 concedió a la "muy leal
ciudad de Tlaxcala" su escudo de armas, y con él
todas las ventajas a las cuales se hacía acreedora.
Esa derrota menor de los señoríos de Tlaxcala
adquiriría con el devenir el carácter de
conciencia e identidad. Jaime Cuadriello prefiere acuñar
el término "tlaxcaltequidad": un sistema
de pensamiento social altamente politizado, la "biografía
colectiva y su cosmovisión, (la) pertenencia a una
peculiar cultura político-religiosa, que consiste
en un discurso alternativo, nacionalista y diferenciador".
En Las glorias de la República de Tlaxcala o
la conciencia como imagen sublime (coeditado por
el Instituto de Investigaciones Estéticas de la
UNAM y el Museo Nacional de Arte, 2004), Jaime Cuadriello
realiza el estudio de caso de un mecenas de prosapia
indígena, el patrono Ignacio Faustinos Mazihcatzin
Calmecahua y Escobar, y el artista poblano Juan Manuel
Yllanes del Huerto, quien por su obra se hizo acreedor
al título honorífico de "pintor de cámara
del nobilísimo ayuntamiento de la ilustrísima
ciudad de Tlaxcala". El resultado de esa fructífera
relación de mecenazgo fueron, entre otras, cuatro
escenas pictóricas "inéditas en la iconografía
de la pintura virreinal"; al grado de que Cuadriello
se propuso rescatarlas -diríamos "desenterrarlas" y "desempolvarlas",
como si se tratara de un arqueólogo, o mejor dicho,
un iconólogo- de ese malintencionado halo "decadente",
de "escaso" valor plástico y compositivo con el
que se ha pretendido juzgar a la iconografía colonial.
De hecho el autor va más allá y defiende
sin ambages las obras patrocinadas por el cura cacique
Faustinos Mazihcatzin al otorgarles una merecida denominación:
la de "indigenismo pictórico y alegórico
del siglo XVIII".
Realizadas entre 1789 y 1791, las "sagradas imágenes" que
decoraron el templo de San Simón Yehualtepec exaltaron
la profunda religiosidad indígena, o mejor aún,
la insondable devoción del pueblo tlaxcalteca. Las
glorias de la República de Tlaxcala hacen referencia
a un sistema visual cargado de identidad regionalista,
afirmación histórica, aprendizaje cultural,
expresión colectiva del ser tlaxcalteca,
ideología religiosa, eficaz propagación devocional
y una evidente función didáctica y de adoctrinamiento
(no exenta por completo de un tenue recogimiento o veneración,
como plantea Hegel en sus Lecciones sobre estética)
para "excitar el ánimo de los feligreses", como
acertadamente descubrió el patrono Mazihcatzin,
pues los cuadros y pinturas sagradas poseían para
la Iglesia católica el significativo estatuto de "predicador
mudo".
En el fondo Cuadriello escudriña no sólo
el simbolismo sublime, su significación y representación
en las obras de Yllanes; también extrae un conjunto
de mecanismos de poder ocultos dentro de las figuraciones,
tributarios del encargo (religioso), que bien podrían
hacer referencia a la razón de ser específica
de las creaciones, en estrecha comunión con el placer
estético. Es inevitable recalcar que lo que se halla
detrás de lo divino -como su quintaesencia, aun
en el arte religioso- está siempre vinculado de
manera indisoluble con el poder, lo cual resulta evidente
con la advertencia de Régis Debray en el sentido
de que "una imagen de arte produce efecto por metáfora".
En la ejecución de los cuadros intervinieron determinadas
convenciones firmemente enraizadas en la tradición
indígena tlaxcalteca y en algunos documentos de
la época (como el expediente de 20 fojas que sirvió al
investigador para reconstruir una importante veta de la
iconografía virreinal), así como los intereses
e intenciones del mecenas -no del todo consientes para él-,
quien encomienda al artista la representación de
ciertos temas que le inquietan. "Conociendo estos textos
(...) y la imagen -asegura E. H. Gombrich-, el (historiador
del arte) procede a tender un puente entre ambas orillas
para salvar el foso que separa la imagen del tema."
Subordinados a los estrictos cánones que dictaba
el IV Concilio Mexicano (1771) a los "pintores cristianos" como
hacedores de arte-predicador, los lienzos de Yllanes del
Huerto denotaron un estricto sentido histórico,
religioso y de identidad regional que -advierte el IV Concilio
en materia de imágenes sagradas- "hace más
impresión en el que mira, y que su obra es más
permanente y estable que la de un orador panegírico".
En este sentido no es extraño que Régis Debray
aseverara -en Vida y muerte de la imagen (Paidós,
1994)- que, "como la espiritualidad, todo arte es local:
expresa, en la mayoría de los casos sin saberlo,
el genio de un lugar cristalizado en una luz determinada,
en colores, en tonalidades, en valores táctiles".
Los pasajes gloriosos tlaxcaltecas aluden a una
República favorecida en más de un sentido
por lo sagrado: pueblo elegido que recibe los bienes celestiales;
se trata de un llamado casi divino para instaurar en Tlaxcala
el cristianismo antes que en ningún otro sitio,
la cuna donde irradiaría la evangelización
al resto de los naturales del nuevo reino. El pincel alegórico
de Yllanes pintó en sus llamados "cuadros de sacristía" -muy
atento a las indicaciones de su cliente Mazihcatzin y al
enérgico decálogo conciliar- los orgullosos
temas de cristiandad indígena tlaxcalteca: la aparición
de la Virgen de Ocotlán al indio Juan Diego; la
también aparición del arcángel san
Miguel al indio Diego Lázaro; la supuesta predicación
del apóstol santo Tomás en América;
y el martirio de los tres niños tlaxcaltecas -Cristobalito,
Antonio y Juan-, quienes destruyeron los ídolos
paganos y abjuraron de sus antiguas creencias para adoptar
la fe en Cristo y morir a causa de ello a mano de sus progenitores.
Estas pinturas de religiosidad barroca, de "máxima
diversidad en un espacio mínimo" (Debray), lograron
desencadenar en su momento el objetivo principal: "la conmoción
del alma del espectador", pero sobre todo de la sensibilidad
indígena, y más aún, tlaxcalteca.
El rasgo de conciencia patriótico-religiosa nace
del propio mecenas Ignacio Faustinos, quien se reputaba
descendiente de la estirpe del señor de Ocotelulco,
Lorenzo Mazihcatzin, uno de los cuatro caciques tlaxcaltecas
que apoyó al conquistador. Fue en Ocotelulco donde
los señores de Tlaxcala sellaron la alianza político-militar
con Hernán Cortés después de la humillante
derrota contra los mexicas y la trágica vivencia
de "la noche triste". Fue también allí donde
Cortés y Mazihcatzin se abrazaron en señal
de paz para colaborar unidos en la empresa de la conquista
de Tenochtitlan; donde fueron bautizados los cuatro caciques
y donde -advierte el investigador- "no sólo celebran
el pacto político que allí tiene origen,
sino la inclusión de todo el pueblo de Tlaxcala
en una nueva visión, del todo universalista, de
la historia de la salvación". Lo anterior se tradujo
en privilegios, títulos honoríficos, fueros,
exenciones, prerrogativas, autonomía y autoridad
provincial (como la institución del cabildo indígena
y el excepcional predominio político y administrativo
de los indios principales sobre los peninsulares) de la
corona española a la "Muy distinguida República
de la Insigne, Noble y Siempre Muy Leal ciudad de Tlaxcalan" (nombrada
en 1750 por Felipe II "la más principal" del territorio
novohispano) y a los ilustres "hijodalgos" naturales de
la Nueva España y descendientes de los señores
aliados de Cortés; no así, en cambio, a los
demás indios sin casta ni privilegio -reconoce el
autor- que sufrieron en carne propia la dominación
colonial.
La investigación que dio como resultado Las
glorias de la República de Tlaxcala o la conciencia
como imagen sublime le valió a Jaime Cuadriello
el Premio de Historia Regional Mexicana Anatasio G. Saravia
2000-2001 otorgado por Banamex, así como el reconocimiento
de la Fifth Asociation of Latin American Art Book a la
mejor publicación académica de arte latinoamericano,
desde el precolombino hasta el presente, 2004-2005. Cuadriello
es especialista en arte pictórico de la Nueva
España. Ha sido curador de varias exposiciones
temporales de arte virreinal -entre las que se encuentran Juegos
de ingenio y agudeza: la pintura emblemática de
la Nueva España (Munal, 1994) y Los pinceles
de la Historia: De la patria criolla a la nación
mexicana (Munal, 2000)-, autor de otros cinco libros
y más de medio centenar de artículos de
investigación especializada referidos a estudios
regionales, la pintura novohispana, el guadalupanismo
y la cultura simbólica de los siglos XVII, XVIII
y XIX.
Con base en la iconología como rama auxiliar de
la historia del arte, la cual se propone el descubrimiento,
reconstrucción e interpretación de un programa de
valores simbólicos, de una prueba perdida -según
los estudios pioneros del crítico Erwin Panofski-,
el autor inquiere "el contenido profundo" (Aby Warburg)
de las imágenes; o bien, "el significado dominante,
el significado pretendido o el propósito principal
de los cuadros, (pues éstos) no tienen varios significados,
sino uno solo" (Gombrich). El trabajo de investigación,
descripción e interpretación (los tres fundamentos
que pone en práctica el historiador del arte) del
sistema iconográfico parroquial estudiado por Cuadriello
se sustenta en dos pilares historiográficos: "la
'intencionalidad' del autor intelectual y/o el artista,
que se esconde deliberadamente tras las imágenes
o los discursos ambiguos; y en su recepción pública,
cuando la imagen queda activada y merced a su protagonismo
elocuente". En este mismo tenor Gombrich advierte en sus Imágenes
simbólicas (Alianza, 1972) que el interés
del iconólogo "son las categorías de acogida
social, como ocurre con todos los símbolos y sistemas
de signos (...), sea cual sea la penumbra de vaguedad que
necesariamente las envuelva".
El mérito de Jaime Cuadriello consiste en rescatar
lo que Walter Benjamin denominó el aura que
irradia y envuelve de manera indisoluble a la obra de arte.
Se trata del carácter irrepetible y perenne de la
creación; su unicidad como lo más valioso
que reside en ella, "un entretejido muy especial de espacio
y tiempo" al que sólo es posible acercarse mediante
un ritual determinado. El investigador reúne e interpreta
todos los elementos (religiosos, culturales, históricos,
institucionales, etcétera) del programa -tal y como
dicta la iconología- que conforman el aura de las
imágenes para que su mensaje resulte completamente
inteligible. Uno de los más importantes, pero no
el único, es el vínculo primordial de las
pinturas con lo histórico-religioso. Cuadriello
explicita con sobrada razón que "el estudioso de
la Nueva España no puede dejar de lado el examen
de la religiosidad como existencia total para algunos de
sus habitantes, determinante y esencial en su cosmovisión".
De esta manera el premeditado y original discurso visual
y simbólico de la tetralogía iconográfica
estudiada por Cuadriello, patrocinado por el mecenas Faustinos
Mazihcatzin, un indio principalísimo de Tlaxcala
en el siglo XVIII finisecular, se erigió en instrumento
didáctico de evangelización; pero sobre todo,
reflejó la peculiar cosmovisión de un pueblo
-más allá del maniqueísmo de la historia
oficial- y su propia visión protagónica en
la refundación de la patria. Es decir, una identidad
o "tlaxcaltequidad" constituida por un vasto cúmulo
de mecanismos de poder, integración histórica,
cultural, social y política y su representación
simbólica. En suma, lo que hace Cuadriello es una
lectura alegórica (literalmente, decir otra
cosa) de la historia. "No cabe duda de que los hijos de
Tlaxcala -asegura el autor- fueron muy hábiles al
estructurar un discurso casi mítico de su colaboración
en la fundación del reino de la Nueva España
y servirse de esto para negociar frente a toda adversidad." Una
adversidad que terminó por imponerse a la lealtad
tlaxcalteca; pero, en cambio, no consiguió borrar
la memoria iconográfica de un pueblo... y que la
historia aún resguarda.